—Líbrate de esa jodida chaqueta que llevabais siempre tú y tus amigos —dijo Gronevelt con aspereza—. Esa mierda de Las Vegas Ganador. No te imaginas lo que me irritaba esa chaqueta cuando os veía a los tres paseándoos por el casino con ella. Y eso es lo primero que puedes recordarme. Decirle a ese jodido tendero que no pida más chaquetas de ésas.
—Vale —dijo Cully.
—Echemos otro trago y luego puedes irte —dijo Gronevelt—. Tengo que echar un vistazo al casino dentro de un rato.
Tomaron otro trago y Cully se quedó atónito cuando Gronevelt hizo un brindis chocando los vasos para celebrar su nueva relación. Esto le animó a preguntar qué le había pasado a Cheech.
Gronevelt movió la cabeza con tristeza.
—Quizás deba explicarte algunos datos básicos sobre la vida de esta ciudad. Ya sabes que Cheech está en el hospital. Oficialmente le atropelló un coche. Se recuperará, pero nunca volverás a verle en Las Vegas hasta que tengamos otro sheriff.
—Yo creí que Cheech estaba relacionado —dijo Cully. Bebió un trago de su vaso. Permanecía muy alerta. Quería saber cómo funcionaban las cosas a nivel de Gronevelt.
—Tiene muy buenas relaciones en el este —dijo Gronevelt—. Los amigos de Cheech querían incluso que yo le ayudase a salir de Las Vegas. Pero les dije que no me era posible.
—No lo entiendo —dijo Cully—. Usted tiene más poder que el sheriff.
Gronevelt se acomodó en su asiento y bebió lentamente. Como hombre más viejo y más sabio, siempre le resultaba agradable instruir a los jóvenes. E incluso mientras lo hacía, sabía que Cully estaba halagándole, que probablemente Cully conocía todas las respuestas.
—Mira —dijo—, nosotros podemos arreglar las cosas con el gobierno federal, con nuestros abogados y con los tribunales; tenemos jueces y tenemos políticos. De una u otra forma, podemos resolver las cosas con el gobernador o con las comisiones de control del juego. La oficina del sheriff controla la ciudad tal como nosotros queremos. Puedo coger el teléfono y conseguir que prácticamente cualquiera sea expulsado de la ciudad. Estamos creando la imagen de Las Vegas como un lugar absolutamente seguro para los jugadores. No podemos conseguirlo sin la ayuda del jefe de policía. Ahora bien, para ejercer ese poder tiene que tenerlo y nosotros tenemos que dárselo. Tenemos que tenerle contento. Tiene que ser, además, una determinada especie de tipo con determinados valores. No puede dejar que un hampón como Cheech le pegue a su sobrino sin que pase nada. Tiene que romperle las piernas. Y tenemos que dejarle. Yo tengo que dejarle. Cheech tiene que dejarle. La gente de Nueva York tiene que dejarle. Es un pequeño precio que hay que pagar.
—¿Tan poderoso es el jefe de policía? —preguntó Cully.
—Tiene que serlo —dijo Gronevelt—. No tenemos otro medio de lograr que esta ciudad funcione. Y él es un tipo listo, un buen político. Seguirá en su puesto los diez años próximos.
—¿Por qué sólo diez? —preguntó Cully.
Gronevelt sonrió.
—Será demasiado rico para trabajar —dijo—. Y es un trabajo muy duro.
Cuando Cully se fue, Gronevelt se preparó para bajar al salón del casino. Eran ya casi las dos de la madrugada. Hizo su llamada especial al ingeniero del edificio para que bombease oxígeno puro a través del sistema de aire acondicionado del casino para que los jugadores permaneciesen bien despiertos. Luego decidió que debía cambiarse de camisa. Por alguna razón, se le había puesto húmeda y pegajosa durante su charla con Cully. Y mientras se cambiaba, dedicó a Cully más detenidos pensamientos.
Pensaba que podía entender perfectamente a aquel hombre. Cully había creído que el incidente con Jordan era algo negativo para él en su relación con Gronevelt. Por el contrario, Gronevelt se había quedado encantado al ver que Cully apoyaba a Jordan en la mesa de bacarrá. Tal hecho demostraba que Cully no era sólo el tramposo normal y corriente, sino que era un tramposo en lo más profundo de su corazón.
El padre de Valerie arregló las cosas para que yo no perdiese mi trabajo. El tiempo que había pasado fuera se justificó como vacaciones y enfermedad, así que incluso me pagaron el mes que estuve holgazaneando en Las Vegas. Pero cuando volví, el comandante del ejército, mi jefe, estaba un poco enfadado. Yo no me preocupaba por eso. Si estás en el Servicio Civil Federal de Estados Unidos de Norteamérica y no eres ambicioso, y no te importa que te humillen un poco, tu jefe no tiene ningún poder.
Yo trabajaba de ayudante administrativo en las unidades de la reserva del ejército. Dado que las unidades se reunían sólo una vez por semana para instrucción, yo era responsable de todo el trabajo administrativo de las tres unidades que tenía asignadas. Era un trabajo muy pesado. Tenía a mi cuidado un total de seiscientos hombres, debía hacer sus nóminas, mimeografiar sus manuales de instrucciones, toda esa mierda. Tenía que comprobar el trabajo administrativo de las unidades realizado por el personal de la reserva. Preparaban informes para sus reuniones, tramitaban las órdenes de ascenso. En realidad, todo esto no era tanto trabajo como parecía salvo cuando las unidades se iban al campamento de instrucción de verano para una estancia de dos semanas. Entonces yo estaba muy ocupado.
En nuestra oficina el ambiente era muy cordial. Había otro civil llamado Frank Alcore que era mayor que yo y pertenecía a una unidad de la reserva para la que trabajaba como administrativo. Frank, con lógica impecable, me convenció de que debía venderme. Trabajé con él dos años sin enterarme de que estaba haciendo chanchullos. Sólo lo descubriría al volver de Las Vegas.
Las unidades de reserva de Estados Unidos eran lugar de cabildeo político. Por sólo asistir a una reunión dos horas semanales recibías paga de día completo. Un oficial podía llevarse sobre los veinte billetes. Un suboficial, con el plus de antigüedad, diez. Más derechos de pensión. Y durante las dos horas simplemente ibas a reuniones de instrucción o te dormías viendo una película.
La mayoría de los administrativos civiles se incorporaban a la reserva del ejército. Salvo yo. Mi sombrero mágico adivinó un posible riesgo. Si había otra guerra, las unidades de la reserva serían las primeras que pasarían al ejército regular.
Todos pensaban que yo estaba loco. Frank Alcore me suplicó que me incorporase. Yo había sido soldado tres años en la Segunda Guerra Mundial, pero él me dijo que podía conseguir que me nombrasen sargento por mi experiencia civil como administrativo de una unidad del ejército. Era un chollo, hacías tu deber patriótico y ganabas paga doble. Pero me resultaba odiosa la idea de recibir órdenes otra vez, aunque sólo fuese dos horas por semana y dos semanas en el verano. Como subalterno, tenía que seguir las órdenes de mis superiores. Pero hay una gran diferencia entre órdenes e instrucciones.
Cada vez que leía en la prensa informes sobre la fuerza de reserva magníficamente entrenada de nuestro país, meneaba la cabeza. Un millón de hombres tocándose los huevos. Me preguntaba por qué no abolirían todo aquello. Pero un montón de ciudades pequeñas dependían de nóminas de la reserva del ejército para sustentar sus economías. Muchos políticos de las legislaturas estatales y del Congreso eran oficiales de la reserva de muy elevado rango y ejercían notable presión.
Y entonces pasó algo que cambió toda mi vida. La cambió sólo por un breve período de tiempo pero la cambió para mejor, tanto económica como psicológicamente. Me convertí en estafador. Cortesía de la estructura militar de Estados Unidos.
Poco después de volver de Las Vegas, los jóvenes de Norteamérica se dieron cuenta de que si se alistaban en el programa de servicio activo de seis meses recién aprobado obtendrían un beneficio neto de dieciocho meses de libertad. El joven reclutable no tenía más que alistarse en el programa de la reserva y hacer un período en el ejército regular de seis meses en Estados Unidos. Tras esto, hacía cinco años y medio en el ejército de la reserva. Lo cual significaba ir a una reunión de dos horas por semana y a un campo de verano de dos semanas en servicio activo. Si esperaba y le reclutaban, tendría que hacer dos años completos, y quizás en Corea.
Pero había muy pocas plazas en el ejército de reserva. Por cada vacante había cien solicitudes, y Washington estableció un sistema de cuotas. Las unidades que yo manejaba recibieron una cuota de treinta plazas por mes. El primero que llegaba se llevaba el puesto.
Finalmente, tuve una lista de casi mil nombres. Yo controlaba administrativamente la lista y jugaba limpiamente. Mis jefes, el comandante asesor del ejército regular y un teniente coronel de la reserva al mando de las unidades, tenían la autoridad oficial. A veces situaban furtivamente a un favorito en cabeza. Cuando me decían que lo hiciese, yo nunca protestaba. ¿Qué coño me importaba? Yo estaba trabajando en mi libro. El tiempo que dedicaba al trabajo era sólo para conseguir el cheque.
Las cosas empezaron a ponerse más difíciles. Cada vez se reclutaban más jóvenes. Cuba y Vietnam acechaban en el horizonte. Por entonces, me di cuenta de que pasaba algo raro. Y tenía que ser muy raro para que yo me diese cuenta, porque no tenía el menor interés por mi trabajo ni por sus detalles e incidentes.
Frank Alcore era mayor que yo, estaba casado y tenía un par de hijos. Teníamos la misma graduación como funcionarios, operábamos con independencia, él tenía sus unidades y yo tenía las mías. Los dos ganábamos la misma cantidad de dinero, unos cien billetes por semana. Pero él pertenecía a su unidad de la reserva como sargento y ganaba otro grande extra al año. Sin embargo, venía al trabajo en un Buick nuevo y lo aparcaba en un garaje próximo que le costaba tres billetes diarios. Apostaba a todos los juegos de pelota, fútbol americano, baloncesto y béisbol, y yo sabía lo que costaba eso. Y me preguntaba de dónde demonios sacaría la pasta. Le tanteé y me guiñó un ojo y me dijo que tenía un sistema. Le iba muy bien con las apuestas. En fin, aquél era mi rollo, era mi terreno... y sabía que lo que me decía era cuento. Luego, un día me llevó a comer a un buen restaurante italiano de la Novena Avenida y me enseñó todas sus cartas.
Cuando tomábamos café me preguntó:
—¿Cuántos tipos alistas por mes en tus unidades, Merlyn? ¿Qué cuota recibes de Washington?
—Treinta el mes pasado —dije—. La cosa varía entre veinticinco y cuarenta, según cuántos tipos perdamos.
—Esos puestos de alistamiento valen dinero —dijo Frank—. Puedes ganar mucha pasta.
No contesté. Luego siguió:
—Basta con que me dejes utilizar cinco de tus plazas por mes —dijo—. Yo te daré cien billetes por cada una.
No me tentó. Quinientos billetes al mes significaban para mí una subida en mis ingresos del cien por cien. Pero moví la cabeza y le dije que lo olvidara. Era muy orgulloso. Nunca había hecho nada deshonesto en mi vida adulta. Era rebajarme, convertirme en un vulgar recogedor de propinas. Después de todo, era un artista. Un gran novelista esperando ser famoso. Ser deshonesto era ser un villano. Habría ensuciado la imagen narcisista que tenía de mí mismo. No importaba que mi mujer y mis hijos estuviesen al borde de la pobreza. No importaba que yo tuviese que tomar un trabajo extra de noche para poder llegar a fin de mes. Yo era un héroe nato. Aun así, la idea de que los chicos
pagasen
por entrar en el ejército me divertía.
Frank insistió.
—No corres ningún riesgo —dijo—. Esas listas pueden falsificarse. No hay ninguna matriz. No tendrás que coger el dinero de los chicos ni hacer tratos. Todo eso lo haré yo. Sólo tienes que alistarlos cuando yo te lo diga. Entonces, el dinero pasará de mi mano a la tuya.
En fin, si él me daba a mí cien, tenía que conseguir doscientos. Y tenía unos quince puestos propios de alistamiento, y al precio de doscientos cada uno, eran tres grandes por mes. De lo que yo no me daba cuenta era de que él no podía usar los quince puestos. Los oficiales al mando de sus unidades tenían gente que se cuidaba de eso. Jefes políticos, congresistas, senadores de Estados Unidos, mandaban a sus hijos para eludir el reclutamiento. Le quitaban a Frank el pan de la boca y, claro, Frank estaba enfadado. Sólo podía vender cinco puestos al mes. Aun así, eran mil dólares al mes libres de impuestos... De cualquier modo, seguí diciendo que no.
Hay toda clase de excusas que puedes montarte antes de acabar estafando. Yo tenía una imagen determinada de mí mismo. De que era honrado y nunca diría una mentira ni engañaría al prójimo. Que jamás haría nada sucio por dinero. Pensaba que era como mi hermano Artie. Artie era honrado hasta la médula. No había posibilidad de que él estafase nunca. Solía contarme historias sobre las presiones que ejercían sobre él en el trabajo. Como ingeniero químico encargado de examinar fármacos y drogas nuevos para la Food & Drug Administration, se encontraba en una posición de poder. Ganaba bastante, pero cuando realizaba sus comprobaciones descalificaba muchos de los productos que los otros químicos federales aprobaban. Entonces, le abordaron las grandes empresas productoras y le hicieron entender que tenían trabajos que daban mucho más dinero del que él pudiese ganar en su vida. Si era un poco más sensible, podría progresar en el mundo. Artie lo rechazó. Luego, por fin, uno de los productos que vetó, fue aprobado por un superior. Al cabo de un año, el producto tuvo que ser prohibido por los efectos tóxicos sobre los pacientes, algunos de los cuales murieron. Todo el asunto saltó a la prensa y Artie fue un héroe durante un tiempo. Y le ascendieron incluso al grado más alto del servicio civil. Pero le hicieron entender que nunca subiría más. Que nunca llegaría a ser jefe de la agencia por su falta de comprensión de los imperativos políticos del trabajo. A él le daba igual y yo estaba orgulloso de él.
Yo quería vivir una vida honrada, ésta era mi gran obsesión. Me ufanaba de ser un hombre realista, así que no pretendía ser perfecto. Pero cuando hacía alguna cochinada, no la aprobaba ni me engañaba a mí mismo, y normalmente no volvía a hacerla. No obstante, con frecuencia me sentía decepcionado en el fondo, dada la cantidad de cochinadas que puede hacer una persona, y me veía así cogido siempre por sorpresa.
En fin, tenía que convencerme a mí mismo de que debía convertirme en un tramposo. Quería ser honrado porque me sentía más cómodo diciendo la verdad que mintiendo. Me sentía más a gusto inocente que culpable. Me lo había pensado bien. Era un deseo pragmático, no romántico. Si me hubiese sentido más cómodo siendo mentiroso y ladrón, lo habría sido. Y en consecuencia, era tolerante con los que actuaban así. Era, pensaba yo, su rollo, no necesariamente una elección moral. Yo afirmaba que la moral no tenía nada que ver con aquello, pero en realidad no me lo creía. En el fondo creía en el bien y el mal como valores.