—Feliz Navidad.
Seguí mi camino advirtiéndome cómo se amontonaban los buenos presagios en el brevísimo tramo de aquella mañana, y llegué a disfrutar del paseo que me condujo a mi destino definitivo, pero cuando ya tenía el dedo encima del pulsador del portero automático, me dije que tendría que haber llamado antes para anunciarme, porque nunca era yo la que iba allí, hasta entonces siempre había sido él quien había venido a mi casa. Sin embargo, abrió la puerta enseguida, y no pareció molesto por mi visita. Supuse que estaba solo y aburrido, como casi siempre.
—¡Malena, qué alegría! — se acercó a mí para abrazarme, y me plantó un beso sonoro, besos de verdad, en cada mejilla—. ¿Qué tal estás?
—Hecha polvo —admití—. Por eso he venido, ya sabes que sólo vengo a verte cuando estoy fatal.
—Ya… —se reía—, así sois las mujeres de ingratas, qué le vamos a hacer.
Nos sentamos en un gran salón donde se respiraba un inequívoco aire familiar que iba mucho más allá de la presencia de algunos muebles archiconocidos para mí.
—Este piso es tuyo, ¿verdad? — asintió con la cabeza—. Pero la casa parece de Porfirio.
—Porque la hizo él, hija, como todas —soltó una carcajada y yo le acompañé—. A ver, ¿qué quieres tomar?
—Nada, pero absolutamente nada, de verdad, tengo un resacón de la muerte.
—Bueno, como quieras —se sirvió dos dedos de whisky, se repantigó en una butaca, calentó el vaso con las manos, y me miró—. Entonces cuéntame.
Abrí la bolsa de plástico que había traído conmigo, y puse sobre la mesa la caja de seguridad recién descerrajada sin pronunciar una sola palabra. El se acercó para mirar en su interior, y cuando vio su contenido, emitió un silbido de admiración muy parecido al que dejé escapar yo una vez. Luego la extrajo con mucha delicadeza, se enderezó y se acercó al balcón para mirarla a la luz.
—¡Qué barbaridad! — me dijo un instante después, sonriendo—. Ya creía que no iba a volver a verla nunca más.
—Cómpramela, Tomás —le pedí—. Por favor, cómpramela. Tu padre me dijo que algún día me salvaría la vida, y yo ya no puedo más. Estoy en las últimas, en serio.
Se sentó a mi lado, la devolvió al interior de la caja, y me cogió de la mano.
—Yo no puedo comprártela, Malena, porque no tengo suficiente dinero para pagártela. Tendría que vender todo lo que tengo y ya no tengo edad para meterme en esa clase de aventuras, pero conozco a alguien que seguramente estará interesado, y él sí que puede reunir mucha pasta en poco tiempo. Si quieres, le llamaré mañana por la mañana, aunque no sé si podrá venir enseguida, porque vive en Londres… Claro que, bien pensado, también podemos ir nosotros allí. ¿Vas a hacer algo especial en Nochevieja?
—Cenar con mi hijo.
—¡Estupendo! Que se venga con nosotros. Podemos llevarle a la Torre, y a pasear por el Támesis, y al Museo Británico, a ver las momias de los egipcios, seguro que le encanta.
Sonreí ante tanto entusiasmo, negando al mismo tiempo con la cabeza.
—No puedo, Tomás, es imposible. Ya me gustaría, te lo digo en serio, y sobre todo por Jaime, pero me he gastado casi toda la extraordinaria y todavía no he comprado ni la mitad de los Reyes, no puedo pagar ahora dos billetes de avión, y el hotel, y… —la violencia de sus carcajadas me interrumpió a media frase—. ¿Pero dé qué te ríes?
—De ti, hija mía, de ti. Yo lo pagaré todo, y podrás devolvérmelo mucho antes de lo que te piensas, no te preocupes —hizo una pausa para serenarse y me habló con acento serio—. Vas a ser una mujer muy rica, Malena, vete haciéndote a la idea.
El tío Griffiths la estudió durante unos segundos, en silencio. Luego dijo:
¿Y dónde está tu marido?
Con voz débil, Julia repuso:
—Bueno… Pensaba que lo sabías… Me separé de él. Ultimamente era imposible tratarle.
—Era un mal sujeto.
Con tristeza, Julia dijo:
—No, no lo era.
—[…] ¿Qué dices? ¿Se casa contigo y te deja plantada, y luego dices que no era un mal sujeto?
—[…] Cuando tenía dinero era muy generoso conmigo —y en voz baja, añadió—: Me hacía regalos, regalos muy bonitos, realmente bonitos.
Tozudo, el tío Griffiths dijo:
—En mi vida había oído decir tantas tonterías.
De repente, y debido al tono en que el tío Griffiths había dicho esas palabras, Julia sintió desprecio hacia él. Pensó: «Te conozco. Apostaría cualquier cosa a que jamás has hecho un regalo bonito a nadie. Apostaría a que en toda tu vida has dado a nadie una cosa bonita. Eres incapaz de apreciar una cosa bonita incluso si te la ponen ante las mismísimas narices».
Jean Rhys,
Después de dejar al señor Mackenzie
Mientras le ponía el pijama sin ninguna ayuda por su parte, creí que se me había dormido de pie, apoyado en el borde de la cama. Estaba tan cansado que parecía un borracho en miniatura, y sin embargo, sonrió un momento y me hizo una pregunta con los ojos cerrados.
—Oye, mamá, ¿tú crees que podré acordarme de esto cuando sea mayor?
—Oh, pues supongo que sí, si es que lo intentas.
No me contestó, e imaginé que había caído. Le apoyé contra mí para tener las manos libres, abrí la cama, y le empujé dentro con la mayor suavidad posible. Se colocó sobre el costado izquierdo, como siempre, y murmuró todavía dos palabras, en la frontera de los sonidos inteligibles.
—Lo intentaré —creí entender.
Cuando cerré la puerta y me hallé sola en el salón, dejé de experimentar, por primera vez desde que habíamos llegado, la insufrible sensación de impropiedad que me inspiraba la descabellada suite que Tomás había elegido, dos dormitorios dobles, con sus correspondientes cuartos de baño, dispuestos a ambos lados de un salón de forma ovalada al que se accedía por un vestíbulo independiente, una auténtica pasada en uno de los más rancios, tradicionales y prestigiosos hoteles de lujo de Londres. No había querido decirme por cuánto le iba a salir la broma, y yo tampoco había logrado enterarme por mi cuenta porque, por más que lo busqué, no fui capaz de encontrar en ninguna parte el habitual cuadrito con el precio de las habitaciones, un detalle de excesivo mal gusto, supuse, en relación con los criterios que debían guiar a la dirección de semejante establecimiento. Estaba convencida de que todo saldría mal, de que aquel libanés bajito, con barba de chivo, jamás accedería a soltar la brutal pila de millones en la que mi tío había fijado el precio de la esmeralda, aquella cifra de ciencia-ficción que Tomás había enunciado sin alterarse en lo más mínimo, mientras yo me sentaba encima de las manos para que no se me notara que estaba temblando como una hoja, del ataque de nervios que me sacudía desde que la había escuchado. Sin embargo, aquella noche, me hundí en el sofá de almohadones rellenos de pluma de ganso como si llevara haciéndolo toda la vida, y encendí un Ducados con soltura y un mechero Bic que me habían regalado en la taberna de la esquina de mi casa —«Casa Roberto, Comida Casera, Tapas Variadas, Productos Extremeños»—, para manchar graciosamente de ceniza, a continuación, el impoluto cenicero de plata, una taza de perfil muy bajo sostenida por tres tritones, que, por ningún motivo en especial, no me había decidido a utilizar todavía. Estaba convencida de que todo saldría mal, pero Jaime seguiría recordando aquel viaje muchos años después, y eso significaba que había valido la pena.
Escuché ruido detrás de la puerta y no me moví, ni siquiera lo hice cuando saludé a Tomás, que entraba sonriendo en el salón.
—¿Qué tal el teatro? —preguntó.
—¡Muy bien! Es que no te lo puedes ni imaginar, se lo ha pasado bomba, tanto que a partir de la mitad de la obra me ha pedido que dejara de traducírsela, porque mi voz le despistaba. Nunca había ido antes al teatro, y el espectáculo era estupendo, los actores, y la música, todo fantástico. Lo malo es que cuando volvamos a Madrid voy a tener que llevarle todas las semanas, pero…
—Un momento, un momento —me interrumpió, pidiéndome calma con una mano—. Lo primero es lo primero. ¿Has cenado? — negué con la cabeza—. Bueno, pues entonces, vamos a pedir algo, ¿dónde está la carta?
Hundió la vista en la pantagruélica oferta del servicio de habitaciones y descolgó el teléfono para encargar sin consultarme una copiosa cena fría.
—¡Ah! — dijo al final, en su muy aceptable inglés—. Y una botella de champán, por favor…
Cuando le escuché pronunciar el nombre de aquella marca con un horroroso acento francés, me arrepentí de no haber intervenido antes.
—Es una pena —advertí—, a mí no me gusta el champán.
—A mí tampoco —me dijo—. Pero el rito es el rito, y tú tienes algo que celebrar.
—¿Sí? —pregunté, y sólo entonces me di cuenta de lo nerviosa que estaba desde que había vuelto.
—Naturalmente —dijo, sonriendo—. Nuestro amigo ha aceptado.
No fui consciente de haber abierto la boca, pero de mi garganta brotó un aullido tan profundo que tres minutos más tarde, desde la recepción, un señor encantador y exquisitamente educado llamó para interesarse amablemente por nuestra salud.
—No ha pasado nada —explicó Tomás, mientras yo saltaba y dirigía al mismo tiempo inconexas oraciones de gratitud a ningún dios en concreto, los ojos húmedos y los puños apretados, sin dejar de abrazarle—. Mi sobrina, que ha recibido una buena noticia. Nosotros, los latinos, ya se sabe, tenemos la sangre caliente.
Luego, cuando colgó el teléfono, se separó de mí, fue hasta el mueble bar, vertió una generosa dosis de ginebra en una copa y me la tendió con gesto autoritario.
—Muy bien —dijo—, en la guerra como en la guerra. Bébetelo de un trago. Así… ¿Estás mejor?
—Sí, pero todavía no me lo creo.
—Pero ¿por qué? Si la hemos vendido más o menos al precio de mercado. El asesor me dijo que deberíamos cargar un diez por ciento, porque al fin y al cabo, es una piedra histórica, pero por lo visto, en ese caso siempre es habitual pagar un poco más. E incluso podríamos haberla vendido mejor, según él, aunque habría hecho falta disponer de mucho tiempo para negociar, años tal vez… ¡Ah, la cena!
Intenté tragar un par de bocados mientras le veía comer con apetito, pero me sentía como si alguien se hubiera divertido haciendo un nudo marinero con mis intestinos. El vino, en cambio, me sentaba bien, y sólo a su amparo me atreví a hacer una pregunta que me obsesionaba desde antes de salir de Madrid.
—¿No te ha dado pena, Tomás?
—¿Vender la piedra? — me preguntó, y yo asentí—. No. ¿Por qué iba a dármela?
—Pues porque era de tu padre, y la tendríais que haber vendido tú y tus hermanos, y no yo, eso para empezar, y luego porque es lo último… cómo te diría yo, lo último gordo que quedaba de la fortuna de Perú, ¿no? No sé, a mí hasta me sentó mal tener que pedírtelo.
—Siempre supe que la tenías tú, Malena, siempre, desde el principio. Mi padre me lo dijo aquella misma tarde, que había descubierto que tú eras como nosotros, como él y como yo, y sobre todo como Magda.
—La mala vena —murmuré, y él asintió con la cabeza.
—Claro, y le dio muchísima rabia, porque ya era muy mayor y a ratos se le iba un poco la cabeza, no creas. No hay derecho, decía, ¿cuándo se va a terminar esto?, ¿cuál es el precio que todavía tenemos que pagar, por el amor de Dios?, en fin, cosas así…
—¿Por eso me la regaló? — pregunté, decepcionada y confusa—. ¿Porque ya no razonaba bien?
—¡No! — se apresuró a corregirme—. Cuando te la dio estaba completamente lúcido, era muy consciente de lo que hacía. No, no he querido decir eso, me refería a que, en aquella época, la sola mención del nombre de Rodrigo le sacaba de quicio, cuando lo escuchaba era como si le pegaran un tajo a la vez en todos los nervios. Pero él no te regaló la esmeralda porque sí, sino para que la vendieras exactamente tal día como hoy, cuando sintieras que tú sola ya no podías más. Vosotros me tenéis a mí, me dijo, y yo siempre he tenido el dinero, pero voy a morir pronto, antes de que se haga mayor, y entonces, ¿quién cuidará de ella? Por eso te dio la esmeralda, para que ese tesoro cuidara de ti, para que te protegiera de los demás, y sobre todo de ti misma, ¿lo entiendes? El era sabio, y llevaba mucho tiempo observándote en silencio, te conocía muy bien, y pretendía distinguirte de los demás, hacerte fuerte, para que te sintieras alguien poderoso e importante, para que nadie pudiera hacerte daño. Quería que te quisieras más, y mejor que antes, porque te había oído pronunciar la misma frase que Magda decía a todas horas cuando era una niña.
—¿Qué frase? — pregunté—. Ya no me acuerdo.
—Yo sí —sonrió—. Le dijiste que tu hermana Reina era mucho más buena que tú.
Sólo a lomos de aquellas palabras que ya no recordaba haber pronunciado pude al fin volver atrás, al despacho de la casa de Martínez Campos, cuando el sol caía despacio, más allá de los cristales, para iluminar el soberbio índice que señalaba mi origen sobre un mapa, en las fronteras de un mundo inexistente, y el amor que sentí entonces esponjó nuevamente cada hueco de mi cuerpo, mientras me preguntaba si él, el muerto amado, conocería ya entonces, como yo conocía ahora, la bendita calidad de algunas viejas maldiciones.
—Yo le quería, Tomás, le quería muchísimo. Siempre le quise, desde que tengo memoria lo recuerdo, y sin embargo, no sé por qué.
—Es extraño, porque él era muy duro de querer —se quedó un momento callado, mirando al techo, pensando—. Pero, en fin, tiene que haber de todo. Eso le dije yo, cuando le conté la verdad.
—¿Qué verdad?
—La única.
—No te entiendo… Lo cierto es que siempre me has parecido un tipo demasiado misterioso, ¿sabes? De pequeña, hasta me dabas miedo. Solías estar todo el rato callado, igual que el abuelo, y muy serio. En las fiestas de la familia, Navidad y todo eso, nunca cantabas, ni te reías.
—Rara vez me divertía —remató la rima con una carcajada y yo me reí con él.
—Ni siquiera sé qué es lo que tienes tú de particular.
—¿Para pertenecer al bando de los malditos, quieres decir? —asentí con la cabeza y él permaneció en silencio un instante.
Luego, alargó la mano hasta su chaqueta, sacó un paquete de tabaco del bolsillo, lo abrió con cuidado, encendió un cigarro, y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas para mirarme.
—Pues todo —dijo suavemente—. Yo lo tengo todo, Malena, más derechos acumulados que todos vosotros juntos. Soy homosexual. Creí que lo sabías.