—Ellen —atajó la señora Samuelson.
La señorita Kebler se sonrojó, tartamudeó unas palabras y calló. Su señora comentó agriamente:
—Y mientras la señora Kebler se inclinaba sobre el cochecito de un niño que nada tenía que ver con ella, aquel atrevido pícaro cortó la correa de
Nanki Poo
y se lo llevó.
La señorita Kebler murmuró, llorosa:
—Todo ocurrió en un segundo. Miré a mi alrededor y no vi a
Nanki...
tan sólo tenía en mi mano la correa cortada. ¿Tal vez le gustaría verla, señor Poirot?
—De ninguna manera —se apresuró a contestar el detective, pues no quería hacer colección de correas cortadas—, parece que poco después recibió usted una carta.
La historia era exactamente la misma. La carta y las amenazas de violencia respecto a las orejas y el rabo de
Nanki Poo
. Sólo dos cosas eran diferentes: la suma de dinero solicitada, que ascendía a trescientas libras, y la dirección a que debía remitirse. Esta vez era el comandante Blackleigh, en el Harrington Hotel, 76, Clonnel Garden, Kensington.
La señora Samuelson prosiguió:
—Cuando me devolvieron sano y salvo a
Nanki Poo
, fui yo misma a esa dirección. Después de todo, se trataba de trescientas libras.
—Naturalmente.
—La primera cosa que vi fue el sobre en que había enviado el dinero, metido en una especie de casillero que había en el vestíbulo. Mientras esperaba a que acudiera la propietaria me guardé el sobre en el bolsillo. Pero por desgracia...
—Por desgracia —terminó Poirot—, cuando lo abrió vio que sólo contenía unos recortes de papel.
—¿Cómo lo sabe? —La señora Samuelson se volvió espantada hacia él.
Poirot se encogió de hombros.
—Como es natural,
chére madame
, el ladrón se cuidó de recoger el dinero antes de devolver el perro. Reemplazó los billetes por trozos de papel y repuso el sobre en el casillero para que no advirtieran su falta.
—Allí no se había hospedado nunca nadie que se llamara comandante Blackleigh.
El detective sonrió.
—Desde luego, mi marido se incomodó muchísimo al saberlo. A decir verdad, estaba fuera de sí... completamente fuera de sí.
—¿No se puso usted... ejem... completamente de acuerdo con él, antes de mandar el dinero?
—Claro que no —contestó con decisión la señora Samuelson.
Poirot la miró con expresión inquisitiva y ella explicó:
—No me atreví. Los hombres son muy especiales cuando se trata de dinero. Jacob hubiera insistido en acudir a la policía y yo no podía arriesgarme a ello. Tal vez le hubiera ocurrido algo a mi pequeñito
Nanki Poo
. Como es lógico, cuando todo hubo pasado tuve que decírselo a mi marido, porque debía explicar las causas de que hubiera puesto en descubierto mi cuenta corriente.
—Eso es..., eso es... —comentó Poirot.
—Nunca lo vi tan furioso. Los hombres —dijo la señora Samuelson, mientras se ajustaba un elegante brazalete de diamantes y daba vuelta a las sortijas que llevaba en los dedos— no piensan en otra cosa más que en el dinero.
Hércules Poirot subió en el ascensor hasta las oficinas de sir Joseph Hoggin. Entregó su tarjeta y le anunciaron que sir Joseph estaba ocupado en aquel momento, pero que le recibiría tan pronto le fuera posible. Al cabo de un rato, una arrogante rubia salió del despacho de sir Joseph, llevando en la mano gran cantidad de papeles. Al pasar dirigió una mirada desdeñosa al estrambótico hombrecillo que esperaba.
Sir Joseph estaba sentado tras una inmensa mesa de caoba. En la barbilla tenía una mancha de carmín.
—Bien, señor Poirot. Siéntese. ¿Tiene algo nuevo que contarme?
El detective contestó:
—El asunto en sí es de una simplicidad encantadora. En cada uno de los casos, el dinero se envió a una de esas pensiones u hoteles privados en los que no hay portero ni encargado de recepción y donde gran cantidad de huéspedes entran y salen continuamente, incluyendo entre ellos un buen porcentaje de militares retirados. Resulta, pues, facilísimo para cualquiera, entrar en el vestíbulo, o retirar una carta del casillero. Luego, o bien puede llevársela, o puede sacar el dinero y reemplazarlo por recortes de periódicos. Por lo tanto, en todas las ocasiones, nos encontramos con que la pista termina en un callejón sin salida.
—¿Quiere usted decir que no tiene idea de quién lo hizo?
—Tengo algunos proyectos; mas harán falta unos pocos días para llevarlos a la práctica.
Sir Joseph lo miró con curiosidad.
—Buen trabajo. Entonces, cuando tenga que informarme de alguna cosa...
—Iré a su casa.
—Si llega usted al fondo de este asunto, habrá llevado a cabo un excelente trabajo —opinó sir Joseph.
—No tiene por qué preocuparse; no fracasaré. Hércules Poirot nunca falla.
Sir Joseph Hoggin miró fijamente al hombrecillo.
—Tiene usted mucha confianza en sí mismo, ¿verdad? —preguntó.
—Enteramente, y con razón.
—Bien —sir Joseph se recostó en su sillón—: Ya sabe que antes de la caída siempre está orgulloso uno de lo bien que sabe andar.
Hércules Poirot, sentado frente a la estufa eléctrica, que le producía una plácida satisfacción por su diseño geométrico, daba instrucciones a su criado y factótum.
—¿Has entendido, George?
—Perfectamente, señor.
—Lo más probable será un piso o departamento pequeño. Debe encontrarse dentro de un aérea limitada. Al sur del parque, al este de la iglesia de Kesington, al oeste de los cuarteles de Knightsbridge y al norte de Fullham Road.
—Comprendido, señor.
Poirot observó:
—Es un caso curioso. Demuestra que hemos topado con un verdadero talento para la organización. Y tenemos, además, la sorprendente invisibilidad del actor principal... el propia león de Nemea, si puedo llamarlo así. Un caso muy interesante. Desearía que mi cliente me fuera más atractivo, pero, por desgracia, se parece a un fabricante de jabón, de Lieja, que envenenó a su esposa para poder casarse con una secretaria rubia que tenía. Fue uno de mis primeros éxitos.
George sacudió la cabeza y dijo gravemente:
—Esa rubias, señor, son responsables de una gran cantidad de disgustos.
Tres días después, el inapreciable George anunció:
—Ésta son las señas, señor.
Hércules Poirot cogió el trozo de papel.
—Excelente, George. ¿Y qué día de la semana?
—Los jueves, señor.
—Los jueves. Hoy, por fortuna, es jueves. Por lo tanto, no necesitamos esperar.
Veinte minutos después, el detective subía las escaleras de un humilde bloque de viviendas situada en una calleja que derivaba de una vía más transitada. El número 10 de Rosholm Mansions estaba en el tercer piso, que era el último; y no había ascensor. Poirot subía trabajosamente la angosta escalera de caracol.
Se detuvo para recobrar el aliento en el último descansillo. Por debajo de la puerta del número 10 salió un ruido que vino a romper el silencio. El agudo ladrido de un perro.
Poirot hizo un gesto afirmativo con la cabeza y sonrió ligeramente. Oprimió el botón del timbre.
Los ladridos crecieron en intensidad. Se oyó el ruido de unos pasos que se acercaban y se abrió la puerta...
La señorita Carnaby dio un paso atrás llevándose una mano al amplio pecho.
—¿Me permite que entre? —preguntó Hércules Poirot.
Y sin aguardar la respuesta pasó adelante.
A su derecha vio abierta la puerta de un saloncito y entró por ella. La señora Carnaby, como si anduviera en sueños, siguió al detective.
La habitación era pequeña y estaba atestada de chismes. Entre ellos se veía un ser humano; una mujer anciana tendida en un sofá, cerca de la estufa de gas. Cuando entró Poirot, un perrito pequinés saltó del sofá y avanzó lanzando unos cuantos ladridos recelosos.
—¡Aja! —dijo Poirot—. ¡Éste es el primer actor! ¿Cómo estás, amiguito?
Se inclinó y extendió la mano. El perro la olfateó mientras sus inteligentes ojos no se apartaban de la cara del recién llegado.
La señora Carnaby murmuró desmayadamente:
—¿Lo sabe todo, entonces?
Hércules Poirot, asintió.
—Sí, lo sé —miró a la mujer del sofá—. Su hermana, ¿verdad?
La señorita Carnaby contestó mecánicamente:
—Sí, Emily... éste es el señor Poirot.
Emily Carnaby dio un respingo y exclamó:
—¡Oh!
—¡
Augusto
! —llamó su hermana.
El pequinés la miró, movió la cola y luego resumió su escrutinio de la mano de Poirot. De nuevo meneó la cola ligeramente.
Poirot cogió al perro con suavidad, tomó asiento y puso a
Augusto
sobre sus rodillas.
—Ya he capturado al león de Nemea. He llevado a cabo mi tarea.
Amy Carnaby preguntó con voz seca y dura:
—¿Lo sabe usted todo, en realidad?
Poirot asintió otra vez.
—Así lo creo. Usted organizó este negocio, contando con la ayuda de
Augusto
. Salió con el perrito de su señora a dar el acostumbrado paseo, lo trajo aquí y luego se dirigió al parque, pero llevándose a
Augusto
. El guarda la vio acompañada de un pequinés, como siempre, y la niñera, si alguna vez damos con ella, asegurará que cuando usted le habló llevaba consigo un perro de tal raza. Pero mientras conversaba con la niñera cortó usted la correa y
Augusto
, perfectamente adiestrado, escapó sin esperar un momento y vino directamente a casa. Pocos minutos después dio usted la alarma diciendo que le habían robado el perro.
Hubo una gran pausa. La señorita Carnaby se enderezó orgullosa y con cierta patética dignidad.
—Sí —dijo—. Ocurrió todo de esa forma. Y yo... no tengo nada más que decir.
La mujer que se hallaba tendida en el sofá empezó a llorar suavemente.
—¿Nada en absoluto, señorita? ¿Está segura? —preguntó Poirot.
—Nada —replicó la señorita Carnaby—. He sido una ladrona... y me han descubierto.
El detective murmuró:
—¿No tiene usted nada que decir... en su propia defensa?
Una mancha encarnada se extendió de pronto por las pálidas mejillas de la señorita Carnaby.
—No... no me pesa lo que hice. Estoy segura de que es usted un hombre bondadoso, señor Poirot, y que tal vez me comprenderá. Sepa usted que he tenido una gran preocupación.
—¿Preocupación?
—Sí. Supongo que será difícil de entender para un caballero. No soy una mujer inteligente, ni poseo preparación adecuada para desempeñar otro oficio que el que tengo actualmente. Además, me estoy haciendo vieja y el porvenir me aterra. No he sido capaz de ahorrar nada..., ¿y cómo podía hacerlo si tenía que cuidar de Emily? Y a medida que tenga más edad seré más incompetente y no habrá nadie que necesite mis servicios. Quieren gente joven y activa. Conozco a muchas que se encuentran en mi situación. Cuando nadie te necesita tienes que vivir en un cuarto miserable, sin fuego y con no mucho para comer; hasta que por fin ni siquiera puedes pagar el alquiler... Existen asilos, desde luego, pero no resulta fácil entrar en ellos si no se tienen amigos influyentes; y yo no los tengo. Hay muchísimas mujeres como yo; pobres seres inútiles, sin nada más en perspectiva que un miedo mortal a la vejez...
Su voz tembló.
—Así fue como —continuó hablando— algunas de nosotras nos unimos... y lo planeé todo. En realidad fue
Augusto
quien me lo sugirió. Ya sabe usted que para mucha gente un pequinés es exactamente como otro. Tal como creemos que son los chinos. Aunque, desde luego, es ridículo pensar una cosa así. Cualquiera que entienda algo de perros no confundirá a
Augusto
con
Nanki Poo
, con
Shan Tung
y con otro pequinés.
Augusto
es mucho más inteligente y más fino; pero, como le dije, para la mayoría de la gente, un pequinés no se diferencia de otro.
Augusto
me dio la idea... Contando también con el hecho de que la casi totalidad de las señoras adineradas tienen perros pequineses.
Poirot sonrió.
—Ha debido ser un sustancioso... negocio —dijo—. ¿Cuántas componen la banda? ¿O tal vez sería mejor preguntarle si han llevado a efecto con éxito estas operaciones frecuentemente?
La señorita Carnaby contestó:
—
Shan Tung
hizo el número diecisiete.
El detective levantó las cejas.
—Le felicito. Su organización tuvo que ser excelente.
Emily Carnaby intervino.
—Amy fue siempre una gran organizadora. Nuestro padre, que fue vicario de Kellington, en Essex, no se cansaba de repetir que Amy era un verdadero genio planeando cosas. Ella se encargaba en todas las ocasiones de los preparativos para las fiestas y tómbolas de caridad.
Poirot hizo una pequeña reverencia y dijo:
—De acuerdo. Como delincuente, señorita, es usted de las mejores.
Amy Carnaby exclamó:
—¡Yo una delincuente! ¡Dios mío, eso es lo que soy...! Aunque nunca tuve la impresión de serlo.
—¿Qué sintió, entonces?
—Tiene usted mucha razón. Infringía la ley. Pero, compréndame... ¿cómo se lo explicaría? Casi todas esas mujeres que utilizan nuestros servicios son groseras y desagradables. Lady Hoggin, por ejemplo, nunca mide el alcance de las palabras que me dirige. El otro día dijo que el tónico que suele tomar tenía un gusto raro y prácticamente me acusó de haber estado manipulando con él. Y más cosas por el estilo —la señora Carnaby enrojeció—. Todo ello es realmente desagradable. Y lo que más enfurece es e! no poder decir nada ni contestar como se merece. Supongo que me comprenderá.
—La comprendo a la perfección —contestó Poirot.
—Y ver cómo malgastan el dinero... es irritante. Sir Joseph nos relata a veces los
coups
que da en la City... cosas que en la mayor parte de las ocasiones me parecen francamente deshonestas, si bien he de reconocer que mi cabeza no comprende los misterios de las finanzas. Pues bien, señor Poirot, todo esto me trastornaba y creí que si le quitaba un poco de dinero a esta gente, la cual, al fin y al cabo, había tenido pocos escrúpulos en conseguirlo, no iba a perjudicarse por la pérdida... En resumen, creí que aquello no estaría mal.
—Un moderno Robin Hood —comentó Poirot—. Dígame, señorita Carnaby, ¿hubiera usted llevado a cabo alguna vez las amenazas que intercalaba en sus cartas?