Manalive (4 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, otros

BOOK: Manalive
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Cuando arrinconó su gran maletín, Arthur observó las iniciales “I. S.” impresas en un costado, y se acordó de que a Smith lo llamaban en el colegio Innocent Smith, aunque no podía recordar si era como nombre formal, de pila, o a manera de descripción moral. Estaba por aventurarse a hacer otra pregunta, cuando se oyó golpear la puerta y se ofreció la breve silueta del señor Gould, con el melancólico Moon detrás, como su sombra alta y torcida. Los había hecho subir la escalera tras los otros dos hombres la errabunda congenialidad masculina.

—No quisiéramos entrometernos —dijo el sonriente Moses con una llamarada de buen humor, pero sin la más leve intención de disculparse.

—Lo cierto es —dijo Michael Moon con relativa cortesía— que se nos ocurrió ver si lo había instalado bien. La señorita Duque es bastante…

—Ya sé —dijo el desconocido, alzando del maletín los ojos radiantes—. Magnífica, ¿no? Acercarse a ella, oír música militar que pasa, como Juana de Arco.

Inglewood hizo un movimiento de sorpresa y miró fijamente al interlocutor como quien acaba de oír un cuento de hadas descabellado que contiene asimismo una pequeña realidad olvidada. Porque recordó cómo él mismo había pensado en Juana de Arco hacía años cuando, siendo poco más que un colegial, vino por primera vez a la casa de pensión. Pero hacía mucho que el racionalismo destructor de su amigo, el doctor Warner, había aplastado semejantes ignorancias juveniles y sueños desproporcionados. Con el escepticismo warneriano y la ciencia warneriana de los tipos humanos incurables, Inglewood había llegado hacía tiempo a considerarse un tipo tímido, insuficiente y débil, que no se casaría nunca; a considerar a Diana Duke como una criada materialista; y a considerar su primera simpatía hacia ella como la insignificante e insípida farsa de un estudiante que besa a la hija de su casera. Y, sin embargo, la frase sobre la música militar lo conmovió extrañamente como si hubiese oído aquellos lejanos tambores.

—Tiene que ajustar bastante las cosas, como es natural —dijo Moon, paseando la mirada por la habitación casi diminuta con su trozo de techo oblicuo como la capucha cónica de un enano.

—Un poco chico el estuche para usted, señor» —dijo el señor Gould, el retozón.

—Pero es una pieza espléndida —contestó con entusiasmo el señor Smith con la cabeza dentro de su maletín— Me encantan estas piezas puntiagudas, como el gótico. A propósito —exclamó, señalando de una manera repentina e imprevista—, ¿adónde conduce aquella puerta?

—A la muerte segura, diría yo —contestó Michael Moon mirando para arriba hacia una puertita de escape sucia y abandonada en el techo sesgado de la buhardilla—. No creo que haya allí un altillo; y no se me ocurre a qué otra cosa podría conducir —mucho antes de que él hubiera terminado su frase, el hombre de las robustas piernas verdes había saltado hacia la puerta del techo, balanceándose Dios sabe cómo hasta la saliente debajo de ella; la había abierto a tirones después de una breve lucha, y se había escabullido por allí. Por un instante se vieron las dos piernas simbólicas paradas como una estatua tronchada; luego desaparecieron. Por el agujero así abierto de golpe en el tejado apareció el vacío y lúcido cielo de la tarde con una gran nube de mil colores que lo surcaba cual si fuera un país enteramente invertido.

— ¡Hola, muchachos!—llegó el lejano llamado de Innocent Smith, al parecer desde algún remoto pináculo—. Súbanse aquí, y traigan algunas de mis cosas de comer y beber. Este es el sitio mandado hacer para un picnic.

Con impulso repentino Michael arrebató dos de las botellitas de vino, una en cada puño sólido; y Arthur Inglewood, como hipnotizado, tanteó por una lata de galletitas y un gran tarro de jengibre. La enorme mano de Innocent Smith, apareciendo por la abertura como la de un gigante en un cuento de hadas, recibió esto3 tributos y se los llevó al nido de águilas; luego los dos se izaron por la ventana. Los dos eran atléticos y hasta gimnastas; Inglewood por su amor a la higiene, y Moon por su amor al deporte, que no era tan ocioso e inactivo como el del tipo común del deportista. Los dos también tuvieron una sensación delirante y celestial cuando, a manera de estallido, se abrió aquella puerta en el tejado, tal como si estallara una puerta en el firmamento y pudieran treparse al tejado mismo del universo. Los dos eran hombres que habían estado mucho tiempo encarcelados inconscientemente en lo convencional y mediocre, aunque uno lo tomara en broma y al otro en serio. Los dos, sin embargo, eran hombres en quienes no había muerto nunca el sentimiento. Pero el señor Moses Gould despreciaba igualmente el atletismo suicida y el trascendentalismo subconsciente, y se quedó en su sitio riéndose de la cosa con la desvergonzada racionalidad de otra raza.

Cuando el singular Smith, montado en una chimenea, se enteró de que Gould no los seguía, su comedimiento infantil y su buen humor lo forzaron a sumergirse de nuevo en la buhardilla para consolar o persuadir; y quedaron solos Inglewood y Moon sobre el largo borde gris verdoso del techo de pizarra, apuntalados los pies contra canaletas y apoyadas las espaldas contra chimeneas, mirándose el uno al otro agnósticamente. Su primera impresión fue que habían salido a la eternidad y que la eternidad era muy parecida al mundo al revés. Una definición se le ocurrió a uno de ellos: que había salido a la luz de aquella lúcida y radiante ignorancia en la cual habían comenzado todas las creencias. El firmamento sobre ellos estaba lleno de mitología. El cielo parecía bastante profundo para contener a todos los dioses. La redondez del éter se tornaba poco a poco de verde en amarilla como una gran fruta que va madurando. Todo, alrededor del hundido sol, era como un limón; todo, alrededor del este, una especie de verde dorado que sugería más bien una ciruela de ese tinte; pero el conjunto tenía aún la vaciedad de la luz del día y nada del secreto del crepúsculo. Tirados acá y allá sobre aquel oro y verde pálido se veían fragmentos y masas despedazadas de nubes violáceas como tinta, que parecían caer hacia la tierra en todas las formas de una perspectiva colosal. Una de ellas tenía realmente el carácter de una imagen asiria de muchas mitras, muchas barbas, muchas alas con la enorme cabeza para abajo, arrojada del cielo: una especie de falso Jehová que era tal vez Satanás. El resto de las nubes tenían absurdas formas almenadas, como si en pos de aquél se hubieran lanzado los palacios de los dioses.

Y sin embargo, mientras el cielo vacío estaba lleno de silenciosa catástrofe, en la cumbre de edificios humanos sobre la cual estaban sentados vibraba uno que otro ruido exiguo y trivial que era exactamente la antítesis; y oyeron la voz de un vendedor de diarios allá como unas seis calles más abajo, y una campana que llamaba al culto. También oyeron hablar en el jardín de abajo; y se dieron cuenta de que el incontenible Smith debía de haber seguido a Gould por la escalera, porque se distinguía su acento vehemente y suplicante, y luego las protestas semicómicas de la señorita Duke y la risa sonora muy juvenil de Rosamund Hunt. El aire tenía esa fría suavidad que viene después de una tormenta. Michael Moon lo bebía, saboreándolo tan serio como la botellita de clarete barato que había vaciado casi de un trago. Inglewood continuaba comiendo jengibre muy despacio y con una solemnidad tan insondable como el cielo encima de él. Había todavía bastante movimiento en la frescura de la atmósfera como para hacerlos casi imaginar que podían oler la tierra del jardín y las últimas rosas del otoño. De repente surgió del jardín que oscurecía un pin y pon argentino, avisándoles que Rosamund había desenterrado su mandolín por largo tiempo abandonado. Después de las pocas notas primeras, se oyó otra vez la lejana risa de campanilla.

—Inglewood —dijo Michael Moon— ¿ha oído usted decir alguna vez que soy un bribón?

—No lo he oído nunca y no lo creo —contestó Inglewood después de una pausa un poco rara—. Pero he oído decir que usted es… lo que dicen bastante alocado.

—Si ha oído decir que soy alocado, puede usted desmentir el rumor —dijo Moon con extraordinaria calma—. Soy manso. Soy completamente manso. Soy casi el animal más manso que se arrastra. Bebo demasiado whisky de la misma marca a las mismas horas todas las noches. Hasta me excedo más o menos en la misma cantidad. Frecuento el mismo número de tabernas. Me encuentro con las mismas malditas mujeres de cara color malva. Escucho la misma cantidad de cuentos verdes, generalmente los mismos cuentos verdes. Puede usted tranquilizar a mis amigos, Inglewood; tiene usted delante a una persona a quien la civilización ha amansado por completo.

Arthur Inglewood miraba absorto, con sentimientos que por poco lo hicieron caer del tejado, porque en realidad la cara del irlandés, siempre siniestra, estaba ahora casi demoníaca.

— ¡Maldito sea!—exclamó Moon empuñando de repente la botella vacía de clarete; —este es quizás el vino más pobre y más asqueroso que he desembotellado en mi vida, y es la única bebida que me ha dado verdadero placer en nueve años. Nunca fui alocado hasta hace diez minutos. —Y mandó la botella zumbando, una rueda de vidrio, lejos, más allá del jardín, al medio de la calle, donde, en el profundo silencio de la tarde, se pudo hasta oír cómo se partía y se rompía sobre las piedras.

—Moon —dijo Arthur Inglewood con la voz un poco velada— no hay que amargarse tanto por eso. Cada uno tiene que tomar el mundo como lo encuentra; claro está que uno lo encuentra muchas veces un poco aburrido…

—Aquel tipo no —dijo Michael categóricamente— quiero decir aquel tipo Smith. Se me ocurre que hay cierto método en su locura. Parece como que pudiera pasar en cualquier momento al país de las maravillas nada más que con dar un paso fuera del camino común. ¿Quién hubiera pensado en esa puertita escondida? ¿Quién hubiera pensado que ese clarete colonial de los demonios pudiese resultar sabroso sobre las chimeneas? Quizá sea ésa la verdadera llave del País de las Hadas. Quizá los inmundos cigarrillos “Imperio” de Narigueta Gould no son sino para ser fumados en zancos o algo por el estilo. Quizás el cordero fiambre de la señora Duke resulte apetitoso encima de un árbol. Quizá la insulsez monótona, sucia, maldita de mi whisky Old Bill…

—No se trate tan mal —dijo Inglewood seriamente afligido—. El aburrimiento no es por culpa de usted ni del whisky. Los tipos que no… los tipos como yo, digo, tienen exactamente la misma impresión de que todo es bastante chato, y un fracaso. Pero el mundo está hecho así; todo consiste en seguir viviendo. Algunos están destinados a prosperar como Warner; y otros están destinados a estancarse como yo. No se puede contra el temperamento. Sé que usted es mucho más inteligente que yo; pero no puede usted evitar tener todas las costumbres bohemias de un pobre tipo literato, y yo no puedo evitar todas las dudas e impotencias de un tipo científico de poca monta, como un pez no podría evitar flotar ni un helecho enrularse. La Humanidad, como tan bien lo dijo Warner en aquella conferencia, consiste realmente en tribus muy diferentes de animales todos disfrazados de hombres.

Abajo, en el turbio jardín, el susurro de la charla se cortó de repente por el instrumento musical de la señorita Hunt, que estalló con brusquedad de artillería en una tonada vulgar pero animada.

La voz de Rosamund ascendió rica y fuerte en las palabras de una tonta canción negra de moda:

Canten coplas, morenitos, en la vieja plantación,

Las que juntos entonábamos en el tiempo que se fue.

Los ojos pardos de Inglewood se suavizaron y se entristecieron aún más mientras continuaba su monólogo de resignación al compás de música tan juguetona y romántica. Pero los ojos azules de Michael Moon brillaron y se endurecieron con una luz que Inglewood no comprendió. Muchos siglos y muchas aldeas y muchos valles hubieran sido más felices si Inglewood, o los compatriotas de Inglewood, hubiesen comprendido alguna vez esa luz o adivinado al primer asomo que era la estrella de batalla de Irlanda.

—Nada podrá cambiarlo jamás; está en las ruedas del universo —continuó Inglewood en voz baja—: algunos hombres son débiles y otros fuertes, y lo único que podemos comprender es saber que somos débiles. He estado enamorado muchas veces, pero no podía hacer nada porque tenía presente mi propia inconstancia. He formado opiniones, pero no he tenido la audacia de imponerlas porque las he cambiado tantas veces. Esa es la conclusión, viejo.

No podemos tener confianza en nosotros mismos… y no lo podemos evitar.

Michael se había puesto de pie y se colocó en posición peligrosa al extremo del tejado como una oscura estatua suspendida sobre su alero triangular. Detrás de él, enormes nubes le un violeta casi imposible se invertían lentamente en la silenciosa anarquía del cielo. Su movimiento giratorio acentuaba la impresión de vértigo que de aquella sombría figura se desprendía.

—Vamos a… —dijo, y se calló de golpe.

— ¿Vamos a qué? —preguntó Arthur Inglewood levantándose con igual prontitud pero con algo más de cautela, porque su amigo parecía encontrar cierta dificultad en hablar.

—Vamos a hacer algunas de esas cosas que no podemos hacer.

En el mismo momento surgieron de golpe por la puerta de escape, debajo de ellos, el pelo de papagayo y el rostro encendido de Innocent Smith, apremiándolos a bajar porque el “concierto” estaba en lo mejor y el señor Moses Gould se preparaba a declamar El joven Lochinvar.

Cuando se dejaron caer en la buhardilla de Innocent, casi cayeron de nuevo al tropezar con sus divertidos bártulos. Inglewood, contemplando el suelo cubierto de cosas, recordó instintivamente el piso lleno de juguetes de un cuarto de niños. Se sintió, pues, tanto más conmovido cuanto escandalizado al detener la vista sobre un revólver norteamericano grande y bien lustrado.

— ¡Hola!—exclamó, retrocediendo ante aquel brillo acerado, como se retrocede ante una víbora—; ¿tiene miedo de que haya ladrones? ¿O cuándo y por qué reparte usted la muerte con ese aparato?

¡Oh, eso!—dijo Smith, echándole una sola mirada—; yo reparto vida con eso —y bajó a grandes trancos la escalera.

CAPÍTULO TERCERO: La Bandera del Faro

Durante todo el día siguiente hubo en la Casa del Faro una descabellada sensación de que era el cumpleaños de todo el mundo. Está de moda hablar de las instituciones como de cosas frías y llenas de trabas. La verdad es que cuando la gente anda con el ánimo excepcionalmente alegre, realmente loco de libertad y de invención, tiene siempre que crear instituciones y, de hecho, siempre las crea. Cuando los hombres se cansan, caen en la anarquía; pero mientras están contentos y vigorosos, invariablemente dictan reglas. Esto que es cierto en lo que a todas las iglesias o repúblicas de la historia se refiere, es cierto también tratándose del juego de salón más trivial o del rústico retozar más primitivo. Nunca somos libres mientras una institución no nos pone en libertad, y la libertad no puede existir mientras la autoridad no la proclama. Hasta la loca autoridad de Smith, el arlequín, era, con todo, autoridad, porque en todas partes producía un haz de disparatadas reglamentaciones y condiciones. A todos les infundía su propia vida semitrastornada; pero eso no se expresaba en forma de destrucción, sino más bien de vertiginosa y desequilibrada construcción. Los pasatiempos preferidos de cada cual se iban convirtiendo en instituciones. Los cantos de Rosamund parecían articularse en una especie de ópera; los gestos y párrafos de Michael, en una revista ilustrada; la pipa del uno y el mandolín de la otra parecían formar juntos una especie de concierto humeante. El vergonzoso y asombrado Arthur Inglewood casi luchaba contra su propia creciente importancia. Sentía como si, a su pesar, sus fotografías se estuvieran convirtiendo en una galería de cuadros, y su bicicleta en un concurso de pruebas. Pero nadie tenía tiempo de criticar esos improvisados estados y oficios, porque se sucedían deshilvanadamente como los temas de un charlatán.

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