Los tipos duros no leen poesía (17 page)

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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

BOOK: Los tipos duros no leen poesía
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—Parece que te gusta leer —dijo.

—Un mal hábito —dijo Monroy y ambos sonrieron—. Fui maquinista en la marina mercante un montón de años. Cuando tienes que hacer guardia horas y horas al lado de un motor, no te queda mucho más que hacer.

El hombre grande asintió, comprensivo. A Monroy le pareció que en ese momento ocurría algo muy extraño en su rostro. Era como si, de pronto, por arte de magia, se encontrara, no ante un enemigo, sino ante alguien que experimentaba mucha empatía hacia él. Como si sintiera exactamente lo mismo, una especie de extraño vínculo de hermandad con Monroy, el individuo se acercó a la mesa, abrió la otra lata y echó un trago, pero volvió a situarse junto a las estanterías, esta vez en las que quedaban a la altura del comedor.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó el hombre grande.

—Empezamos por las presentaciones. Tú ya sabes mi nombre, supongo.

—Me llamo Horacio.

Monroy sonrió. Sabía que el hombre grande seguramente no se llamaba así, pero resultaba más cómodo tener un nombre propio con el que dirigirse a él.

—Bueno, Horacio. Te vas a cagar de risa, pero yo no sé bien de qué va todo esto.

—Pues mejor para ti —respondió el otro—. Me da la impresión de que te viene un poco grande. No te ofendas, pero, para ser sincero, esto es lo que hay.

—No me ofendo. Y seguro que tienes razón. Por eso te invité a subir: para quitarme el muerto de encima.

—Pues, cuanto antes, mejor.

—Espérate ahí, Horacio. No corras, que te caes. Te voy a dar la caja, o la llave de la taquilla donde está la caja, pero antes quiero saber el terreno que piso.

El cuerpo del hombre grande se puso tenso. Su rostro se ensombreció al advertirle:

—No te hagas el listo conmigo. Me vas a dar la llave sí o sí.

Monroy soltó una carcajada.

—¿De qué coño te ríes?

—No te pongas tenso, hombre. Tú eres un tío inteligente. No me creerás tan idiota como para llevar la llave encima, ¿verdad? —La sorpresa cambió el color de la piel del hombre grande—. Imagínate: tomarme todo este trabajo, el paseíto hasta la biblioteca y todo eso, para luego arriesgarme a que me metas cuatro hostias y me quites la llave ¿Tú te has pensado que yo me caí de un guindo o qué? Te voy a dar la llave, eso te lo prometo. Pero antes quiero, por lo menos, tener una vaga idea de por qué todo esto.

El hombre grande dejó la lata sobre la mesa. Durante unos instantes, Monroy temió que se echara sobre él. Sin embargo, permaneció así, impertérrito, mientras él continuaba hablando.

—Mira, Horacio, yo me vi metido en esta movida de rebote. La viuda de Hossman y su abogado contactaron conmigo para que localizara la caja en casa de Laura Jordán. Meterme en las casas de la gente no es mi estilo, así que contacté con un conocido que se dedica a esas cosas. Se llamaba José María y le decían el Ministro. Y ahora está muerto, con un tiro en la barriga. Sospecho que el Ministro debió de intentar hacer negocios por su cuenta. Yo cometí el error de darle muchos detalles, entre ellos el nombre de la gente que me contrataba, gente bastante —se detuvo un instante, buscando la palabra apropiada—. Bastante popular. Seguro que no le resultó difícil contactar con ellos e intentar sacarles una pasta. Pero se pasó de listo y algo fue mal en el negocio.

—Él se lo buscó, supongo —dijo el hombre grande, con indiferencia.

—Después apareció muerta Laura Jordán. Y, por cierto, me da la impresión de que ella era la legítima propietaria de la caja. Aunque puede que no tuviera ni puta idea de por qué era tan importante.

—¿Y tú? —le espetó, de pronto, el hombre grande.

—¿Yo qué?

—¿Tú tienes idea de por qué es importante la caja?

—Ni zorra —mintió Monroy lo mejor que pudo—. No tiene nada. Está vacía. La he mirado por todos lados. Y es una caja de esas cutres, fabricadas en China. De hecho, esta mañana compré una casi idéntica por tres euros. Así que no tengo ni puta idea de por qué es importante. Pero sí sé una cosa.

—Y seguro que me la vas a decir —apostilló el otro, sintiendo impaciencia.

—Sé que tú no eres el tipo duro de la Escudero y el abogado.

—¿Ah, sí, listillo? ¿Y por qué crees eso?

—Porque ellos, a quien habían llamado para localizar la caja, era a mí.

—¿Y no puede ser que tú seas un torticero de mierda y que me llamaran a mí para solucionar tus chapuzas?

—No creo. Bueno, lo de torticero, no te digo que no sea verdad, porque en este rollo me he cubierto de gloria. Pero creo que no; que tu jefe es, precisamente, quien le está apretando las tuercas a la Melania y al otro. Y que se las está apretando tanto que estaban acojonados y por eso contactaron conmigo.

El hombre grande dio, por primera vez, un bufido de verdadera exasperación.

—Tú no sabes hasta qué punto te estás buscando la ruina. Cada minuto que pasas sin darme la llave es un paso que das hacia el depósito de cadáveres —le escuchó decir Monroy con aquella voz de vicetiple al día siguiente de la Fiesta de la Rama.

—No —respondió con toda la frialdad del mundo, por primera vez desafiante—. No lo sé, Horacio, o como mierda te llames. No sé hasta qué punto. ¿Por qué no me lo explicas tú?

El hombre grande meditó un instante y luego dijo muy lentamente:

—Vale. Te lo voy a decir una vez, una sola vez, para que lo entiendas. De acuerdo: yo no trabajo para estos dos gilipollas. Mi jefe está bastante más arriba. Pero es que, por encima de mi jefe, hay otro. Y ese es todavía más peligroso que el mío. Tan peligroso que ahora mismo están a punto de desembarcar en el Muelle Deportivo tres mexicanos con los que no te agradaría encontrarte. Tipos muy violentos, ¿me entiendes? De esos que van cargados con cacharras y a los que les importa una mierda utilizarlas contra quien sea. Si me das la llave ahora y te dejas de chorradas, puede ser que yo llegue a tiempo de que se estén quietos. Pero, si no, la Melania, el abogado, tú y hasta yo mismo, nos vamos a acordar del día que nacimos. ¿Lo copias o te hago un mapa, listillo?

Monroy no se esperaba aquello. Podía tratarse de un farol. Pero había algo que le indicaba lo contrario: el temblor, la inquietud que pobló la voz del hombre grande al mencionar a los matones.

—Esto no es una broma —añadió el hombre, apartando una de las sillas y sentándose, obviando ya la posibilidad de cualquier amenaza—. Si les doy algo que los deje contentos, puede ser que escapemos. Si no, estamos todos de mierda hasta el cuello. Así que dime qué coño quieres. ¿Dinero? ¿Un seguro de vida? ¿La promesa de que nadie va a hacerte nada? Porque, como tardes un poco más, eso no voy a poder prometértelo ni yo.

—Solo quiero dos cosas. —Ante el respingo del hombre grande, Monroy se apresuró a aclarar—: No te preocupes. Las dos son sencillitas. La primera, que me digas dónde coño están la Escudero y el abogado.

—¿Y a ti qué más te da?

—Pues la cosa es que no terminamos de zanjar el negocio. No sé a ti, pero a mí no me gusta que me tomen el pelo dos pijos de mierda.

El hombre grande sonrió.

—Están en Mogán. En la villa de Hossman. Y no creo que se muevan de ahí hasta que llegue la criada mañana por la mañana. ¿Satisfecho?

—Sí —dijo Monroy, bebiéndose de un trago lo que le quedaba de cerveza.

—¿Y la otra cosa?

—Eso es todavía más fácil —respondió Monroy, eructando sonoramente—. Un euro.

El hombre grande comprendió y dejó escapar una risita. Se levantó y, rebuscando en su bolsillo, encontró una moneda que dejó sobre la mesa.

—Hay que reconocer que los tienes cuadrados, Eladio —opinó—. Bueno, ¿dónde está la llave?

—Detrás de ti. Tercera estantería a la derecha, dentro del
Cuaderno de Nueva York
, de.

—De Pepe Hierro —dijo el otro, volviéndose para buscar el libro, mientras Monroy se quedaba boquiabierto.

Al hombre grande no le costó localizar el libro, en la edición de tapas rosadas que conocía tan bien. Sacó de él el llavín, que pendía de un llaverito de plástico en el que estaba inscrito el número 23. Cuando se volvió nuevamente hacia Monroy, aún la boca de este dibujaba una O. Le pareció una reacción divertida, así que pensó que podía permitirse un pequeño alarde de erudición y recitó de memoria:

Después de todo, todo ha sido nada,.

a pesar de que un día lo fue todo.

Después de nada, o después de todo,.

supe que todo no era más que nada.

Monroy enarcó las cejas. Luego sonrió.

—Esto no te cuadra.

—¿Por qué no? —dijo el hombre grande.

—Porque tú pareces un tipo duro.

—¿Y?

—Que se supone que los tipos duros no leen poesía.

—Vas a tener que dejar de ver tantas películas americanas, Eladio —dijo el otro, con sincera cordialidad.

—Todavía tienes una hora. La biblioteca cierra a las nueve —le informó Monroy a modo de respuesta.

Ahora, mientras el otro se encaminaba hacia la puerta, se levantó para acompañarle. Antes de salir, el hombre grande se volvió y le ofreció la mano.

—Un placer hacer negocios contigo —dijo al mismo tiempo que estrechaba con su manaza la diestra de Monroy, mirándole fijamente con una sonrisa leve.

—Lo mismo digo.

Sin perder la sonrisa, el hombre grande añadió:

—Me caes bien, Eladio. Pero si estás intentando pegármela, volveré. Y entonces no seré tan amable. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé —respondió Monroy, antes de que el otro tomara las escaleras.

Le escuchó descender pesada y rápidamente los escalones durante un par de tramos. Después cerró la puerta y metió la mano bajo la mesa del comedor. Extrajo de allí la grabadora, que aún llevaba adherida la cinta aislante con la cual la había pegado a la parte inferior de la tabla. Comprobó que había recogido la conversación y le cambió las pilas.

La metió en la bandolera antes de cruzarse esta última sobre el hombro. Después se metió en el bolsillo el bolígrafo y se dirigió hacia la puerta. Si era verdad lo que había dicho el tipo duro, tenía que darse prisa.

35

E
l hombre grande dudó entre coger el coche o no. La biblioteca estaba muy cerca. Prefirió andar y evitarse, así, problemas de tráfico o de aparcamiento. Tardó, quizá, cinco minutos en llegar. Subió la rampa, entró en el edificio, fue directamente a las taquillas, encontró la número 23, sacó la bolsa de deportes, comprobó que la caja estaba dentro y salió de la biblioteca.

A buen paso, tardó aún menos tiempo en regresar a la calle Murga y se metió en el Touran, después de constatar que la Express de Eladio Monroy ya no estaba aparcada en la calle. Seguramente, estaría camino de Mogán, pensó. Había algo en todo aquello que no terminaba de gustarle, pero no sabía exactamente qué. Experimentaba una sensación parecida a la que tiene quien se ha dejado las luces encendidas antes de salir de casa y no se da cuenta hasta que ya está en el trabajo.

La intención del hombre grande era ir a esperar a los mexicanos al Muelle Deportivo, entregarles la caja y dar carpetazo al asunto. Sin embargo, sentía esa punzada, indicándole que no todo andaba bien, que algo fundamental se le había escapado. Abrió la bolsa, sacó la caja y la examinó. Con ayuda de la navaja, hizo saltar el doble fondo que, alarmantemente, no estaba sellado con masilla, tal y como Melania Escudero le había explicado que debía estar. No obstante, sí que había un folio doblado en cuatro, aunque el hombre grande ya sabía que no contenía lo esperado. Efectivamente, al desdoblarlo, escrita en grandes moldes rojos practicados con un rotulador, figuraba la siguiente inscripción:

SI ESTÁS LEYENDO ESTO, ES QUE ERES IDIOTA.

El hombre grande sintió al mismo tiempo cómo la sangre le hervía en las venas y cómo la cara se le quedaba colorada de vergüenza. Aquel tipo le había engañado como a un niño. Después de estrellar el puño contra el salpicadero y de arrojar la caja en el asiento del acompañante, puso en marcha el Touran.

Descubrió que aquella no era la única sorpresa que iba a llevarse cuando el coche se movió con dificultad solo unos centímetros, produciendo un horrible chasquido de chapa contra la calzada. Entonces se dio cuenta de lo que realmente había pasado por alto al subirse al automóvil; lo que había mirado pero no había visto, al regresar; aquello que había producido la punzada.

Salió del coche para comprobar, más airado que sorprendido, que las cuatro ruedas se habían convertido en cuatro guiñapos de caucho. Sencillamente, las habían apuñalado.

—Si no es putada esa —oyó decir a sus espaldas.

Al volverse, fulminó con la mirada al adolescente que había pronunciado esas palabras. El chico, que acababa de pasar a su lado, agachó la cabeza y se hizo brujo oliéndose que, si no actuaba así, pagaría él las consecuencias de la putada.

El hombre grande reprimió la patada que estuvo a punto de darle a la carrocería. Lo único que le faltaba era lesionarse un pie. Miró el reloj y luego se puso a buscar en la guantera los documentos de la empresa de alquiler de coches. Con un poco de suerte, le traerían otro hasta allí mismo. Era un servicio habitual. Lo que se preguntó fue cuánto tardarían en hacerlo. Porque, si de algo carecía en ese momento, era, precisamente, de tiempo.

36

A
Eladio Monroy no le costó encontrar Villa Hossman. Sabiendo que estaba en Mogán (eso se lo había contado la misma Escudero), no le había resultado difícil elegir entre el pueblo y el puerto. Y, una vez elegido el pueblo, no hizo falta más que parar en el primer bar que vio. La excusa fue perfecta: al Bar Toribio le habían encargado entregar un pedido en Villa Hossman. El camarero (y seguramente propietario del bar) le explicó el camino de mala gana, preguntándose qué coño haría la pija aquella pidiendo comida a un bar de Telde, cuando el suyo estaba tan cerca. Pero, sea como fuere, indicó a Monroy la dirección correcta: aquella carretera que serpenteaba por la ladera hasta llegar a la parte más alta del valle. Después volvió a centrar su atención en la tele, donde iba a comenzar el partido de fútbol.

Ya había cerrado la noche cuando Monroy estacionó junto a la tapia, pero él, por precaución, no había encendido los faros. La puerta tenía un mecanismo de apertura electrónica, en la cual se encontraba endosada otra puerta más pequeña, con cerradura independiente. Junto al azulejo en el que estaban dibujadas las palabras Villa Hossman, había un interfono al que no se preocupó en llamar. No le costó atisbar por encima de la tapia. Vio un jardín, junto al patio en el que se encontraban aparcados un Audi TT y un Mazda 323. También, al lado de la puerta, la caseta de un perro. A juzgar por el tamaño, tenía que tratarse de algún bicharraco descomunal, pero debía de estar atado o borracho, porque no percibió ladrido ni movimiento canino alguno al asomar la cabeza. Las luces del patio y el jardín estaban encendidas, así como las del piso superior, donde había una enorme terraza.

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