Los terroristas (15 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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—¿No había nadie a su alrededor que pudiera...?

Ella le interrumpió y pareció agitarse por primera vez durante aquella conversación.

—Nadie, excepto un loco de remate, tiene la oportunidad de hacer algo así. Entre nuestro círculo de amistades no hay ningún chiflado, y he de decirle, señor comisario, que pensase lo que pensase la gente de mi marido, no había nadie que le odiara hasta ese punto.

—No era mi intención criticar a su marido o a sus conocidos —dijo Martin Beck—; sólo quiero decir que a lo mejor se sentía amenazado, o a lo mejor alguien se ha sentido maltratado por él...

Ella le volvió a interrumpir.

—Walle no maltrataba a nadie. Era bueno y hacía lo que podía por sus empleados. El gremio en el que trabajaba es duro y difícil, y a veces había que ser cruel para no sucumbir, eso lo había dicho alguna vez, pero de ahí a que le hubiera hecho algo tan grave a alguien, no me lo puedo imaginar, la verdad.

Vació su copa de jerez y encendió un cigarrillo, y Martin Beck esperó a que se serenase.

Martin Beck miró por la ventana. Por el césped venía un hombre con ropas de trabajo de color azul.

—Alguien viene —dijo.

La señora Petrus miró hacia el hombre.

—Ése es Hellström, nuestro jardinero —dijo.

El hombre de azul torció hacia la derecha junto a la piscina y desapareció de su vista.

—¿Tiene usted otros empleados, aparte de la señora Pettersson y el jardinero? —preguntó Martin Beck.

—No. La señora Pettersson se ocupa de la casa, y dos veces a la semana viene una asistenta. Y Hellström no es sólo el jardinero de esta casa, sino que cuida otros jardines de por aquí. No vive aquí, sino en una casita en el terreno del vecino.

—¿También se ocupa del coche?

Ella asintió.

—Los coches. Walle tenía un Bentley y yo un Jaguar pequeño. Hellström se encarga de los dos coches, y a veces llevaba a Walle a la ciudad. A Walle no le gustaba conducir, o sea que Hellström también hacía de chófer. A veces, también iba yo a la ciudad al mismo tiempo que Walle, pero yo prefería conducir mi propio coche y él prefería ir en el Bentley.

—¿No conducía nunca su marido?

—Raramente, a no ser en casos extremos, pero no le gustaba nada.

Señaló la copa con el dedo y miró hacia la puerta. Después se levantó y dijo:

—Voy a llamar a la señora Pettersson. El único defecto de esta casa es que no hay timbre para llamar a la cocina.

Salió, y la oyó gritarle a la señora Pettersson que trajera la botella de jerez. Luego volvió a sentarse en el sofá.

Martin Beck esperó a hacerle la siguiente pregunta hasta que la señora Pettersson hubo colocado la botella de jerez sobre la mesa y se hubo alejado; bebió un trago de cerveza, que estaba empezando a calentarse y a perder presión, y dijo:

—Señora Petrus, ¿sabía usted que su marido tenía relaciones con otras mujeres?

Ella respondió en seguida, mirándole a los ojos.

—Naturalmente que lo sabía, y conocía su relación con la mujer en cuya casa ha sido asesinado. Ha sido su amante durante dos años. No creo que tuviera otros asuntos; quizá alguno esporádico, pero tampoco era ningún mozo ya. Como le he dicho antes, yo no tengo prejuicios y dejaba que Walle viviera su vida como le pareciera.

—¿Conoce a Maud Lundin?

—No, y tampoco tengo ningunas ganas de conocerla. Walle sentía una cierta atracción por las mujeres vulgares, y me parece que esa tal señora Lundin es de ese tipo.

—¿Ha tenido usted relaciones con otros hombres?

Ella le miró un rato y contestó:

—No creo que tenga nada que ver con el asunto.

—Lo tiene; de lo contrario, no se lo habría preguntado.

—Si está pensando en que yo tenía un amante que ha matado a Walle por celos, puedo decirle que se equivoca. Tengo, efectivamente, un amante desde hace varios años, pero él y Walle eran buenos amigos y mi esposo aceptaba nuestra relación mientras fuera discreta. No pienso decirle cómo se llama.

—No creo que sea necesario —dijo Martin Beck.

Chris Petrus se pasó el dorso de la mano por la frente y cerró los ojos; fue un gesto muy teatral. Tenía ojeras.

—Y ahora puedo decirle que me deje en paz —dijo—. La verdad es que no resulta nada divertido estar aquí hablando sobre la vida privada de Walle y la mía con un desconocido.

—Lo siento, de veras, pero mi trabajo consiste en intentar encontrar a la persona que mató a su marido, y por esa razón me veo obligado a hacer una serie de preguntas indiscretas, con el fin de formarme una idea de lo que pueda haber motivado su muerte.

—Usted me prometió por teléfono que la conversación sería breve —protestó ella quejumbrosa.

—No la voy a molestar con más preguntas por ahora —dijo Martin Beck—, pero quizá tenga que volver, yo o alguno de mis compañeros, y le ruego que me permita llamarla en ese caso.

—Sí, sí —asintió la señora Petrus impaciente.

Él se levantó y ella volvió a tenderle elegantemente su mano mientras continuaba sentada.

Cuando salía por el arco, aquella vez ya sin tropezar en el escalón, oyó el rumor de la botella de jerez al verter más vino en la copa.

La señora Pettersson estaba seguramente ocupada en las regiones superiores de la residencia, pues pudo oír sus pasos y el ronquido de una aspiradora.

El jardinero tampoco se veía por ninguna parte, y las puertas del garaje estaban cerradas.

Cuando salió por la puerta principal vio que en el marco exterior había células fotoeléctricas, probablemente conectadas a algún sistema de alarma en la casa. Eso explicaba que la señora Pettersson le hubiera abierto sin necesidad de tocar el timbre.

Mientras atravesaba el césped vio al jardinero, que terminaba de cortar la hierba alrededor de la mansión de los Petrus. Se detuvo y pensó en acercarse a él para conversar un rato, pero el hombre, que había estado agachado unos momentos antes, se levantó y se alejó con pasos rápidos. Entonces empezó a resoplar una boquilla de aspersor y a lanzar unos finos hilillos de agua sobre el césped verdísimo.

Martin Beck continuó caminando, en dirección a la estación. Iba pensando en Rhea, y en que le contaría cómo era la familia Petrus y en qué ambiente vivían, y sabía de antemano cuál sería su reacción.

7

Al día siguiente de la fiesta del solsticio de verano llegó a la jefatura de policía de Märsta un hombre joven y entregó al inspector de guardia un objeto pesado y largo, envuelto en papel de periódico.

Desde el día del asesinato de Rotebro habían pasado diecinueve días, y los resultados de las investigaciones habían sido bastante pobres. La inspección técnica había aportado muy pocos datos dignos de atención o de interés, ni siquiera una huella digital que no fuera las del propio Walter Petrus, Maud Lundin o cualquiera de sus conocidos o personas cuya presencia en la casa se considerase normal. Lo único que podía pensarse que proviniera del asesino era una huella de pisada delante de la puerta del jardín.

Se habían realizado numerosos interrogatorios a vecinos, parientes, empleados, amigos y conocidos, y, mientras crecía todo ese material, también se iba clarificando la imagen del propio Walter Petrus. Tras una fachada de generosidad y jovialidad se ocultaba un hombre duro e inmisericorde, desprovisto de escrúpulos a la hora de conseguir sus propósitos. Su comportamiento sin conciencia en la esfera de los negocios le había granjeado numerosos antagonistas, pero las personas de su entorno que pudieran tener motivos suficientes para asesinarle tenían todas clarísimas coartadas. Aparte de su mujer y de sus hijos, no había ninguna persona que se pudiera beneficiar económicamente de su muerte.

El inspector de guardia hizo llegar el paquete al comisario de homicidios Pärsson, quien lo abrió, echó un vistazo a su contenido e hizo pasar al joven que lo había traído.

Señaló la barra de hierro envuelta en papel de periódico.

—¿Qué es eso, y por qué nos lo ha traído?

—Es una cosa que encontré en Rotebro —dijo el hombre—. Pensé que podía tener algo que ver con el asesinato de ese Petrus. Leí algo en el periódico, y allí decía que el arma homicida no había sido hallada en el lugar del crimen. Tengo un amigo que vive en la casa de enfrente de donde sucedió, y esta noche he dormido allí. Naturalmente, hablamos del crimen, y, cuando encontré esto esta mañana, he pensado que podía ser el arma homicida. En fin, que he pensado que lo más adecuado era entregárselo a la policía.

Miró a Pärsson y continuó con aire de duda:

—Por si acaso, porque nunca se sabe.

Pärsson asintió.

Algunos días antes, una mujer había enviado unas tenazas por correo y en una carta acusaba a su vecino del crimen. Las tenazas las había encontrado en el garaje del vecino, y daba el razonamiento de que, ya que estaban manchadas de sangre y el vecino ya había cometido un crimen anteriormente, lo que tenía que hacer la policía era simplemente ir allí y detenerle. Luego se supo que la mujer estaba mal de los nervios y era paranoica, que estaba convencida de que su vecino se había cargado a su gato, que llevaba tres meses sin aparecer, y, finalmente, que las manchas rojas eran de pintura.

—¿Dónde lo ha encontrado? —preguntó Pärsson.

—En realidad, fue Emil el que lo encontró —dijo el joven.

—¿Emil?

—Mi perro. Es que fuimos a pasear por el campo y a Emil se le enredó la correa en unos arbustos, y al irlo a soltar vi la barra en el suelo.

Pärsson volvió a asentir.

El joven parecía un poco inseguro, y Pärsson le dijo amablemente:

—Ha sido muy amable al venir. ¿Podría usted indicarnos el lugar exacto en donde la encontró si fuera necesario?

—Desde luego; clavé una rama para señalar el lugar, por si acaso.

—Muy bien —dijo Pärsson—, muy comprensible. Deje ahí afuera su nombre y el número de teléfono por si hubiera que llamarle en caso necesario.

—A lo mejor, sólo es un barrote de hierro cualquiera, pero, como leo la Enciclopedia del Detective Práctico, pues... —dijo el joven desde la puerta.

Una hora más tarde, el paquete se hallaba sobre la mesa de Martin Beck, en la Jefatura de la zona sur. Examinó la barra de hierro y la comparó con las ampliaciones de la fractura craneal de la víctima. Después descolgó el teléfono y llamó al laboratorio Criminal del Estado, en Solna. Pidió hablar con Oskar Hjelm, jefe de sección del laboratorio.

Hjelm parecía irritado, como de costumbre.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó.

—Una barra de hierro —dijo Martin Beck—. Por lo que veo, muy bien podría ser la que mató a Walter Petrus. Naturalmente, ya sé que tienes mucho trabajo, pero ¿me harías el favor de ocuparte de esto lo antes posible?

—¡Lo antes posible! —exclamó Hjelm—. Tenemos trabajo hasta Navidad y todo se tiene que hacer lo antes posible. Pero, en fin, envíamela. ¿Hay que hacer algo especial, o lo de siempre?

—Sí, lo de siempre. Mira si encaja con la herida, y cualquier otra cosa que veas. Ha estado un tiempo a la intemperie, y a lo mejor es difícil encontrar algo, pero haz lo que puedas.

Hjelm pareció un poco molesto al decir:

—Aquí hacemos siempre lo que podemos.

—Ya lo sé —se apresuró a decir Martin Beck—, Te lo enviaré en seguida.

—Te llamaré cuando haya terminado —aseguró Hjelm, y colgó.

Cuatro horas más tarde, mientras Martin Beck ponía orden entre sus papeles antes de marcharse llamó Hjelm.

—Aquí Hjelm —dijo—. Sí, encaja perfectamente, y se advierten restos de sangre y de materia cerebral adheridos, aunque muy poquita cosa; de todos modos, he conseguido determinar el grupo sanguíneo y es el correcto.

—Muy bien, Hjelm —dijo Martin Beck—, ¿algo más?

—Fibra de algodón, de dos clases, una blanca, probablemente del trapo que se utilizó para limpiar la sangre, y otra azul, que puede ser de la ropa.

—¡Estupendo Oskar! —exclamó Martin Beck.

—Y tierra y óxido. La barra mide cuatrocientos veintidós milímetros de longitud y treinta y tres de diámetro, es octogonal, de hierro de fundición, y, a juzgar por la corrosión, ha estado a la intemperie mucho tiempo, muchos años, a lo mejor siempre. Está soldada a mano y tiene soldaduras en ambos extremos, por haber estado montada en algún sitio.

—¿Dónde, por ejemplo?

—Parece una cosa vieja, a lo mejor sesenta o setenta años; podría ser de alguna barandilla o algo parecido.

—¿Estás seguro de que es el arma con la que se mató a Walter Petrus?

—Sí —contestó Hjelm—, definitivamente. Por desgracia, la superficie es tan rugosa que resulta imposible encontrar huellas digitales.

—Ya nos arreglaremos —dijo Martin Beck.

Le agradeció el favor a Hjelm, que contestó con un gruñido, y colgó.

Martin Beck llamó a Pärsson, de Märsta, y le contó lo que le había dicho Hjelm.

—Bueno, ya hemos avanzado algo —dijo Pärsson—; será mejor que enviemos algunos hombres que puedan rastrear el terreno. No es que vaya a servir de mucho después de tantos días, pero nunca se sabe.

—¿Se sabe exactamente dónde estaba este pedazo de hierro? —preguntó Martin Beck.

—El joven que lo encontró dejó una señal en el lugar —contestó Pärsson—. Le llamaré. ¿Querrás venir a verlo?

—Bueno, llámame cuando salgas, e iré para allá.

Martin Beck continuó cambiando papeles y carpetas de sitio, hasta que consiguió poner algo de orden en su escritorio.

Se inclinó hacia atrás en su sillón y abrió una carpeta de informes que le había dejado Aasa Torell por la mañana. La carpeta contenía el informe realizado por Aasa Torell después de interrogar a dos muchachas que habían conocido a Petrus. Por lo que se leía, Aasa ya conocía a una de las chicas, de su época en la sección de moralidad y orden.

Los relatos de las chicas eran casi idénticos. Sus opiniones sobre Petrus no eran nada buenas, y ninguna de las dos sentía especialmente su desaparición. En cuanto a una de sus características, ambas coincidían plenamente: había sido un tacaño descomunal.

Por ejemplo, no las había invitado jamás a tomar una copa ni a comer por ahí, ni les había regalado una miserable golosina o un paquete de tabaco. En una ocasión, llevó a una de ellas al cine, pero era porque tenía invitaciones.

Con cierta frecuencia las llamaba y las hacía ir a su oficina, siempre por las tardes, cuando ya se había marchado todo el mundo, y coincidían en decir que sus condiciones sexuales eran deplorables. La mayor parte de las veces se mostraba completamente impotente, y las infructuosas horas de amorío en la oficina nunca le hicieron ser más generoso. Alguna que otra vez, muy de tarde en tarde, les había dado dinero para el taxi después de una sesión larga, llena de esfuerzos agotadores y frustrados para proporcionarle alguna satisfacción sexual, pero en general las mandaba a paseo de mal humor e insatisfecho.

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