Los señores de la estepa (3 page)

BOOK: Los señores de la estepa
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—Chanar es mi
anda
. Es una amistad especial, como si fuésemos hermanos. Porque es mi
anda
, Chanar Ong Kho tiene derecho a decir lo que piensa. —Yamun hizo una pausa para mirar a Koja con mucha atención—. Tú, sin embargo, no eres mi
anda
. Sería conveniente que no lo olvidaras cuando hablas. Los tuiganos no se toman los insultos a la ligera. Tendría que mandarte azotar por tus palabras, pero eres mi huésped, así que, esta vez, sólo será una advertencia —le explicó el kan a Koja, que no salía de su asombro. La expresión asesina de Chanar se aclaró un poco.

—Ruego que se me perdone por ofender al valiente Chanar Ong Kho. Comprendo que es un gran guerrero —dijo el lama, con una reverencia. Chanar aceptó la disculpa con un gesto distante.

Yamun sacó un pequeño puñal de la funda enganchada a su cinto, y lo sostuvo entre él y Chanar.

—Hermano Chanar, el sacerdote no comprende nuestro vínculo —dijo—. Esto, Koja de los khazaris, es lo que significa ser
anda
. —Yamun deslizó el cuchillo por la palma de su mano y abrió un pequeño corte. Mientras la sangre brotaba de la herida, le alcanzó el cuchillo al general.

Chanar aceptó el puñal y lo movió de un lado a otro para que la luz se reflejara en la hoja. Sin decir una palabra, el general repitió el gesto del kan. Se mordió el labio ante el súbito dolor.

Cuando apareció la sangre en el corte, Yamun colocó la palma herida contra la del general y apretó con fuerza. La sangre chorreó entre sus dedos y cayó sobre las alfombras. Los dos hombres cruzaron sus miradas; el kan, seguro de sí mismo; el general, sonriente a pesar del dolor.

—¿Ves, sacerdote? Somos
anda
—dijo Yamun, sin manifestar todavía ninguna muestra de dolor. Aumentó la presión de su mano en la de su compañero, que arrugó un tanto la expresión. Mantuvieron las manos apretadas durante unos minutos, hasta que, en silencioso acuerdo, las apartaron en el mismo instante.

—Yo soy tu
anda
, Yamun —anunció Chanar en voz alta, aunque a Koja le pareció un poco falta de aliento por el dolor. El guerrero mantenía la mano apretada en un puño. Yamun se acomodó otra vez entre los almohadones sin hacer caso de su propia herida. Apareció un sirviente con gruesas tiras de fieltro y un bol de agua caliente, que dejó en la alfombra entre los dos hombres. Chanar comenzó a vendarse la mano, mientras el criado intentaba ocuparse del kan.

—Trae bebidas..., cumis negro, para mi
anda
y mi huésped —le ordenó Yamun—. Ya me ocuparé yo de la herida.

El criado se marchó para volver al cabo de unos instantes con una bota. Sirvió la bebida en los tazones de plata, y los distribuyó entre los presentes. Koja observó el cumis, de un color blanco amarillento, y lo olió con cautela. El clérigo sabía que era leche de yegua fermentada, una bebida popular entre los tuiganos. Éste era cumis «negro», obtenido de las propias yeguas del kan, y considerado como el más fino de todos. Koja bebió un sorbo de la amarga bebida, y después dejó la taza a un costado con toda discreción, mientras los dos hombres se bebían hasta la última gota.

—Mi señor... —dijo el lama, pero el kan lo interrumpió.

—La audiencia ha finalizado —anunció Yamun—. Mañana celebraremos consejo para escuchar el mensaje de este enviado. —El kan recogió su tazón de cumis, y medio se volvió de espaldas a Chanar y al sacerdote, en señal de que podían retirarse. Un poco a regañadientes, Chanar se puso de pie, saludó a Yamun con una reverencia, y salió de la yurta. Una corriente de aire helado se coló por la abertura, y las lámparas oscilaron. Koja puso mucho cuidado en no darle la espalda al kan, cosa que se consideraba un insulto en su propio país.

Yamun levantó la mano para saludar la marcha del sacerdote, y el vendaje mal hecho se deslizó de la palma; la sangre volvió a manar de la herida. Al ver lo ocurrido, Koja aprovechó la oportunidad para ofrecer su ayuda.

—Gran señor, he aprendido un poco del arte de curar heridas. Si pudiese ofrecer este pequeño servicio a mi ilustre anfitrión, sería un gran honor para mi templo. —Koja se arrodilló y tocó el suelo con la frente.

Yamun volvió su atención a Koja, y enarcó una ceja mientras estudiaba al sacerdote arrodillado.

—Si sabes algo de hechizos, aquí no te servirá de mucho —dijo—. Recuerda, el poder de la magia no existe en este valle.

—Lo sé, kan de los tuiganos, pero en nuestro templo nos enseñan los secretos de las hierbas. Es algo que todos los escogidos tienen que aprender —explicó Koja, sin variar de posición.

—¿Cómo sé que no intentarás envenenarme?

—Jamás lo haría, gran kan. He recorrido un largo camino para hablar en nombre de mi príncipe —manifestó Koja, esta vez con la cabeza levantada—. Todavía no habéis escuchado sus palabras.

Yamun ladeó la cabeza, sin dejar de observar al lama. Por fin, sonrió con ironía.

—Creo que tus palabras tienen su mérito —repuso—. Bien, enviado de los khazaris, veamos qué pueden hacer tus conocimientos por mi mano.

Koja se sentó a los pies del kan, rebuscó entre sus ropas, y sacó una pequeña bolsa que siempre llevaba consigo. Cogió de ella una pequeña tira de papel amarillo cubierta de símbolos, un trocito de incienso, y tres hojas secas. Sujetó la mano de Yamun, y con mucho cuidado, quitó el vendaje.

—Las hierbas limpian toda infección, pero causan un poco de dolor, mi señor Yamun —le advirtió Koja, mientras hacía polvo las hojas en el tazón de cumis.

—¿Y qué? Háblame de Semfar.

—Sólo vi una pequeña parte, kan. —Koja empapó un trozo de fieltro en la bebida—. Pero parece un país poderoso. —El lama le alcanzó el fieltro—. Apretadlo en la mano, kan.

—Si son tan poderosos, ¿por qué convocaron al consejo? —replicó Yamun, sin dar ninguna muestra de dolor cuando Koja comenzó a limpiar la herida.

—Las caravanas de oriente y occidente comienzan y terminan en Semfar —respondió el lama, cuando acabó de pasar el fieltro—. Por lo tanto, les preocupan los ataques a los mercaderes, y que no se viaje por las rutas a Shou Lung. Por favor, extended la mano. —Koja apretó el papel amarillo sobre la herida, y colocó el trocito de incienso sobre el papel, que ya aparecía manchado de rojo. El lama se levantó y cogió una de las lámparas.

—Sin embargo, si son unos guerreros tan valientes, ¿por qué no envían soldados a proteger sus caravanas? —preguntó Yamun, mientras toqueteaba el papel.

—Semfar es poderoso, pero no tiene jinetes. La estepa está muy lejos de su patria. No saben quién gobierna en las regiones de la estepa. Aquí siempre han existido muchas tribus y muchos caciques... o kanes, como los llaman los tuiganos. —Koja volvió a rebuscar en su bolsa, y sacó otro trozo de papel.

—Yo soy el único kan, el señor de la estepa —declaró Yamun.

Koja se limitó a asentir, y encendió el trozo de papel en la llama de la lámpara. Después pasó dos veces el papel sobre la mano del kan, musitando una oración, y, por último, aplicó la llama al incienso. Yamun movió la mano para apartarla del fuego, más por sorpresa que por el dolor.

—No mováis la mano, mi señor. La ceniza debe penetrar en la herida.

Yamun asintió con un gruñido. Por unos momentos, observó los hilillos de humo perfumado que subían desde su palma. Por fin, rompió su silencio.

—A la vista de que no me atacan —dijo—, quizá debería hacerlo yo.

—¡Kan! —exclamó Koja, sorprendido por la sugerencia—, Semfar es una nación poderosa con grandes ciudades de piedra, rodeadas por murallas. No podríais capturarlas con la caballería. Tienen muchos soldados. —El kan no parecía comprender la fuerza del califato—. Semfar no quiere la guerra, pero lucharán si es necesario.

—Pero no han aceptado mis demandas, ¿no es así?

—Únicamente porque necesitan más tiempo para considerarlas —le explicó Koja, mientras soplaba suavemente la brasa de incienso.

—Me dan largas. No tienen la intención de obedecerme, y tú lo sabes, sacerdote —comentó Yamun. La última columna de humo desapareció de su mano.

—Noble kan, los hombres necesitan tiempo para decidir. Mi propio príncipe, Ogandi, debe escuchar lo que ocurrió en Semfar, y después discutirlo con los ancianos de Khazari. —Koja frotó suavemente las cenizas calientes en el papel empapado de sangre. A continuación, volvió a vendar la mano.

—Entonces, tu gente debería saber que los destruiré si rehúsan —declaró el kan en tono severo. Con el rostro inexpresivo, miró al lama en silencio para observar el efecto de sus palabras. Koja se movió inquieto, sin saber cómo reaccionar ante la amenaza. Después, la tensión desapareció cuando Yamun se inclinó para dar una palmada en la rodilla del sacerdote—. Ahora, enviado, háblame de la gente y los lugares que has conocido.

Era casi el alba cuando el kan permitió a Koja que se retirara. Exhausto por la tensión del encuentro y con la cabeza espesa por el vino, el sacerdote salió de la tienda con paso inseguro. El viento helado le sacudió la túnica, que flameó entre sus piernas. Aterido, Koja se envolvió con un grueso abrigo de piel de oveja, que cogió de su equipaje colgado de su montura, pero ahora el problema lo tenía en sus pies, calzados con babuchas. Comenzó a dar pisotones hasta que la sangre volvió a circular con normalidad por los dedos helados.

Los guardaespaldas del kan, acurrucados alrededor de una pequeña hoguera, observaron al clérigo. Durante las tres semanas que Koja había viajado con los tuiganos, otros hombres como éstos habían hecho lo mismo. La mayoría lo miraba sin decir palabra, pero algunos habían conversado con él, y gracias a ellos Koja había aprendido unas cuantas cosas acerca de los tuiganos.

No es que fuese mucho. Los tuiganos eran nómadas, y se dedicaban a la cría de ovejas, ganado y camellos. Pero los caballos eran su vida. Comían carne de caballo, y preparaban cumis con la leche fermentada de las yeguas. Curtían el cuero de los equinos, y hacían penachos con las colas. Koja no conocía mejores jinetes. Parecía como si cada hombre hubiese nacido guerrero, entrenado en el uso del arco, la espada y la lanza.

Los mejores soldados eran escogidos para la guardia personal del kan, los kashiks. Éstos eran los hombres que ahora lo observaban sentados junto al fuego. Todos eran guerreros de primera fila, y asesinos. Uno de ellos se levantó para informarle que era su escolta.

—El kan os invita a una de sus yurtas —dijo el guardia. No lo expresó como una invitación, pero a Koja le dio igual. La orden significaba que dispondría de una tienda, donde podía estar abrigado.

Koja siguió al guardia a paso lento porque apenas podía mantener los ojos abiertos y tenía que esforzarse para no resbalar en la escarcha. Un sirviente lo acompañaba llevando su caballo. Por fin, el soldado se detuvo y abrió una puerta de fieltro. Koja entró y el sirviente descargó su equipaje. Sin perder más tiempo, el sacerdote se acercó a una pila de alfombras, y se quedó dormido no bien se dejó caer en ellas.

El sol ya estaba bien alto por el este, cuando unos gritos en el exterior despertaron al monje.

—¡Koja, el lama, enviado de los khazaris, salid!

Koja se arregló las prendas arrugadas, y salió de la tienda. Lo esperaban cuatro soldados, vestidos con el uniforme negro de la guardia del kan. Llevaban morriones de marta cibelina, con la piel del revés y el cuero a la vista. Las trenzas las tenían sujetas con discos de plata y borlas azules. Enganchadas a sus cinturones colgaban las largas espadas rectas, y las incrustaciones de plata de las empuñaduras relucían con el sol. Koja entrecerró los párpados y se llevó una mano a la frente a modo de visera para proteger los ojos de la fuerte luz de la mañana.

—Yamun Khahan, ilustre emperador de los míganos, ordena que os presentéis ante él —anunció uno de los guardias, después de dar un paso al frente.

Koja suspiró y levantó una mano para indicarle al hombre que esperara; después, se zambulló otra vez en la tienda. A toda prisa, se quitó sus sucias prendas y comenzó a rebuscar en los baúles de madera, lanzando camisas y fajas por encima del hombro, hasta que dio con una túnica de seda naranja oscuro. Era el color utilizado por los lamas de su templo, la secta de la Montaña Roja. Había comprado la seda a un comerciante shou, y la túnica se la habían confeccionado a medida después de saber que debía asistir al consejo, en Semfar.

En cuanto acabó de vestirse, abandonó la tienda y siguió a los guardias en dirección a la yurta del kan. Mientras caminaba, Koja observó que todas las tiendas estaban dispuestas en hileras con la misma orientación.

—¿Por qué todas las puertas miran al sudeste? —le preguntó a su escolta.

—Es allí donde vive Teylas —contestó uno de los guardias, con voz áspera.

—¿Teylas es vuestro dios? —dijo Koja, mientras evitaba pisar un charco. El hombre asintió—. ¿No tenéis más dioses?

—Teylas es el dios de todo. Tiene
chamas
que lo ayudan —añadió el soldado, que se mostraba muy conversador.

—¿
Chamas
?

—Guardianes. Como nuestra madre, el Lobo Azul. Mantienen a los espíritus malignos alejados de nuestras yurtas. Mirad, son aquéllos. —El hombre señaló las figuras dibujadas en una faja que rodeaba la parte superior de cada tienda.

Después permaneció en silencio, y Koja caminó a su lado sin hacer más preguntas. Cruzaron la verja y ascendieron por la colina hasta la yurta del kan. Esta vez, no detuvo al clérigo para indicarle que debía rendir honores al estandarte, aunque su escolta lo saludó con una reverencia. Cuando llegó a la entrada de la tienda, Koja esperó en el exterior.

No tardó mucho en ser anunciado. Un sirviente apartó la manta de la puerta, y la ató a un costado para permitir que entrara un poco de luz natural en el lóbrego interior. En el extremo más alejado había una tarima, cubierta de alfombras, y allí, sentado en un pequeño taburete, estaba Yamun Khahan. A sus pies había un hombre mayor con un largo bigote canoso.

El kan vestía sus mejores ropas: botas de cuero rojo y negro, pantalones de lana amarillos, chaqueta de seda azul bordada con dragones, y un abrigo largo con puños anchos y cuello de armiño blanco. Su gorro apenas puntiagudo llevaba una orla de marta. Por debajo colgaban las trenzas, atadas con espirales de plata, y unas cuentas de vidrio le adornaban las puntas de los bigotes.

A pesar de toda la grandeza y poder que Yamun Khahan proclamaba para sí mismo, la yurta aparecía amueblada con sencillez. Las alfombras de fieltro que formaban las paredes mostraban los diseños geométricos de colores brillantes, tal como era la costumbre, pero aparte del estrado no había mucho más en el interior. Una pila de almohadones a un costado, y un incensario en el centro. Las lámparas de aceite colgaban de cadenas sujetas al armazón del techo, adornado con volutas plateadas. Detrás del kan había un perchero con su arco y varias aljabas repletas de flechas.

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