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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (3 page)

BOOK: Los tejedores de cabellos
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Dirilja abrió una de las ventanas del lado del carro que estaba hacia el escenario y sacó la cabeza. Su largo y hermoso cabello llamaba la atención y siempre cuando ella descubría a alguien que miraba en su dirección, le hacía una seña y le preguntaba:

—¿Conocéis a un tal Abron?

La mayoría no sabía nada acerca de ese nombre, pero algunos le conocían.

—¿Abron? El hijo de un tejedor de cabellos, ¿no es verdad?

—Sí, ¿le conocéis?

—Hubo un tiempo en que venía a menudo a la escuela, pero su padre estaba en contra, por lo que decían.

—¿Y ahora? ¿Qué es lo que hace ahora?

—No sé. No se le ha visto desde hace mucho, muchísimo…

A Dirilja se le encogió el corazón, pero cuando encontró a una vieja mujer que conocía a Abron, se sobrepuso y preguntó:

—¿Se ha oído que se haya casado?

—¿Casarse? ¿Abron? No… —dijo la vieja—. Esto tendría que haber sido el año pasado o el antepasado, en la fiesta, y yo me habría enterado, pues habréis de saber que yo vivo aquí, justo en la plaza, en una pequeña habitación bajo el tejado de aquella casa, al otro lado…

Entretanto habían comenzado las preparaciones para el baile de pretendientes. Mientras se vendían los últimos tapices, los padres traían a sus hijas en edad de merecer hasta el borde del escenario y cuando el mercader de alfombras dejó el escenario junto con el maestre del gremio, la orquesta comenzó con unas alegres melodías de baile. Las muchachas, bailando lentamente, comenzaron a acercarse a los jóvenes tejedores de cabellos realizando seductores movimientos. Los jóvenes, que estaban de pie en el centro con sus cofrecillos de dinero, contemplaban algo avergonzados el espectáculo que se les ofrecía.

Ahora la gente se iba apelotonando alrededor del escenario y aplaudía enfervorizada. Las muchachas hacían ondear sus faldas y giraban las cabezas de modo que sus largos cabellos volaban por el aire y, a la luz del sol poniente, semejaban brillantes llamas. De este modo, les bailaron a los jóvenes que les gustaban mientras les tocaban brevemente el pecho o la mejilla y se volvían atrás, seduciéndolos y provocándolos, reían y pestañeaban, levantaban por un instante la falda por encima de las rodillas o moldeaban veloces con las manos la forma de sus cuerpos.

La multitud lanzó gritos de júbilo cuando el primero de los jóvenes entró y siguió a una de las muchachas. Ella le echó una mirada significativa mientras aparentaba retroceder con vergüenza y dejó que la punta de la lengua repasara los labios entreabiertos con lentitud para expulsar a las otras que probaban también suerte con él y le condujo hasta su padre, para que pudiera pedir su mano en la forma tradicional. Como era costumbre, el padre se mostró deseoso de echar un vistazo al cofrecillo del tejedor de cabellos y juntos atravesaron el salvaje movimiento hasta el círculo a mitad del escenario del que ahora se iban alejando los otros jóvenes para ir eligiendo su primera esposa. Allí, el joven tejedor de cabellos abrió la tapadera de su arquilla y cuando el padre estuvo satisfecho con lo que veía dentro, dio su consentimiento. Ahora era el maestre del gremio el que tenía que examinar el cabello de la mujer y, si no tenía ninguna objeción, realizar el matrimonio y apuntarlo en el libro del gremio.

Dirilja miró hacia el escenario sin ver en realidad lo que se estaba llevando a cabo allí. El baile de los tejedores de cabellos le parecía más absurdo e insignificante que cualquier juego de niños. Una vez más recordó las horas en las que había estado junto con Abron, entonces, hacía tres años, cuando el cortejo de mercadeo de su padre había hecho escala por última vez en Yahannochia. Ella vio su rostro delante de ella, sintió de nuevo los besos que se habían intercambiado, percibió sus delicadas manos sobre su cuerpo y el miedo a ser hallados juntos, en aquella relación que había ya dejado atrás todas las fronteras establecidas para jóvenes que no estaban casados. Escuchó su voz y tuvo una vez más la convicción de entonces de que se trataba de algo verdadero.

De pronto supo que no podría seguir viviendo sin conocer la suerte de Abron. Podría intentar olvidar a Abron, pero el precio que tendría que pagar sería la pérdida de su propia certeza. Jamás podría saber si podía confiar en sí misma. No se trataba de un problema de honor herido o de celos enfermizos. Si el mundo estaba construido de forma que una convicción como la que ella había tenido podía engañar, entonces no tenía valor seguir viviendo.

Miró a través de todas las ventanas del carro y no pudo descubrir a su padre por ningún lado. Seguramente estaba con los magnates de la ciudad para intercambiar novedades y tramar sus negocios secretos. En el mercado se estaban encendiendo las primeras antorchas cuando Dirilja comenzó a guardar vestidos y otros haberes en un pequeño bolso de bandolera.

La música había terminado de sonar. Ya se habían desmontado algunos puestos, las mercancías estaban de nuevo cargadas en los carros y se había contado el dinero. Muchos de los habitantes de la ciudad habían vuelto ya a casa.

Después de los desposorios de los jóvenes tejedores de cabellos con sus primeras esposas, el escenario se habían convertido en el lugar para el mercado de concubinas. El podio se hallaba bajo la nerviosa luz de las antorchas. Había hombres esperando allí con sus hijas jóvenes o no muy jóvenes ya. Algunos tejedores de cabellos más mayores, la mayoría acompañados por sus mujeres, pasaban miradas verificadoras de una a otra, sopesaban la perfección del cabello de las muchachas entre sus dedos expertos y comenzaban aquí y allá conversaciones de mayor calado. El tomar una concubina no precisaba de ninguna ceremonia especial; bastaba con que el padre dejara libre a su hija y que ésta siguiera al tejedor de cabellos.

A la mañana siguiente se retrasó la partida de la caravana. Los carros estaban listos para viajar, los búfalos resoplaban intranquilos y golpeaban con las pezuñas, y los soldados de infantería estaban esperando en un gran círculo alrededor del cortejo. El sol subía cada vez más sin que se diera el toque de trompeta para la partida. Los rumores decían que Dirilja, la hija del mercader de alfombras de cabellos, había desaparecido. Pero, naturalmente, nadie se atrevía a preguntar.

Finalmente se escuchó el sonido de jinetes que cabalgaban a toda velocidad por los callejones de la ciudad. Un servidor de confianza del mercader se apresuró a acercarse al carro de éste y llamó a los cristales. Moarkan abrió la puerta y salió, vestido con su lujosa capa y portando todas las insignias de su cargo. Con un rostro pétreo, esperó el informe de sus exploradores.

—Hemos buscado por todos lados, en la ciudad y en los caminos que van a las fortalezas —declaró el caudillo de los soldados de a caballo—, pero no hemos encontrado por ningún lado huellas de vuestra hija.

—Ella ya no es mi hija —dijo Moarkan sombrío, y ordenó—: ¡Da la señal de partida! Y marca en el mapa que nunca más hemos de volver a Yahannochia.

La comitiva del mercader se puso en movimiento despacio pero imparable como un alud de piedras. Esta vez, al salir de la ciudad, sólo unos pocos niños se arremolinaron al borde del camino. El monstruoso cortejo de carros, animales y personas avanzó envuelto en una nube de polvo, dejando una profunda huella de ruedas y pisadas de pezuñas que sólo desaparecería después de muchas semanas.

Dirilja esperó en su escondite al borde de la ciudad hasta que la caravana del mercader desapareció tras el horizonte y luego un día más hasta que se atrevió a salir. La mayoría de las personas que encontró no la reconocieron y las que lo hicieron. se conformaron con miradas de rechazo.

Consiguió enterarse del camino hacia la casa de Ostvan, el tejedor de cabellos, sin que nadie sospechara nada. Armada con algunas provisiones, una botella de agua y un pañuelo gris para protegerse del sol y del polvo, se puso en camino.

Sin montura, el camino era largo
y
pesado. Contempló con envidia a una buhonera que venía en dirección contraria, una mujer pequeña y vieja que cabalgaba sobre un asno yuk y que llevaba del ramal detrás de ella a otros dos, muy cargados con hatos de telas, cestas y bolsas de cuero. Aunque Dirilja poseía suficiente dinero para comprar el animal que quisiera, nadie le hubiera vendido siquiera un asno yuk cojo a ella, una mujer joven que viajaba sola.

Cuando el sendero pedregoso comenzó a subir, tuvo que pararse cada vez más a menudo y cuando el sol se elevó bien alto en el cielo, se encogió a la sombra de una roca que colgaba y descansó hasta que le volvieron las fuerzas. Debido a ello, necesitó casi el día entero para alcanzar su objetivo.

La casa estaba allá, agazapada, descolorida y desmoronada como una calavera añeja en el esqueleto de un animal. Las cavernas oscuras de las ventanas parecían mirar inquisitivamente a la joven mujer que, agotada, estaba de pie sobre la limpia explanada y miraba a su alrededor indecisa.

De repente se abrió una puerta y un niño pequeño salió tambaleándose con pasos inseguros, seguido por una delgada mujer de cabellos rizados y largos.

El corazón de Dirilja se encogió cuando se dio cuenta de que el pequeño era un niño y no una niña.

—Disculpad, ¿es ésta la casa de Ostvan? —preguntó con esfuerzo.

—Sí —dijo la mujer al tiempo que la contemplaba curiosa de la cabeza los pies—. ¿Y quién sois vos?

—Me llamo Dirilja. Estoy buscando a Abron.

Una sombra oscureció el rostro de la mujer.

—¿Por qué lo buscas?

—Él era… Quiero decir que teníamos… Soy la hija de Moarkan, el mercader de alfombras de cabellos. Abron y yo nos habíamos prometido… pero él no vino y… —Ella se quedó paralizada cuando la mujer, al oír aquellas palabras, se le acercó y la abrazó.

—Me llamo Garliad —dijo—. Dirilja, Abron está muerto.

La condujeron hacia dentro, Garliad y Mera, la primera mujer de Ostvan. La sentaron en una silla y le dieron un vaso de agua. Dirilja les contó su historia y Mera, la madre de Abron, le contó la suya.

Y cuando todo quedó dicho, guardaron silencio.

—¿Qué puedo hacer ahora? —dijo en voz baja Dirilja—. He abandonado a mi padre sin su consentimiento, él tiene que repudiarme y en caso de que alguna vez nos encontremos habrá de matarme. No puedo volver.

Garliad le tomó la mano.

—Puedes quedarte aquí. Ostvan te tomará como concubina cuando hablemos con él y le expliquemos todo.

—Aquí, al menos, estás segura —dijo Mera, y añadió—: Ostvan es viejo. No podrá cohabitar ya contigo, Dirilja.

Dirilja asintió lentamente. Su mirada cayó sobre el niño que estaba sentado en el suelo y jugaba con un pequeño telar de madera, luego miró a la puerta, que estaba completamente abierta, y hacia afuera, hacia la lejanía, hacia las incontables crestas de piedra y los valles, el desierto polvoriento y yermo que sólo conocía un viento eterno y un sol sin piedad. Luego abrió su bolso y comenzó a desempaquetar sus cosas.

3. El predicador

Un repentino golpe de viento le revolvió el cabello, le lanzó los mechones sobre el rostro. Los retiró con un movimiento enojado de la mano y examinó de mal humor los cabellos blancos que se le habían quedado en los dedos. Le molestaba todo lo que le recordaba que iba envejeciendo inevitablemente. Cuando agitó sus manos era como si con ello quisiera también expulsar esos pensamientos.

Se había quedado demasiado tiempo en todas aquellas casas, demasiado a menudo había intentado convencer a padres reacios. La experiencia de una larga vida debería haberle enseñado que con ello no hacía más que perder el tiempo. Ahora los vientos de la tarde retorcían su desgastada capa y comenzaba a hacer frío. Los largos y solitarios caminos entre las casas perdidas de los tejedores de cabellos se le hacían cada año más pesados. Decidió que sólo realizaría una última visita y que luego volvería a su hogar. De todos modos, la casa de Ostvan le salía al paso.

Por lo menos la edad tenía un privilegio que le volvió por un momento algo más conciliador: le otorgaba ante los ojos de la gente una autoridad y una dignidad que nunca le habría dado la función tan poco apreciada de maestro. Cada vez le sucedía con menor frecuencia que tuviera que discutir el que los niños debían acudir a clase o el que un padre se negara a pagar el siguiente año escolar. Y cada vez más a menudo le bastaba una mirada severa para ahogar de raíz tales objeciones.

Pero todo esto, pensaba mientras subía jadeando el empinado sendero, no sería una razón suficiente para envejecer, si me fuera dado elegir. Había tomado la costumbre de adelantar el calendario y recaudar el dinero un poco antes de lo normal para poder hacer estas visitas en la estación fría. Sobre todo, las visitas a los tejedores de cabellos que vivían todos bastante lejos, en las afueras de la ciudad, y a los que había que acudir como demandaba su dignidad cuando se quería algo de ellos.

Esos sí que eran días cansinos. Él no quería arriesgarse a dar más de estos paseos bajo el sol abrasador del fin de año.

Finalmente alcanzó la terraza que estaba delante de la casa. Se permitió unos minutos de respiro mientras contemplaba la casa de Ostvan. Era bastante vieja, como la mayoría de las viviendas de los tejedores de cabellos. El ojo agudo del maestro reconoció en la disposición de las piedras una técnica de construcción que había sido habitual en el siglo anterior. Algunas construcciones posteriores eran claramente más modernas, aunque tenían el mismo aspecto de viejo.

¿A quién le interesan tales cosas hoy día?, pensó él, malhumorado. Se trataba de un conocimiento que también se perdería con él. Llamó a la puerta y al mismo tiempo se echó un vistazo a sí mismo, comprobó que su toga de maestro tenía la caída debida. Era importante tener el aspecto correcto, sobre todo aquí.

Una anciana mujer le abrió. Él la reconoció. Era la madre de Ostvan.

—Garliad, yo te saludo —dijo él—. Vengo por el dinero para la escuela de tu nieta Taroa.

—Parnag —respondió ella simplemente—. Entra.

Él dejó su bastón afuera, apoyado en el muro, y entró, recogiéndose la toga. Ella le ofreció asiento y un vaso de agua, luego se fue hacia adentro para avisar a su hijo. A través de la puerta abierta pudo oír Parnag cómo subía la escalera hacia la tejeduría.

Bebió un trago. Le hacía bien el estar sentado. Examinó la habitación que ya conocía de anteriores visitas, los fríos muros blancos, la oxidada espada colgada de un gancho en la pared, la hilera de botellas de vino en una alta estantería. A través de la ranura de la puerta vio la imagen de una de las otras esposas del mercader de cabellos que, en la habitación de al lado, se ocupaba en doblar la ropa. Luego escuchó pasos de nuevo, esta vez pasos jóvenes y elásticos.

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