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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (34 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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Mellberg se sentó ante el escritorio, puso los pies encima de la mesa y cruzó las manos en la nuca. Se había ganado un sueñecito.

-¿P
or quién empezamos? —preguntó Martin, y salió del coche aparcado delante del bloque de apartamentos de alquiler.

—¿Qué tal Rolle?

Martin asintió.

—Sí, hace ya mucho que no hablamos con él. Le vendrá bien que le dediquemos un poco de atención.

—Pues esperemos que esté en condiciones de hablar.

Subieron la escalera y, una vez ante la puerta de Rolle, Paula llamó al timbre. Nadie acudía a abrirles, así que llamó otra vez. Entonces empezó a ladrar un perro.

—Joder, el pastor alemán. Se me había olvidado. —Martin se estremeció de miedo. No le gustaban los perros grandes, y los perros de los drogadictos se le antojaban muy poco de fiar.

—No es peligroso. Yo me lo he cruzado muchas veces. — Paula volvió a llamar y ahora sí se oyeron pasos al otro lado de la puerta, que se abrió despacio.

—¿Sí? —Rolle preguntó con cara de desconfianza, y Paula dio un paso atrás para que la viera bien. El perro ladraba furioso entre las piernas del amo, y parecía querer salir por la rendija de la puerta. Martin se plantó en el primer peldaño del tramo de escalera que subía al piso siguiente, aunque no se explicaba por qué debía sentirse más seguro allí subido.

—Paula, de la Policía de Tanum. Nos hemos visto un par de veces.

—Sí, claro, me acuerdo de ti —dijo, pero sin hacer amago de quitar la cadena y abrir la puerta del todo.

—Nos gustaría entrar un momento. Solo para hablar un rato.

—Solo para hablar un rato. Ya, eso ya lo había oído antes. — Rolle no se inmutó.

—Lo digo en serio. No venimos por ti. —Paula hablaba con serenidad.

—Bueno, bueno, pues adelante. —Rolle abrió la puerta.

Martin se quedó mirando al perro, que el amo tenía sujeto por el collar.

—Hola, chucho. —Paula se arrodilló y empezó a rascar al perro detrás de la oreja. El animal dejó de ladrar enseguida y se dejó acariciar de buen grado—. Eres una chica preciosa. Claro, claro, ahí te gusta que te rasque, ¿eh? —Continuó rascándole las orejas; la perra estaba encantada.


Nikki
es muy buena —dijo Rolle, que soltó el collar.

—Ven, Martin. —Paula le hizo una señal para que se acercara. Todavía vacilante, Martin bajó del peldaño y se acercó a Paula y a
Nikki
—. Deja que te diga hola, es muy buena.

Martin obedeció reticente. Empezó a rascar al enorme pastor alemán y recibió a cambio un lametón en la mano.

—¿Lo ves? Le has caído bien —dijo Paula con una sonrisa burlona.

—Mmm… —replicó Martin un poco avergonzado. La perra no parecía tan peligrosa así, vista de cerca.

—Bueno, ahora tenemos que hablar un poco con tu dueño. —Paula se levantó y
Nikki
ladeó la cabeza con expresión suplicante, antes de deslizarse hacia el interior del piso.

—Me gusta la decoración —dijo Paula mirando a su alrededor.

Rolle tenía alquilado un estudio, y era obvio que crear un ambiente acogedor no era para él una prioridad. El mobiliario se componía de una cama pequeña de madera cuyas sábanas no eran del mismo juego, un televisor enorme de los antiguos, que estaba en el suelo, un sofá marrón lleno de motas y una mesa baja y desportillada. Todo parecía sacado de un contenedor, y así sería, probablemente.

—Nos sentamos en la cocina —dijo Rolle, y se adelantó para guiarlos.

Martin sabía que, según los datos del archivo, tenía treinta y un años, aunque parecía por lo menos diez años mayor. Alto, pero algo encorvado, la melena grasienta le caía por encima del cuello desgastado de la camisa de cuadros. Los vaqueros estaban cuajados de manchas resecas y de desgarrones que no obedecían a ninguna moda, sino al largo camino recorrido.

—No tengo nada que ofreceros —dijo Rolle con sarcasmo, y chasqueó los dedos para llamar a
Nikki
, que se tumbó a su lado.

—No hace falta —respondió Paula. A juzgar por la cantidad de platos sucios que había en la encimera y en el fregadero, tampoco habría ninguna taza limpia, si hubieran querido tomar café.

—Bueno, ¿qué queréis? —Dejó escapar un suspiro y empezó a morderse la uña del pulgar derecho. Tenía las uñas tan mordisqueadas que se veían las yemas de los dedos plagadas de heridas.

—¿Qué sabes del chico de la escalera vecina? —Paula lo miraba fijamente.

—¿Qué chico?

—¿Tú quién crees? —dijo Martin, que se sorprendió llamando por señas a
Nikki
, para que se tumbara a su lado.

—El que encontraron con un tiro en la nuca, supongo. —Rolle no esquivó la mirada de Paula.

—Correcto. ¿Y?

—¿Qué? Yo no sé nada de eso. Ya lo dije cuando estuvisteis aquí la otra vez.

Paula miró inquisitiva a Martin, que asintió. Él había estado hablando con Rolle justo después del asesinato, el día que hicieron la primera ronda por el vecindario.

—Ya, pero desde entonces nos hemos enterado de algunas cosas. —A Paula se le endureció la voz de pronto. Martin pensó que no le gustaría tener ninguna diferencia con ella. Era bajita, pero más valiente que la mayoría de los tíos que conocía.

—¿Ah, sí? —respondió Rolle descarado, pero Martin advirtió que tenía curiosidad.

—¿Te has enterado de que unos niños encontraron una bolsa de cocaína aquí abajo? —preguntó Paula. Rolle dejó de morderse las uñas.

—¿Cocaína? ¿Dónde?

—En la papelera que hay delante del portal. —Señaló hacia la papelera, que se veía por la ventana de la cocina.

—¿Cocaína en la papelera? —repitió Rolle con cierta ansia en la mirada.

Debía de ser el sueño de cualquier drogadicto, pensó Martin. Encontrar una bolsa en una papelera. Como ganar la lotería sin haber jugado.

—Sí, y los niños la probaron. Tuvieron que llevarlos a Urgencias y podrían haber muerto —dijo Paula.

Rolle se pasó la mano por el pelo grasiento.

—Es una mierda. Los niños no deben tocar esas cosas.

—Tienen siete años. Creían que eran golosinas.

—Pero dices que han salido ilesos, ¿no?

—Sí. Y esperemos que nunca vuelvan a acercarse a esa mierda. La mierda en la que andas metido tú.

—Yo jamás les vendería a unos niños. Me conocéis, joder. Yo nunca daría droga a los niños.

—No, si lo sabemos. Ya te digo que la encontraron en la papelera. —Paula suavizó un poco el tono—. Pero hay ciertos vínculos entre el joven asesinado y la bolsa de cocaína.

—¿Qué vínculos?

—Eso no importa. —Paula subrayó sus palabras con un gesto de la mano—. Lo que queremos saber es si tú y él tuvisteis algún contacto, si sabes algo. Y no, no te vamos a meter ningún puro por eso —continuó antes de que Rolle pudiera decir nada—. Estamos investigando un asesinato, y eso es mucho más importante. En cambio, si nos ayudas, podría serte útil en el futuro.

Rolle parecía reflexionar a fondo. Luego, se encogió de hombros y suspiró.

—Lo siento. Lo vi alguna que otra vez de pasada, pero nunca cruzamos una palabra. No me parecía que entre él y yo hubiera nada de qué hablar. Pero si lo que decís es verdad, puede que tuviéramos más en común de lo que yo creía —dijo entre risas.

—¿Y no has oído nada de tus contactos? —intervino Martin.
Nikki
se había sentado a sus pies, y la estaba acariciando.

—No —dijo Rolle a disgusto. Le habría encantado ganarse unos puntos, pero era obvio que no sabía nada.

—Si oyes algo, nos llamarás, ¿verdad? —dijo Paula entregándole su tarjeta. Rolle volvió a encogerse de hombros y se guardó la tarjeta en el bolsillo trasero del pantalón.

—Claro. Encontráis solos la salida, ¿verdad? —Sonrió y alargó el brazo en busca de la caja de rapé que tenía en la mesa. Al subírsele la manga de la camisa, quedaron al descubierto los pinchazos del brazo. Rolle se metía heroína, no cocaína.

Nikki
los acompañó a la puerta en lugar del amo, y Martin le dio unas cuantas palmaditas antes de cerrar.

—Uno menos. Nos quedan tres. —Paula empezó a bajar las escaleras.

—Es una maravilla pasar el día de agujero en agujero en el barrio de la droga —dijo Martin, siguiéndola escaleras abajo.

—Con un poco de suerte, conocerás a más perros. Nunca he visto a nadie pasar tan rápido del pánico al enamoramiento.

—Es que era una perra preciosa —dijo Martin bajito—. Pero a mí me siguen dando miedo los perros grandes.

E
rica sintió como si le hubieran quitado un peso enorme de encima. En el fondo, era consciente de que aún quedaba mucho camino por recorrer, y que Anna podía caer de nuevo en el abismo. No había nada seguro. Al mismo tiempo, sabía que su hermana era una luchadora. Se había levantado en otras ocasiones contando solo con su voluntad, y Erica estaba convencida de que volvería a hacerlo.

Patrik también se había alegrado mucho la noche anterior cuando le contó los progresos de Anna. Aquella mañana se fue silbando al trabajo, y Erica esperaba que el buen humor le durase todo el día. Desde que estuvo ingresado en el hospital, exageraba un poco a la hora de vigilar su estado de ánimo. La paralizaba la idea de que a Patrik le ocurriera algo. Era su amigo, su amor y el padre de sus tres maravillosos hijos. No podía arriesgar todo aquello estresándose. Ella jamás se lo perdonaría.

—Hola, aquí estamos otra vez —saludó al entrar con el cochecito en la biblioteca.

—Hola —respondió May con tono alegre—. Claro, ayer no te dio tiempo de terminar, ¿no?

—Pues no, y hay varios libros de consulta a los que quería echar una ojeada. Pensaba aprovechar ahora que los niños se han dormido.

—Muy bien, pues ya sabes, si necesitas ayuda, aquí me tienes.

—Gracias —dijo Erica, y se sentó a una mesa.

Resultaría complicado encontrar lo que buscaba. Iba tomando notas de las referencias a otras fuentes de información, pero la mayoría conducían a un exceso de datos sobre otras islas y zonas de la comarca. De vez en cuando, no obstante, encontraba pepitas de oro diminutas que la animaban a seguir adelante. En otras palabras, como en cualquier investigación.

Se inclinó a echar un vistazo al cochecito. Los gemelos dormían tranquilos. Estiró un poco las piernas y siguió leyendo. Descubrió que le gustaban las historias de fantasmas. Hacía mucho tiempo que no leía ninguna. Cuando era pequeña devoraba las más terribles de cuantas caían en sus manos, desde Edgar Allan Poe hasta las sagas tradicionales nórdicas. Quizá por eso empezó su carrera literaria escribiendo acerca de casos reales de asesinato, como una prolongación de las cruentas historias de la niñez.

—Puedes fotocopiar lo que necesites llevarte —dijo May solícita.

Erica asintió y se levantó. Había dado con una serie de páginas que quería leer en casa más despacio. Sintió un cosquilleo muy familiar en el estómago. Le encantaba husmear e indagar y luego ir componiendo el rompecabezas pieza a pieza. Muy en particular, después de unos meses pensando solo en bebés, disfrutaba más aún de tener una actividad más adulta a la que dedicarse. Le había dicho a la editorial que empezaría a escribir el siguiente libro dentro de seis meses, y pensaba mantenerse firme en su decisión. Pero necesitaría algo con lo que entretener el cerebro hasta entonces, y aquello se le antojaba lo bastante suave para empezar.

Con un puñado de copias en el neceser de los niños, se marchó a casa tranquilamente. Los chicos seguían durmiendo. La vida era maravillosa.

-M
ierda de imbécil de mierda… —Patrik no solía expresarse de forma tan grosera, pero Gösta lo comprendía perfectamente. En aquella ocasión, Mellberg se había superado a sí mismo.

Patrik dio tal puñetazo en el salpicadero que Gösta dio un respingo.

—Oye, piensa en tu corazón.

—Ya, ya —dijo Patrik, y se obligó respirar hondo un par de veces y a tranquilizarse.

—Ahí —dijo Gösta señalando un aparcamiento vacío—. ¿Cómo lo organizamos? —añadió sin salir del coche.

—No hay ningún motivo para andarse con paños calientes —dijo Patrik—. De todos modos, lo leerán en los periódicos.

—Sí, ya lo sé, pero ahora debemos concentrarnos en resolverlo, con independencia de la que haya liado Mellberg.

Patrik miró a Gösta asombrado y un tanto avergonzado.

—Tienes razón. Lo hecho, hecho está, y tenemos que seguir trabajando. Propongo que empecemos por Erling, y luego con los demás compañeros de trabajo de Mats. A ver si alguno notó algo que relacionaran con el consumo de drogas.

—¿Algo como qué? —preguntó Gösta, con la esperanza de no parecer demasiado idiota, pero sencillamente, no comprendía lo que quería decir Patrik.

—Pues sí, si se había comportado de un modo extraño o diferente en algún sentido. Parecía muy recto, pero quizá recuerden algo que se saliera de lo normal.

Patrik salió del coche y Gösta lo siguió. No habían llamado para preguntar quiénes estaban en las oficinas del ayuntamiento, pero cuando hablaron con la recepcionista, comprobaron que habían tenido suerte. Todos estaban en sus puestos.

—¿Podrá recibirnos Erling? —Patrik se las arregló para que sonara como una orden, más que como una pregunta.

La chica de recepción asintió asustada.

—No tiene ninguna reunión —dijo señalando hacia el lugar donde Gösta ya sabía a aquellas alturas que se encontraba el despacho de Erling.

—Hola —dijo Patrik cuando llegaron a la puerta.

—¡Hombre, hola! —Erling se levantó y se acercó a saludarlos—. Adelante, adelante. ¿Cómo va todo? ¿Habéis avanzado algo? Por cierto que ya me he enterado de lo de esos niños, lo de ayer. Por Dios bendito, ¿qué va a ser de esta sociedad? — Volvió a sentarse.

Patrik y Gösta intercambiaron una mirada, y Patrik tomó la palabra.

—Bueno, parece que existe un vínculo —carraspeó un poco, dudando sobre cómo continuar—. Tenemos motivos para creer que Mats Sverin estaba relacionado con la cocaína que encontraron los chicos.

Se hizo un silencio compacto en el despacho. Erling se los quedó mirando y ellos aguardaron pacientemente. Su perplejidad parecía sincera.

—Yo… pero… ¿cómo? —balbució por fin, y meneó la cabeza.

—¿No sospechaste nada? —dijo Gösta, para facilitarle las cosas.

—No, de ninguna manera. Jamás habríamos sospechado siquiera nada por el estilo. —No quedaba ni rastro de su habitual verborrea.

—¿No había ningún indicio de que Mats tuviera algún problema? ¿Cambios de humor, retrasos en el trabajo, que le costara cumplir el horario, una conducta extraña? —Patrik examinó a Erling, que parecía sincero.

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