Lucía Jerez (9 page)

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Authors: José Martí

Tags: #Drama

BOOK: Lucía Jerez
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—¡Ah no! pero tú no me apartarás a mí de ti. Yo te quito la bandera de las manos. Tú te quedas conmigo. ¡Yo soy lo más alto!

—No, Lucía: los dos juntos llevaremos la bandera. Yo te tomo para todo el viaje. Mira que, como soy bueno, no voy a ser feliz. ¡No te me canses! —y le besó la mano.

Lucía le acariciaba con los ojos la cabeza.

—Y el joven al fin siguió adelante: y los monjes lo hallaron muerto al día siguiente, medio sepultado en la nieve; pero con la mano asida a la bandera, que decía: «¡Más alto!». Pues bien, Lucía: cuando no te me pones majadera, cuando no me haces lo que ayer, que me miraste de frente como con odio y te burlaste de mí y de mi bondad, y sin saberlo llegaste hasta dudar de mi honradez, cuando no te me vuelves loca como ayer, me parece cuando salgo de aquí, que me brilla en las manos la bandera. Y veo a todo el mundo pequeño, y a mí como un gigante dichoso. Y siento mayor necesidad, una vehemente necesidad de amar y perdonar a todo el mundo. En la mujer, Lucía, como que es la hermosura mayor que se conoce, creemos los poetas hallar como un perfume natural todas las excelencias del espíritu; por eso los poetas se apegan con tal ardor a las mujeres a quienes aman, sobre todo a la primera a quien quieren de veras, que no es casi nunca la primera a quien han creído querer, por eso cuando creen que algún acto pueril o inconsiderado las desfigura, o imaginan ellos alguna frivolidad o impureza, se ponen fuera de sí, y sienten unos dolores mortales, y tratan a su amante con la indignación con que se trata a los ladrones y a los traidores, porque como en su mente las hicieran depositarias de todas las grandezas y claridades que apetecen, cuando creen ver que no las tienen, les parece que han estado usurpándoles y engañándoles con maldad refinada, y creen que se derrumban como un monte roto, por la tierra, y mueren aunque sigan viviendo, abrazados a las hojas caídas de su rosa blanca. Los poetas de raza mueren. Los poetas segundones, los tenientes y alféreces; de la poesía, los poetas falsificados, siguen su camino por el mundo besando en venganza cuantos labios se les ofrecen, con los suyos, rojos y húmedos en lo que se ve, ¡pero en lo que no se ve tintos de veneno! Vamos, Lucía, me estás poniendo hoy muy hablador. Tú ves, no lo puedo evitar. Si me oyeran otras gentes, dirían que era un pedante. Tú no lo dices, ¿verdad? Es que en cuanto estoy algún tiempo cerca de ti, de ti que nadie ha manchado, de ti en quien nadie ha puesto los labios impuros, de ti en quien mido yo como la carne de todas mis ideas y como una almohada de estrellas donde reclino, cuando nadie me ve, la cabeza cansada, estas cosas extrañas, Lucía, me vienen a los labios tan naturalmente que lo falso sería no recordarlas. Por fuera me suelen acusar de que soy rebuscado y exagerado, y tú habrás notado que ya yo hablo muy poco. ¿Qué culpa tengo yo de que sea así mi naturaleza, y de que al influjo de tu cariño enseñe todas sus flores?

Y le besó las dos manos, como pudiera un niño haber besado dos tórtolas.

Así, aunque no parezca cierto, suelen hablar y sentir algunos seres «vivos y efectivos», como dicen las lápidas de los nichos en que están enterrados los oficiales militares muertos en el servicio de la corona española. Así exactamente, y sin quitar ni poner ápice, era como sentía y hablaba Juan Jerez.

—Tú me perdonas, Juan —dijo Lucía antes de que hubieran pasado algunos momentos, bajos los ojos y la voz, como pecador contrito que pide humildemente la absolución de su pecado—. Juan yo no sé que es, ni sé para qué te quiero, aunque si sé que te quiero por lo mismo que vivo, y que si no te quisiera no viviría. Y mira, Juan, te miento; ahora mismo te estoy mintiendo, yo creo que no sé por qué te quiero, pero debo saberlo muy bien, sin notarlo yo, porque sé por qué pueden quererte los demás. Y como si te conocen, han de quererte como yo te quiero, ¡no me regañes Juan! ¡yo no quisiera que tú conocieses a nadie! ¡Yo te querría mudo, yo te querría ciego: así no me verías más que a mí, que le cerraría el paso a todo el mundo, y estaría siempre ahí, y como dentro de ti, a tus pies donde quisiera estar ahora! ¿Tú me perdonas, Juan? Luego, yo no soy soberbia, y no creo que yo solo soy hermosa: ¡tú dices que yo soy hermosa! yo sé que fuera de mí hay muchas cosas y muchas personas bellas y grandes; yo sé que no están en mí todas las hermosuras de la tierra, y como a ti te caben en el alma todas, y eres tan bueno que te he visto recoger las flores pisadas en las calles y ponerlas con mucho cuidado donde nadie las pise, creo, Juan, que yo no te basto, que cualquier cosa o persona hermosa, te gustaría tanto como yo, y odio un libro si lo lees, y un amigo si lo vas a ver, y una mujer si dicen que es bella y puedes verla tú. Quisiera reunir yo en mí misma todas las bellezas del mundo, y que nadie más que yo tuviera hermosura alguna sobre la tierra. Porque te quiero, Juan, lo odio todo. Y yo no soy mala, Juan; yo me avergüenzo de eso, y luego me entran remordimientos, y besaría los pies de los que un momento antes quería no ver vivos, y de mi sangre les daría para que viviesen si se muriesen; ¡pero hay instantes, Juan, en que odio a todas las cosas, a todos los hombres y a todas las mujeres! ¡Oh, a todas las mujeres! Cuando no estás a mi lado, y pienso en alguien que pueda agradar tus ojos u ocupar tu pensamiento, creémelo, Juan; ¡ni sé lo que veo, ni sé qué es lo que me posee, pero me das horror, Juan y te aborrezco entonces, y odio tus mismas cualidades, y te las echo en cara, como ayer, para ver si llegas tú a odiarlas, y a no ser tan bueno, y si así no te quieren! Eso es, Juan, no es más que eso. A veces, y te lo diré a ti solo, sufro tanto que me tiendo en el suelo en mi cuarto, cuando no me ven, como una muerta. Necesito sentir en las sienes mucho tiempo el frío del mármol. Me levanto, como si estuviera por dentro toda despedazada. Me muero de una envidia enorme por todo lo que tú puedas querer y lo que pueda quererte. Yo no sé si eso es malo, Juan: ¿tú me perdonas?

La magnolia, nuestra antigua conocida oyó, a las últimas luces de la tarde, el final de esta conversación congojosa.

Lindo es el montecito que domina por el Este a la ciudad, donde a brazo partido lucharon antaño, macana contra lanza y carne contra hierro, el jefe de los indios y el jefe de los castellanos, y de barranco en barranco abrazados, matándose y admirándose iban cayendo, hasta que al fin, ya exhausto, e hiriéndose con su propia macana la cabeza, cayó el indio a los pies del español, que se levantó la visera, dejando ver el rostro bañado en sangre, y besó al indio muerto en la mano. Luego, como que era recio de subir, le escogieron para sus penitencias los devotos, y es fama que por su falda pedregosa subían de rodillas en lo más fuerte del sol, los penitentes, contando el rosario.

Vinieron gentes nuevas, y como que el monte es corto y de forma bella, y desde él se ve a la ciudad, con sus casas bajas, de patios de arbolado, como una gran cesta de esmeraldas y ópalos, limpiaron de piedras y yerbajos la tierra que, bien abonada, no resultó ingrata; y de la mejor parte del monte hicieron un jardín que entre los pueblos de América no tiene rival, puesto que no es uno de esos jardinuelos de flores enclenques, y arbustos podados, con trocitos de césped entre enverjados de alambre, que más que cosa alguna dan idea de esclavitud y artificio, y de los que con desagrado se aparta la gente buena y discreta; sino uno como bosque de nuestras tierras, con nuestras propias y grandes flores y nuestros árboles frutales, dispuestos con tal arte que están allí con gracia y abandono, y en grupos irregulares y como poco cuidados, de tal manera que no parece que aquellos bambúes, plátanos y naranjos han sido llevados allí por las manos de jardinero, ni aquellos lirios de agua, puestos como en montón que bordan el estrecho arroyo cargado de aguas secas, fueron allí trasplantados como en realidad fueron: antes bien, parece que todo aquello floreció allí de suyo y con libre albedrío, de modo que allí el alma se goza y comunica sin temor, y no bien hay en la ciudad una persona feliz, ya necesita ir a decírselo al montecito que nunca se ve solo, ni de día ni de noche.

Por allí, en la tarde en que vamos caminando, halló Pedro Real razón para encontrarse a caballo, el cual dejó en la cumbre, mientras que, golpeándose con el latiguillo los botines, se perdía, sin recordar el cuadro de Ana, por la calle de los lirios. Por allí, y sin saber por cierto que Pedro andaba cerca, acababa Adela, con tres amigas suyas, que estrenaban unos sombreros de paja crema adornados con lilas, de bajar del carruaje, que en la cumbre, con los caballos, esperaba. Por allí, sin que lo supiese Adela tampoco, aunque sí lo sabía Pedro, andaban lentamente, con las dos niñas menores, Sol y doña Andrea: doña Andrea, que desde que el colegio le devolvió a su Sol y podía a su sabor recrear los ojos, con cierto pesar de verle el alma un poco blanda y perezosa, en aquella niña suya de «cutis tan trasparente —decía ella— como una nube que vi una vez, en París, en un medio punto de Murillo», andaba siempre hablando consigo en voz baja, como si rezase; y otras regañaba por todo, ella que no regañaba antes jamás, pues lo que quería en realidad, sin atreverse, era regañar a Sol, de quien se encendía en celos y en miedos, cada vez que oía preparativos de fiesta o de paseo, que por cierto no eran muchos, pero sobrados ya para que temiese con justicia doña Andrea por su tesoro. Ni con el mayor bienestar que con el sueldo de Sol en el colegio había entrado en la casa, se contentaba doña Andrea; y a veces se dio la gran injusticia de que aquella hermosura que ella tanto mimaba, y que desde la infancia de la niña cuidaba ella y favorecía, se la echase en cara como un pecado, que le llevó un día a prorrumpir en este curiosísimo despropósito, que a algunas personas pareció tan gracioso como cuerdo: «Si Manuel viviera, tú no serías tan hermosa». Enojábase, doña Andrea, cuando oía, allá por la hora en que Sol volvía con una criada anciana del colegio, la pisada atrevida del caballo de cierto caballero que ella muy especialmente aborrecía; y si Sol hubiese mostrado, que nunca lo mostró, deseos de ver la arrogante cabalgadura, fuera de una vez que se asomó sonriendo y no descontenta, a verla pasar detrás de sus persianas, es seguro que por allí hubieran encontrado salida las amarguras de doña Andrea, que miraba a aquel gallardísimo galán, a Pedro Real, como a abominable enemigo. Ni a galán alguno hubiera soportado doña Andrea, cuyos pesares aumentaba la certidumbre de que aquel que ella hubiera querido por tenerlo muy en el alma, que poseyese a su Sol, no sería de Sol nunca, por lo alto que estaba, y porque era ya de otra. Mas aquella mansísima señora se estremecía cuando pensaba que, por parecer proporcionados en la gran hermosura externa, pudiesen algún día acercarse en amores aquel catador de labios encendidos y aquella copa de vino nuevo. Sentía fuerzas viriles doña Andrea, y determinación de emplearlas, cada vez que el caballo de Pedro Real piafaba sobre los adoquines de la calle. ¡Como si los cuerpos enseñasen el alma que llevan dentro! Una vez, en una habitación recamada de nácar, se encontró refugiado a un bandido. Da horror asomarse a muchos hombres inteligentes y bellos. Se sale huyendo, como de una madriguera. Y ya se sabía por toda la ciudad, con envidia de muchas locuelas, que tras de Sol del Valle había echado Pedro Real todos sus deseos, sus ojos melodiosos, su varonil figura, sus caballos caracoleadores, sus ímpetus de enamorado de leyenda. Y lo despótico de la afición se le conocía en que, bruscamente, y como si no hubiera estado perturbando con vislumbres de amor sus almas nuevas, cesó de decir gallardías, a afectar desdenes a aquellas que más de cerca le tuvieron desde su llegada de París, ya porque de público se las señalase como las conquistas más apetecidas, ya porque lo picante de su trato le diese fácil ocasión para aquellas conversaciones salpimentadas que son muy de uso entre aquellos de nuestros caballeros jóvenes que han visto tierras, y suplen con lo atrevido del discurso la escasez de la gracia y el intelecto. La conversación con las damas ha de ser de plata fina, y trabajada en filigrana leve, como la trabajan en Génova y México.

En ser visto donde Sol del Valle había de verlo, ponía Pedro Real el mayor cuidado; en que no se la viera sin que se le viese a él; si al teatro, bajo el palco a que fue Sol, que fue el de la directora, y no más que dos veces, estaba la luneta de Pedro; si en Semana Santa, por donde Sol iba con Lucía y Adela, Pedro, sin piedad por Adela, aparecía. Decirle, nada le había dicho. Ni escribirle. Ni nadie afectaba, al saludarla en público, encogimiento y moderación mayores. Y parecía más arrogante, porque no iba tan pulido. Ni le decía, ni le escribía; pero quería llenarle el aire de él. A la salida del teatro, la segunda noche que fue a él Sol, ofrecía un pequeñuelo de sombrero de pita y pies descalzos un ramo de camelias color de rosa, que eran allí muy apreciadas y caras. Y en el punto en que salió Sol, y con rapidez tal que pareció a todos cosa artística, tomó el ramo Pedro Real, lo deshizo de modo que las camelias cayeron al suelo, casi a los pies de Sol, y dijo, como si no quisiera ser oído más que del amigo que tenía al lado: «Puesto que no es de quien debe ser, que no sea de nadie». Y como la fantasía que la hermosura de Sol arrancó a Keleffy era ya a manera de leyenda en la ciudad, Pedro Real, con tacto y profundidad mayores de los que pudieran suponérsele, compró, para que nadie volviese a tocar en él, el piano en que habían tocado aquella noche Sol y Keleffy.

Sonaban por la ciudad alegremente las chirimías, los pífanos y los tambores. Los balcones de la calle de la Victoria eran cestos de rosas, con todas las damas y niñas de la ciudad asomadas a ellos. Por cada bocacalle entraba en la de la Victoria, con su banda de tamborines a la cabeza, una compañía de milicianos. Unos llevaban pantalón blanco de dril, con casaquín de lana perla, cruzado el pecho de anchas correas blancas, con asta plateada. Otros iban de blanco y rojo, blanco el pantalón, la casaca roja. Iban otros más de ciudadanos, y aunque menos brillantes, más viriles: llevaban un pantalón de azul oscuro y uno como gabán corto y justo, cerrado con doble hilera de botones de oro por delante: el sombrero era de fieltro negro de alas anchas, con un delgado cordón de oro, que caía con dos bellotas a la espalda. En las esquinas iban las compañías tomando puesto. ¡Qué conmovedoras las banderas rotas! ¡Qué arrogantes, y como sacerdotes, los que las llevaban! Parecían altos aunque no lo fueran. No parecían bien, cerca de aquellos pabellones desgarrados, los banderines de seda y flores de oro en que con letras de realce iban bordados los números de las compañías. ¡Qué correr desalados, el de los muchachos por las calles! Verdad que hasta los hombres mayores, periódico en mano y bastón al aire, corrían. A algunos, se les saltaban las lágrimas. Parecía como que de adentro empujaba alguien a las gentes. Cuando una banda sonaba a distancia, como si estuviera yéndose, los muchachos, aun los más crecidos, corrían tras ella, con la cara angustiada, como si se les fuera la vida. Y los más pequeños, cruzando de un lado para otro, mirados desde los balcones, parecían los granos sueltos de un racimo de uvas. Las nueve serían de la mañana, y el cielo estaba alegre, como si le pareciese bien lo que sucedía en la tierra. Era el día del año señalado para llevar flores a las tumbas de los soldados muertos en defensa de la independencia de la patria. Entre compañía y compañía, iban carros enormes en la procesión, tirados por caballos blancos, y henchidos de tiestos de flores. Allá en el cementerio había, sobre cada tumba, clavada una bandera.

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