De nuevo en el Reichstag, tomó cuidadosamente nota de que la puerta de seguridad meridional estaba controlada por dos hombres durante las horas de luz, pero sólo por uno de noche. Si secuestraba el camión del reparto nocturno y lograba pasar el control, posiblemente para las nueve y media, calculó, podría haber cargado todas las cajas de Sachsenhausen. Cuando la gente de Lavanderías Reunidas empezara a sospechar que algo le había ocurrido a su camión, él ya se encontraría a mitad de camino de Polonia.
Conduciría hacia el norte directamente desde el Reichstag durante una hora y media; hasta Schwedt, junto al río Oder, que se contaba entre las fronteras más fáciles de cruzar de Alemania, como se había enterado discretamente. Los guardias de allí estaban encantados de echar una mano al lucrativo comerció del mercado negro. Una vez en el otro lado, continuaría conduciendo durante cinco horas rumbo al nordeste, hasta llegar a la Ciudad Libre de Danzig, donde enviaría las cajas a París, vía Le Havre, en un carguero.
Bueno, no todas. Tenía planeado dejar unas cuantas cajas con Sylvie, sólo por seguridad. Por si lo atrapaban.
—¿Un sitio donde nadie pueda encontrarlas? —Sylvie se había estrujado el cerebro—. Supongo que puedo llevarlas a casa de mi madre. ¿No quieres decirme qué contienen?
—Cosas personales, Sylvie.
La mujer arrugó sus bonitos labios.
—Estás planeando irte. Como todos los demás.
—¿No fue eso lo que me aconsejaste hace unas semanas?
—Sí. Por supuesto que sí. —Entornó la mirada, y Willi le apretó la mano para animarla.
Pero sus propios cambios de humor marcaban el tiempo con más regularidad que un metrónomo: esperanza, desesperanza, confianza, abatimiento… Se le ocurrían mil posibles percances. ¿Y si esa noche reforzaban la guardia? ¿O se averiaba el camión? ¿O había otra ventisca? Tenía que funcionar. Todo el país dependía de él. El mundo entero. Pero podía hacer lo que podía, se recordó, sólo era un ser humano. Y sin embargo… sin embargo… cuando pensaba en lo que había en aquellas cajas y en que Mengele andaba suelto de nuevo… sabía que el mundo entero dependía realmente de él.
Con las elecciones a la vuelta de la esquina, acordó encontrarse con Kai y ultimar sus planes en la seguridad del siempre atestado Zoo de Berlín. Stefan y Erich adoraban aquel lugar, al que él los llevaba muy a menudo. O eso había acostumbrado hacer. Algún día lo haría de nuevo. Seguro. Cuando entró desde Budepester Strasse por la Puerta del Elefante Chino, de repente le asaltó el más vivido de los recuerdos, que reverberó en su cerebro como un gong y le trajo el eco de otro día de invierno en que, con diez años, atravesó aquella puerta con su padre. Ya entonces hacía tiempo que los elefantes labrados estaban allí, con sus largos colmillos de piedra ennegrecidos por el hollín.
—¡Es evidente que estos camaradas no se limpian los colmillos muy bien! —había bromeado su padre, dándole un apretón en el hombro.
Aquélla, probablemente, fue la última vez que lo vio.
Con un corazón tan débil, pese a todas las clínicas y medicinas, al día siguiente, Kraus Furriers había caído literalmente redondo al levantarse. Willi respiró hondo; no había pensado en ello durante años. Desde el estanque de las focas, se levantó un viento helado. ¿Podía ser que ésa fuera la razón de que se hubiera hecho policía? ¿Para compensar la debilidad de su padre? ¿Para vengarse de los malos a quienes él culpaba de su muerte? Una de las focas se incorporó del agua, ladrando. Willi se rió mientras se secaba una lágrima. ¿Por qué nunca se le había ocurrido aquello?
¿Por qué? La pregunta más vieja del mundo.
La Casa de los Monos estaba atestada, y la gente que había dentro hacía más ruido que los propios primates, que se golpeaban el pecho y se rascaban las cabezas con habilidad.
—¿El Reichstag? —Las duras facciones de Kai se contrajeron al apoyarse en la barandilla de la jaula del chimpancé—. ¿Por qué no escoger algún lugar bonito y fácil, Inspektor, como el dormitorio de Hitler? Le dio una calada a un Juno.
—No voy a hacer esto por diversión, Kai. Ahí es donde están las cajas.
Uno de los chimpancés alargó la mano entre los barrotes, indicando que le gustaría fumar.
—¿Sabe que entrar a la fuerza en una propiedad del Estado es traición? —Kai miró de hito en hito al mono delincuente. Willi se percató de que el Niño Salvaje ya no llevaba su característico pendiente de oro ni el poncho. Sólo un viejo abrigo de lana, como todos los demás, a todas luces siguiendo las últimas tendencias de la moda—. E incluso en los mejores tiempos eso tiene una fama asquerosa, Inspektor. Pero bueno —Kai aplastó el cigarrillo ante los gritos furiosos del mono—, corren rumores de que han desempolvado las guillotinas.
Rodarán cabezas, había prometido Hitler.
—Nunca dije que no habría riesgos.
—¿Puedo preguntarle cómo planea llegar desde los suministros de ropa blanca al almacén de los parlamentarios?
—Ya te lo dije, está al otro lado del pasillo.
—Pero ¿qué hay de la puerta? Estará cerrada con llave.
—Déjame eso a mí, Kai.
No podría ser detective si no tuviera la capacidad de pensar como un delincuente; de actuar como uno, si fuera necesario. Bueno, pues era necesario, y él lo sabía. Lo habían convertido en un delincuente. Así que lo sería.
El día anterior, a las cinco de la tarde, con un gélido viento, había estado esperando en la entrada Seis de la Dirección de la Policía.
—Inspektor. —Ruta tenía el corazón en un puño—. Casi me mata del susto. —La mujer había procurado mirar disimuladamente para todos lados para asegurarse de que nadie la espiaba—. ¡Dios mío! ¿Cómo se encuentra? No tiene ni idea de lo mucho que lo echo de menos.
—¿Puedo invitarla a un schnapps?
Ruta respiró hondo, volviendo a mirar rápidamente por encima del hombro. —Sí, claro. Sin duda.
Ella le había dicho más de una vez que estaría dispuesta a hacer lo que fuera con tal de ayudarlo; ése era el momento en que él averiguaría si hablaba en serio. La llevó a Lutter & Wegner, la memorable
Weinstube
de la ciudad, una bodega fundada en 1807. Willi todavía era capaz de saborear el primer sorbo de vino que había dado allí siendo niño. Un Rheinlander extradulce.
—¿El juego de llaves maestras? —Ruta engulló su schnapps de un solo trago.
De acuerdo con la ley, todas las cerraduras de Berlín se correspondían con una de las once llaves maestras, que pendían de un colgador encima de la mesa del Kommissar Horthstaler. Eso significaba quedarse hasta tarde, colarse en su despacho y, pasara lo que pasase, procurar que el juego de llaves estuviera de vuelta a la mañana siguiente. Sin duda, ella también había oído los rumores de las guillotinas.
—¿Podría tomarme otro schnapps?
—Por supuesto. Toda la botella, si quiere.
Ruta bajó la cara, meneando lentamente la cabeza.
—Willi. —Volvió los ojos hacia él. Durante un segundo, el Inspektor se la pudo imaginar con sus ajustados bombachos orientales lanzando las piernas al aire al mismo ritmo que otras treinta coristas en el Wintergarden—. Incluso sin schnapps… sabe que lo haré.
Todavía lanzando las piernas al aire a los cuarenta y nueve. Le encantaba aquella mujer.
Pero ¿qué pasaba con Kai? ¿Había un rebelde dentro de él?
El miedo actuaba de manera diferente en cada persona. Uno de los chimpancés se había vuelto loco y golpeaba la pared.
—Quiere que le devuelvan su columpio. —Kai sonrió—. Aunque no luchará por él. Los chimpancés nunca lo hacen. A menos que… —su sonrisa se desvaneció—, a menos que estén absolutamente seguros de su victoria. Cinco o seis contra uno.
—¿De qué estás hablando? ¿Quieres echarte atrás, Kai? —Lo que digo es que no creo en los mártires. —Kai encendió otro Juno, y sus penetrantes ojos azules se clavaron en la jaula—. La principal responsabilidad de un hombre es para consigo mismo. Y, luego, para con su familia. No se puede ayudar a nadie si estás muerto. —Hay cierta verdad en eso.
—Sea serio, Inspektor. Si no recuerdo mal, tiene dos hijos.
Un golpe bajo. De acuerdo. Quizás aquello fuera arriesgado. Willi se aferró a la barandilla de hierro. Puede que fuera suicida. Tal vez sus hijos tuvieran que crecer sin padre, igual que él. Pero una cosa era verdad: jamás podría vivir consigo mismo si no hacía todo lo humanamente posible para revelar lo que había ocurrido en Sachsenhausen.
Kai se dio la vuelta. En ese momento, el chimpancé que antes había querido un cigarrillo ahora espulgaba alegremente la cabeza de su amigo, metiéndose acto seguido los piojos en la boca.
—No quiero echarme atrás, Inspektor. Sólo necesitaba asegurarme de que no lo hiciera usted.
El lunes 27 soplaba un viento gélido que arrastraba pequeños y agudos cristales punzantes por el aire. Willi obsequió a Kai con una elegante cena en el hotel Excelsior. La última comida de Willi en Alemania; al menos… durante algún tiempo. Seguía pensando en Helga Meckel bajo la Puerta de Ishtar. La gente cambia su forma de pensar. Los tiempos cambian. Y tíranos bastante más poderosos habían caído bajo la espada de la justicia.
—¿Qué sucede, Kai? —dijo Willi, engullendo una codorniz rellena en salsa de vino—. Esta noche te noto extrañamente callado.
El muchacho apartó su plato de riñones estofados.
—Anoche fui al Nollendorfer Palast. Willi recordó a la multitud congregada allí el día de Año Nuevo: tipos duros, tipos afeminados, colegiales con grandes pajaritas, Gunther preguntando si tenía que bailar. ¡Pobre Gunther! Lo desdichado que iba a ser en la Gestapo.
—El club estaba tapiado. Y la cara de Hitler lo cubría todo.
¡Y pobre Kai! Lo desdichado que iba a ser en el Tercer Reich.
—¿Sabes? Te puedes venir conmigo, si quieres. París es una ciudad estupenda.
—Me temo que soy un poco demasiado alemán para París, Inspektor.
—¿Y cómo vivirás en la Nueva Alemania, entonces? Ya te retiraste de las SA. Y no creo que eso te deje en buen lugar.
La esculpida cara del muchacho se iluminó de manera extraña:
—Nos retiraremos al bosque hasta que acabe esta pesadilla. —Willi lo miró con la frente arrugada—. Es verdad. Los muchachos y yo lo tenemos todo bajo control. Hemos encontrado un lugar en el corazón del bosque donde nadie sabrá que existimos.
—No hablarás en serio. Pero… ¿qué comeréis? ¿Cómo sobreviviréis?
—En cabañas de paja, como hicieron nuestros antepasados. Comeremos lo que cacemos: jabalíes, conejos. Y cuando podamos, robaremos a la gente de los pueblos.
Willi se fijó en la expresión de irracional gravedad de Kai, una resignación casi de loco, como si supiera perfectamente que estaba diciendo tonterías pero le trajera sin cuidado. Era casi la misma expresión que había tenido Gustave la última vez que Willi lo había visto: como si supiera que estaba desahuciado. Aquello lo asustó. Y entonces se excusó.
—Tengo que ir al baño, Kai.
En el espejo estudió sus largos rasgos semíticos y los ojos brillantes y oscuros que proclamaban tan a las claras como cualquier cartel de la Potsdamer Platz que allí no era un auténtico alemán. En cualquier otro sitio de este planeta, eso es lo que sería siempre: alemán. Pero allí, jamás.
Cuando regresaba de los servicios de caballeros, sus pies se pararon en seco. De pie ante su mesa había una figura panzuda con el uniforme marrón de las SA, y su cara marcada por la guerra no parecía nada complacida. Ernst Roehm. ¿Por qué imaginaría que el Excelsior sería un lugar seguro?, se amonestó. ¿Una falsa ilusión adolescente de invulnerabilidad, como diría Ava? ¿O había pensado sencillamente que los nazis tenían demasiada poca clase para comer en un lugar así? Probablemente se disponga a marcharse. Bajo la figura de Roehm, Kai parecía pálido, y gesticulaba como si intentara explicarse. Sin duda, al Führer de las SA no le hacía ninguna gracia que sus chicos salieran huyendo. Pero cuando Kai le susurró algo al oído, fue Roehm quien palideció. Levantó la mano en un saludo hitleriano y se marchó. Willi regresó a la mesa, orgulloso de su muchacho.
—¿Qué le has dicho, que tenías la sífilis o algo parecido?
—Peor. —Kai sonrió con satisfacción—. Que ahora trabajaba para Himmler.
Acurrucados entre las estériles acacias del dique del Spree, casi tan helados como el río que discurría por debajo, divisaron el camión de la ropa blanca que atravesaba tranquilamente el puente a las 20:47. Pero ¿dónde estaban los chicos de Kai? Sin ellos, el plan sería un fiasco. Improvisa, amigo, se conminó. Improvisa. Cuando el camión se detuvo ante un semáforo, se irguió y se dirigió al lado del conductor.
—Arrímate ahí. —Los apuntó con la pistola. No había necesidad de dejarles saber que no estaba cargada. Los empleados uniformados de la lavandería levantaron las manos.
—¿Qué es esto, una broma? ¿Vas a robar un cargamento de manteles?
—Cállate. Haz lo que te digo y no saldrás herido.
Apartaron el camión de las luces de las farolas y lo metieron entre las sombras. Willi hizo que los empleados se quitaran los uniformes, y entonces Kai los ató y amordazó con unas servilletas que sacó de la parte de atrás.
—Suerte que vais cargados con las limpias, ¿eh, tíos?
Si los muchachos de Kai no aparecían, ¿qué iba a hacer con aquellos dos?, se preguntó Willi. ¿Meterlos en una de las bolsas de la lavandería? Pero justo cuando se estaba poniendo la bata azul marino del empleado, oyó los cascos de un caballo. Un par de Apaches Rojos arrimaron a la acera un viejo coche fúnebre negro. Willi hizo que metieran a sus cautivos en dos féretros de pino en la parte trasera y los taparan con sendos manteles.
—Cuando den las doce, estarán libres —prometió—. E ilesos. —«Y yo estaré en Polonia», pensó—. No olvidéis pagarles un taxi hasta casa. —Dio el dinero a los muchachos. Cuando el coche fúnebre se alejó ruidosamente, él y Kai volvieron a meterse atropelladamente en el camión. Pasaban dos minutos de las dos. Llegaban tarde.
El guardia de la puerta de seguridad pareció confundido.
—¿Qué les ha pasado a Rudi y a Heinz?
Kai interpretó su papel a la perfección, recitando las frases como si fuera del Teatro Nacional Alemán.
—Estoy seguro de que ya sabrás —susurró con el mismo tono misterioso que cualquier gran Fausto— que en estos momentos ambos están con la policía secreta. Creo que esta noche están reeducando a algunos de nuestros amigos rojos del norte de Berlín, no sé si me entiendes.