Cuando llegó a la segunda planta, preguntó a la enfermera de guardia si Lucía había recibido alguna visita. Se sintió decepcionada, al parecer, el doctor Quiroga finalmente no había podido hacer el largo viaje o, tal vez, nunca tuvo la intención y contestó su carta por mera compasión. «Qué tontería», se decía a sí misma a cada instante, mientras el hilo de seda chocaba, una y otra vez, con los bordes del agujero de metal. «¿Por qué iba a darme esperanzas si no tenía intención de venir?», suspiró profundamente y miró a la niña una vez más.
—Lucía, cariño, ¿qué estás pensando? —El rostro de Lucía estaba lleno de vida; Ana no estaba sufriendo una alucinación.
Tenía los ojos tan abiertos como la primera vez que la vio, derramando su transparente violeta, como recién barnizados. El rosa de sus mejillas había vuelto y sonreía mostrando el nácar de sus dientes. Lucía se incorporó con decisión, buscando mientras tanto con su mirada el violín, que estaba echado sobre la pared de su izquierda, y, sin perder el alegre semblante, comenzó a tocar. Esta vez su música sonaba diferente: las notas no se perdían en el vacío buscando un destino inexistente, se deslizaban vivas por un camino bien trazado, hacia su destinatario.
Más de ocho años llevaba Ana escuchando aquella melodía mañana y tarde, a las once y a las seis, y cada vez esperaba la primera nota con más ansiedad, era la única prueba que tenía de que Lucía seguía conectada al mundo. Se quedó como una estatua, sentada, con los brazos sobre las rodillas, con la hebra de hilo en una mano y la aguja en la otra. Contemplando el extraordinario milagro que a nadie que conociera a la niña hubiese pasado desapercibido: era la misma bonita muñeca que cada día tocaba el violín, pero con alma. Los viejos ojos de Ana vertieron su dicha.
Cinco pasos de Ángel por el pasillo habían sido suficientes para que los sensibles oídos de Lucía los reconocieran. Ella estaba absolutamente segura de que era él. No había hecho otra cosa en todos los años de internamiento que esperarlo. Era verdad que sus pies no presionaban las hojas secas del camino, sino el frío mármol del psiquiátrico; era verdad que aquellos pies parecían transportar un peso mayor y que los pasos eran más largos. Pero era él. Sabía que se acercaba y seguía tocando, con los ojos entornados, concentrada, deslizando el arco con maestría y suavidad, había ensayado durante años para ese día. Estaba tranquila, la espera había terminado y era un momento de gozo.
* * * *
Sacudido hasta el tuétano por la emoción, se adelantó a sus compañeros siguiendo el rastro de la música. Nunca hubiera imaginado volver a contemplar aquella bella imagen. Se quedó paralizado en la entrada de la habitación, le flaqueaban las piernas, pero se mantuvo entero; aquel concierto era para él y tenía que aguantar hasta el final.
Lucía ya era una mujer, la luz de la ventana atravesaba su gastado camisón esbozando su figura, envuelta en las infinitas ondas de su pelo. «¡Dios Santo, Lucía! Eres más hermosa aún de lo que recordaba. ¡Lucía!», gritaron sus entrañas.
Ni una sola de las personas que asistieron al momento rompió la magia. Cuerdos y locos se subieron a la nave del tiempo; por unos minutos, los unos se ausentaron de su realidad y los otros regresaron a ella.
La música paró. Ella levantó lentamente sus espesas pestañas y lo miró, igual que entonces, y él, igual que entonces, reconoció a través de aquellas ventanas los dos mares de invierno que tanto había añorado.
—¡Hola, Lucía! —dijo con la voz rota, resistiendo a duras penas la emoción.
Ella tragó saliva, su garganta estaba anquilosada y la notó extraña, de palo.
—Ho… Ho… —volvió a tragar saliva—. ¡Hola Á… Ángel!
—Esto es increíble —susurró el director.
—Hola, hola, hola… —repetía el loco que los recibió a la salida del ascensor.
Una interna comenzó a dar palmas sordas como si comprendiera el significado del momento, y lo había comprendido, estaba loca pero no era idiota. El resto de enfermos y el personal la acompañaron con entusiasmo.
—¡Lucía ha hablado!, ¡Lucía ha hablado! —gritaba emocionado el más joven de los compañeros de planta de Lucía.
Mientras don Ramón estuvo en éxtasis ante la escena, uno de los enfermos le había vaciado el bolsillo del pantalón y ahora jugueteaba con las llaves de su coche. Todos iban regresando a su mundo, como Lucía.
—¿Me perdonas por haber tardado tanto en venir a buscarte? —le preguntó implorando perdón.
—Sí. —Sonó ligero, alegre, inocente…, sonó como entonces.
Cinco pasos lo llevaron hasta ella y, de nuevo, un abrazo como el de aquellos niños indefensos y olvidados, habló por ellos.
* * * *
Ángel se estaba preparando un café, le esperaba una intensa jornada; era su última guardia en el servicio del doctor Quiroga. Lucía apareció en la cocina, iba descalza y llevaba un pijama a cuadros de Ángel, como entonces. Sus ojos iluminaron la estancia.
—Buenos días pequeña —saludó agarrando a Lucía de la cintura.
—Buenos días —respondió ella después de darle un tierno beso en la mejilla—. ¿Qué hora es?, ¿ya te vas?
—Sí, tengo un día muy duro. Anoche te quedaste hasta muy tarde leyendo, ¿algo interesante?
—Estuve leyendo los diarios de mi madre. ¿Sabes por qué me puso Lucía?
—Creo que me lo vas a contar.
—Lo tenía pensado dos meses antes de mi nacimiento. Según escribió, si tenía una hija, le pondría Lucía porque significa luz del día, la luz que acabaría con su larga y negra noche. Eso significaba yo para ella.
—Y para mí también, bueno, y para tu abuela y… Lucía. —La nombró antes de hacerle una pregunta importante.
—¿Sí? —respondió con la cabeza en su hombro. De todas las mujeres que había conocido, ella era la única que superaba en altura su hombro, como había soñado.
—¿Estás segura de que quieres volver? ¿Estás preparada?
—Sí, quiero que nuestro hijo nazca allí. —Se acarició el vientre y él la siguió—. Quiero que conozca sus raíces, educarlo allí. Necesito comprobar que soy capaz de pasearme por aquellas tierras en libertad, es importante para mí. ¿Y tú?, ¿estás seguro de que quieres trabajar en el mismo hospital donde mi abuela y yo estuvimos encerradas tantos años?
—Lo estoy deseando.
Camino del baño, Lucía encontró una carta de su abuela sobre el taquillón de la entrada, que Ángel había cogido la noche antes del buzón. La metió en el bolsillo de su pijama y a su vuelta la leyó junto a su compañero:
Queridos Ángel y Lucía:
Todo está preparado para vuestro regreso. No podéis imaginaros lo bonito que ha quedado el cortijo. Pedro ha estado pendiente de las obras constantemente y de mandar a Luisa todo lo que había quedado de Juanito. La pobre Luisa, vive esperando los jueves para ir a ver a su hijo a la cárcel. Herminia y yo nos hemos ocupado de la limpieza y os hemos preparado un dormitorio precioso, ayer mismo terminamos de plancharos las sábanas y haceros la cama.
Hace unas semanas plantamos flores alrededor de toda la casa y la primavera ha hecho maravillas en ellas.
Yo ya he escogido mi habitación, la que era de tu abuela materna, espero que no te importe.
Lucía paró un segundo de leer y sonrió.
Entre Herminia y yo hemos decidido que la casa de atrás sirva para ampliar la despensa y como almacén, no necesitamos caseros, Herminia, su marido, su hijo mayor y yo nos ocuparemos de vuestra casa.
No veo la hora de veros entrar por la puerta.
Un abrazo muy fuerte para los dos y cuidad a mi pequeñín.
Lucía puso una mano sobre su ombligo.
Se me olvidaba, Mari y Rosi os mandan muchos recuerdos.
Un beso de mi parte Lucía (esto no me lo ha dictado tu abuela).
La carta la había escrito Pedro.
A Lucía se le cayeron dos lágrimas, últimamente estaba muy sensible.
—Ya, ya, ¿otra vez estás llorando? —le dijo Ángel secándole las lágrimas a esposa con sus pulgares.
—Es que… no podía imaginar un final más feliz para nosotros.
—Pues sospecho que te queda mucho por llorar, esto es sólo el principio.
—¿Irás a verme esta noche?
—No me perdería el concierto por nada del mundo, me muero por ver la cara del público cuando te oiga.