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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (21 page)

BOOK: Malditos
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Capítulo 8

Helena miraba fijamente el cruasán deseando que uno de sus talentos fuera la visión de rayos X. Ansiaba saber qué se escondía bajo esa corteza hojaldrada tan apetecible. Si el relleno era de espinacas tendría que colocarla en la bandeja, al fondo del escaparate. Si escondía jamón y queso, en fin, entonces la almacenaría en su estómago.

—¿Lennie? Hace diez minutos que miras embobada ese cruasán —dijo Kate con total naturalidad—. Como no le pegues un buen bocado en menos de un minuto, se echará a perder.

La joven se irguió y trató de enfocar la vista mientras se reía, como si no ocurriera nada. La carcajada sonó tan forzada y fuera de tiempo que resultó casi espeluznante. Kate la miró un tanto extrañada y después señaló el cruasán. Por fin, Helena dio el esperado mordisco y, acto seguido, se arrepintió. Espinacas. Al menos así estaría entretenida y no se dormiría.

Tenía que mantenerse despierta durante todo su turno, aunque eso conllevara meterse cualquier bollo en la boca.

La vista se le había nublado en diversas ocasiones y, si por casualidad, se dormía y descendía al Submundo sin la viva imagen de Orión en la mente, sabía que no podría coincidir con él, tal y como habían planeado. Y, mucho más importante aún, no podía permitirse el lujo de echar una cabezadita y, un segundo más tarde, aparecer en la cafetería recubierta de la asquerosa porquería del Submundo.

Helena llevaba varios días muerta de miedo por si se dormía en clase, o incluso en el trabajo, descendía y se despertaba delante de todo el mundo envuelta en una capa de mugre inexplicable. En especial, esta noche estaba aterrada. Jamás se había sentido tan agotada en su vida. Para colmo, Zach acababa de acomodarse en una de las mesas, al lado de la sección de pastelitos de Kate. Justo donde Helena estaba trabajando.

Procuró entablar conversación varias veces para saber qué le había traído hasta allí un sábado por la noche, pero el chico apenas le prestó atención.

Simplemente se dedicó a pedir comida y café mientras tecleaba en su ordenador de forma distraída, como si no estuviera escribiendo nada en particular, solo pulsando teclas sin ton ni son. No hubo contacto visual alguno en toda la tarde y, siempre que Helena le cazaba mirándola, lo cual sucedía más a menudo de lo que le hubiera gustado, le sorprendía con una mirada de asco e indignación. Como si la hubiera pillado hurgándose la nariz o algo parecido.

Mientras limpiaba el mostrador con un trapo por enésima vez para mantenerse despierta, Helena escuchó el tintineo de las campanillas de la puerta principal. Alguien acababa de entrar en la cafetería. Quería gritar.

Era demasiado tarde y la hora de cerrar se acercaba de modo tentador.

Solo quería que la noche acabara de una vez por todas para poder hacer caja, irse a casa y meterse en la cama. Podía decirle a Zach que se largara a las diez, pero un nuevo cliente alargaría todavía más la noche. Y entonces oyó a Kate chillar de alegría.

—¡Héctor!

En una milésima de segundo, Helena salió de detrás del mostrador para saltar a los brazos de Héctor.

El mayor de los Delos las levantó sin esfuerzo, sujetando a Helena y a Kate, una en cada brazo. Aunque Héctor solía tardar unos cinco minutos en soltar algo fuera de lugar que siempre sacaba de quicio a Helena, cuando este sonrió y las abrazó con tal cariño la joven se olvidó de lo molesto que podía llegar a ser. Estar abrazada al cuello de Héctor era como rozar el sol, una sensación de calidez y luz.

—¡Podría acostumbrarme a esto! —dijo él entre risas.

Las apretó contra sí con fuerza, hasta que las dos se quedaron casi sin respiración.

—¡Pero si he hablado con Noel hace un par de horas! Me dijo que seguías en Europa, estudiando. ¿Qué estás haciendo aquí, en Nantucket? —preguntó Kate cuando Héctor las dejó sobre el suelo.

—Tenía morriña —respondió encogiéndose de hombros. Helena sabía que estaba diciendo la verdad, aunque toda la historia de estudiar en Europa fuera mentira—. Es una visita rápida. No me quedaré mucho tiempo.

Los tres pasaron varios minutos charlando agradablemente, aunque Héctor no dejó de lanzar varias miradas hacia Helena que reflejaban intranquilidad. Que le preocupara su aspecto quería decir que estaba mucho peor de lo que imaginaba. Se excusó para ir a la trastienda y lavarse la cara con agua fría.

Cuando regresó a la sección de pastelitos de Kate, Zach no estaba en su silla, sino apresurándose por volver a sentarse. Recogió sus cosas deprisa y corriendo y salió disparado de la cafetería sin despegar los ojos del suelo.

Helena le siguió vacilante desde el pasillo, mientras el muchacho tropezaba con Héctor antes de salir por la puerta como un rayo. Al percibir el extraño comportamiento de Zach, Héctor levantó las cejas.

—Oh, qué lástima —dijo Kate con sarcasmo antes de comprobar la hora—. ¿Sabes qué? Si me doy prisa, puedo ir al banco antes de que cierren.

¿Puedes encargarte tú sola de cerrar la cafetería, Lennie?

—Ya la ayudo yo —se ofreció Héctor, arrancándole así una sonrisa a Kate.

—¿Estás seguro? Sabes que solo puedo pagarte con pastelitos, ¿verdad? —bromeó Kate.

—Trato hecho.

—¡Eres el mejor! Y, por favor, llévate todos los pasteles y bollos que quieras para tu familia —dijo mientras recogía sus cosas y se dirigía hacia la puerta.

—Lo haré —gritó Héctor al mismo tiempo que Kate bajaba las escaleras Parecía alegre y optimista, pero, en cuanto la mujer desapareció tras el cristal de la puerta, su expresión cambió por completo.

Aunque le habría encantado hacer caso a Kate, sabía que no le llevaría ningún pastelito a su familia. Helena le acarició el brazo para consolarle y, mientras le abrazaba, notó que él sacudía la cabeza.

—No podía estar tan lejos. Tenía que ver a alguien familiar —confesó apretando a Helena contra sí, como si a través de su abrazo pudiera estrechar a toda su familia—. Me alegro de poder estar contigo, princesa.

Mientras la rodeaba con los brazos, una ira oscura reemplazó la ternura de aquel gesto tan cariñoso, y nada tenía que ver con el hecho de que la llamara «princesa», aunque le había suplicado un millón de veces que dejara de hacerlo. ¿Cómo se atrevían las furias a separar a Héctor de su entorno más próximo? Era la persona más comprometida con su familia que Helena jamás había conocido. Ahora, más que nunca, la familia Delos necesitaba la fortaleza de Héctor para sobrellevar todos los problemas, pero era un paria. Helena tenía que encontrar a Perséfone y rogarle que le prestara ayuda. Tenía que acabar con esto de una vez por todas.

—¿Así que has pasado a saludar porque necesitabas un abrazo? —bromeó Helena con aire burlón para quitarle hierro al asunto.

—No —respondió con seriedad—. No es que un abrazo tuyo no valga la pena, pero hay algo más. ¿Te has enterado del robo en el Getty?

Helena negó con la cabeza. Héctor sacó un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta para mostrárselo.

—Es obra de un vástago, sin duda —dedujo Helena mientras leía la descripción de un imposible asalto para robar un puñado de objetos de oro—. ¿Quién lo hizo?

—No lo sabemos. Dafne ha preguntado a todos los granujas y parias que conoce, pero, hasta el momento nadie ha reconocido su autoría.

El chico se acarició los labios con el pulgar. Era un gesto que su padre también hacía cuando le daba vueltas a algún asunto.

—No logramos explicarnos por qué robaron esas monedas de oro, y solamente esas monedas. Por lo que sabemos, no contienen ninguna magia que beneficie a cualquiera de las cuatro castas.

—Se lo preguntaré a la familia —dijo Helena al mismo tiempo que guardaba el pedazo de papel en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Se le escapó un gigantesco bostezo y enseguida se tapó la boca—. Perdóname, Héctor. Me cuesta una barbaridad mantener los ojos abiertos.

—Vine aquí porque sentía lástima de mí mismo, pero, ¿sabes qué?, ahora que he llegado, estoy más preocupado por ti. Parece que te hayan dado una paliza, Helena.

—Sí, sí, soy un desastre total y absoluto —se rio ella mientras intentaba arreglarse el pelo y alisarse la ropa—. El Submundo es…, en fin, exactamente tan horroroso como puedas imaginarte. Pero al menos ya no estoy sola, algo es algo.

—Orión. Es serio y responsable —opinó Héctor dejando las bromas a un lado. Helena se sorprendió ante el comentario, y este continuó—:

No lo conozco en persona, desde luego. Dafne nos puso en contacto cuando no tuve otra opción que irme de aquí. De vez en cuando nos enviamos mensajes y, para serte sincero, siempre está cuando le necesito. Ha tenido una vida dura y difícil, y sabe por lo que estoy pasando. Siento que puedo hablar con él.

—Tienes razón, resulta muy fácil hablar con Orión —aceptó Helena, algo pensativa. Se preguntaba si Héctor sabría algo más sobre la infancia del chico. La simple idea de que Héctor, y no ella, pudiera ser su confidente le fastidiaba. Quería ser ella quien escuchara los secretos de Orión, y no sabía qué significaba eso.

—Y se puede confiar en él. Me ayudó a encontrar a Dafne cuando se perdió en medio del océano. Es un vástago poderoso, Helena. Pero creo que es un buen amigo.

—Vaya, vaya. Cuánto entusiasmo —dijo Helena, aturullada por las alabanzas de Héctor—. ¿Qué pasa? ¿Has tenido un flechazo con Orión?

—Di lo que quieras —respondió Héctor sin seguirle el juego—. Mira, lo único que digo es que me cae bien. Eso es todo.

—Bueno, a mí me parece un buen chico —murmuró, sin saber que más decir.

—Y no veo razón para que pienses lo contrario. De hecho, me sorprende que solo te parezca un buen chico. No pasa nada —dijo Héctor—, pero es heredero de la casta de Atenas y Roma, y tú eres heredera de la casta de Atreo. Sabes lo que eso significa, ¿verdad?

—Que juntos uniríamos tres de las cuatro castas —respondió Helena arrugando la frente.

Helena había supuesto que los celos habían enloquecido a Lucas hasta el punto de volverse en contra de Orión, pero, después de considerarlo mejor, empezó a tener serias dudas. Quizá le daba lo mismo si Helena estaba con otro chico o no. Quizá lo único que le importaría era mantener las castas separadas.

—No estoy diciendo que no podáis tontear un tiempo —añadió Héctor enseguida, malinterpretando la expresión afligida de Helena—. Pero no podéis…

—¿No podemos qué, exactamente? —espetó Helena con brusquedad antes de cruzarse de brazos—. Va, continúa. Me muero por escuchar lo que dice el libro de reglas vástago sobre lo que puedo y no puedo hacer con Orión.

—Podéis divertiros y mucho, si queréis. No es por nada, pero he escuchado por ahí que los vástagos de la casta de Roma son especialistas en eso. Pero nada de intimar o compartir sentimientos, Helena —dijo con tono serio—. Ni hijos ni compromisos a largo plazo y, por lo que más quieras, criatura, no te enamores de él. Las castas deben permanecer separadas.

Le parecía muy raro estar hablando de esto con Héctor, aunque al mismo tiempo era natural. Helena sabía que no la estaba juzgando ni dándole lecciones. Lo único que deseaba era lo mejor para todos.

—Solo somos amigos —aclaró sin estar del todo convencida—. Ni Orión ni yo queremos nada más.

Héctor se quedó mirándola durante unos instantes, como si la compadeciera.

—El mundo entero podría enamorarse de ti y tú ni te darías cuenta, ¿me equivoco? Como ese chico tan extraño, el que estaba sentado en la cafetería. Podría pasarse horas y horas mirándote.

—¿Te refieres a Zach? —preguntó Helena, sorprendida—. Quizás hace un par de años te habría dado la razón, pero ya no. Zach me detesta.

—Entonces, ¿qué hace en una cafetería de pastelitos artesanales un sábado por la noche? —preguntó Héctor, algo dubitativo.

De repente, una idea le vino a la cabeza. Héctor empezó a escudriñar cada rincón del establecimiento hasta finalmente fijarse en el mostrador.

Estaba tan estupefacto que apenas podía gesticular.

—Lo sabe —susurro Héctor.

—Es imposible. Nunca le he contado nada.

—¿Siempre dejas tu teléfono por ahí?

Héctor señaló el mostrador y, como era de suponerse, el móvil de Helena estaba colocado justo al lado del trapo que había utilizado. Nunca dejaba el teléfono a la vista en el trabajo, especialmente ahora que empezaba a intercambiar mensajes con Orión.

Helena cruzó furiosa la cafetería para comprobar la primera pantalla que se iluminaba al desbloquear el teclado. Apareció la cadena completa de mensajes de Orión, incluso los últimos donde se leía cómo habían quedado en el Submundo.

Zach le había cogido el teléfono de su mochila para husmear en los mensajes. Sin dar crédito a lo que acababa de suceder delante de sus narices no podía apartar la mirada de la pantalla. ¿Cómo había podido traicionarla así?

—Estaba en la reunión de atletismo, ¿verdad? —preguntó Héctor con aire adusto—. Recuerdo haberle visto en el bosque, siguiéndoos a Claire y a ti.

Justo antes de que los Cien Primos aparecieran «misteriosamente» entre los árboles.

—Sí, estaba allí —farfulló, todavía desconcertada—. ¡Confiaba en él! No lo suficiente para desvelarle quién era en realidad, pero jamás pensé que sería capaz de hacerme daño.

—Bueno, lo sabe y, sin duda, está filtrando información a los Cien Primos.

No pueden haberme encontrado de otro modo. —Héctor miró la cadena de mensajes y dejó escapar un suspiro—. Y ahora también sabrán de tu relación con Orión.

Hasta el momento a Helena no se le había ocurrido tal cosa, pero, después del comentario de Héctor, le empezó a entrar pánico. Como granuja que era, Orión había pasado toda su vida ocultando su existencia a la casta de Tebas y, sin pretenderlo, Helena los había conducido directamente a él. La joven empezó a teclear un mensaje desesperado.

—No te olvides de decirle que se deshaga de su teléfono —añadió Héctor mientras daba vueltas por la cafetería, buscando cualquier signo que indicara un ataque inminente.

Helena le explicó la situación a Orión tan rápido como sus dedos se lo permitían.

Orión no parecía sorprendido en absoluto: «Incluso antes de conocerte sabía que en algún momento darían conmigo. Relájate. Me he preparado para esto».

Helena no podía creer que Orión pudiera mantener la calma. Le volvió a decir que Zach había leído la cadena de mensajes, pero él le contestó que esos mensajes serían indescifrables para los demás. Le explicó que no existía modo alguno de rastrear el teléfono móvil que utilizaba y que no podrían hallar su paradero. Por enésima vez le dijo que estaba a salvo y que dejara de preocuparse.

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