Los robots del amanecer (61 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los robots del amanecer
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—En realidad tiene dos, señor. El mayor es Tithonus, pero su tamaño es, de todos modos, bastante reducido, y sólo aparece en el cielo como una estrella no muy brillante. El satélite más pequeño no resulta visible a los ojos humanos y, las pocas veces que se habla de él, recibe el nombre de Tithonus II.

—Gracias, Giskard. También deseo agradecerte que me rescataras anoche —añadió, mirando fijamente al robot—. No sé cuál es el modo adecuado de darte las gracias.

—No es en absoluto necesario que me las dé. Simplemente, estaba siguiendo los dictados de la Primera Ley. No tenía otra opción que actuar como lo hice.

—Sin embargo, quizá te debo la vida, y es importante que sepas que me doy cuenta de ello. Y bien, Giskard, ¿qué debo hacer ahora?

—¿Respecto a qué, señor?

—Mi misión ha terminado. La opinión del doctor Fastolfe se impondrá y el futuro de la Tierra está asegurado. Parece que ya no tengo qué hacer, y sin embargo todavía le doy vueltas al asunto de Jander.

—No le comprendo, señor.

—Bueno, parece claro que Jander murió por una alteración fortuita en el potencial positrónico de su cerebro. Sin embargo, Fastolfe reconoce que las probabilidades de que ello sucediese eran mínimas, infinitesimales. Aun teniendo en cuenta las actividades de Amadiro, las probabilidades, aunque posiblemente mayores, seguirían siendo infinitesimales. Al menos, eso cree Fastolfe. Por lo tanto, sigo pensando que la muerte de Jander fue un roboticidio premeditado. Ahora no me atrevo a insistir en el tema. No quiero remover el apunto ya que hemos llegado a una conclusión muy satisfactoria. No quiero poner en peligro otra vez la posición de Fastolfe. No quiero causarle infelicidad a Gladia. No sé qué hacer y, como no puedo hablar con ningún ser humano de este asunto, se me ha ocurrido discutirlo contigo, Giskard.

—Sí, señor.

—¿Qué debo hacer, en tu opinión?

—Si se ha cometido un roboticidio, señor, tiene que haber alguien capaz de realizar ese acto. Sin embargo, el doctor Fastolfe es el único que podría haberlo hecho y afirma que no fue él.

—Sí, ésa era la situación inicial. Creo que el doctor Fastolfe dice la verdad, y estoy totalmente seguro de que no fue él.

—Entonces, ¿cómo pudo producirse el roboticidio, señor?

—Supongamos que hay alguien que entiende tanto de robótica como el doctor Fastolfe.

Baley dobló las rodillas y las rodeó con sus brazos, enlazando las manos. No miró a Giskard, sino que pareció estar sumido en profundos pensamientos.

—¿Quién podría ser, señor? —preguntó el robot.

Y por fin, Baley llegó al punto crucial de la conversación. Sin moverse, respondió:

—Tú, Giskard.

84

Si Giskard hubiera sido humano, se habría quedado simplemente mirándole, silencioso y asombrado; o habría reaccionado con furia, o se habría echado hacia atrás presa del pánico, o habría tenido cualquiera de una docena de respuestas distintas. Sin embargo, como era un robot, Giskard no mostró la menor emoción y sólo preguntó:

—¿Por qué lo dice usted, señor?

—Escucha, Giskard —dijo Baley—, estoy totalmente seguro de que sabes perfectamente cómo he llegado a esta conclusión. Sin embargo, me harás un favor si me permites aprovechar la tranquilidad de este lugar y el poco tiempo de que dispongo antes de partir para explicar el asunto en voz alta, por mi propio bien. Me gustaría escucharme a mí mismo, oír mis propias palabras y saber que finalmente he descifrado el enigma. Y también me gustaría que me corrigieras allí donde me equivoque.

—Cuente con ello, señor.

—Creo que mi primer error fue suponer que eras un robot menos complicado y más primitivo que Daneel, simplemente porque parecías menos humano. Los seres humanos siempre piensan que cuanto más humano es el aspecto de un robot, más complicado, avanzado e inteligente es. Es cierto que es fácil diseñar un robot como tú, mientras que uno como Daneel representa un gran problema para hombres co-mo Amadiro y sólo puede ser desarrollado por los genios de la robótica como el doctor Fastolfe. Sin embargo, la dificultad del diseño de Daneel se centra, sospecho, en reproducir los aspectos humanos como la expresión facial, la entonación de la voz y otros gestos y movimientos que son extraordinariamente complicados, pero que en realidad no tienen nada que ver con la complejidad cerebral. ¿Tengo razón?

—En efecto, señor.

—Así, automáticamente, te infravaloré como hace todo el mundo. Sin embargo, tú mismo te descubriste, antes incluso de que la nave aterrizara en Aurora. Quizá recuerdes que, durante el aterrizaje, tuve un ataque de agorafobia y, por un instante, permanecí en un estado mucho peor, incluso, que el de anoche bajo la tormenta.

—Lo recuerdo, señor.

—En aquel momento, Daneel estaba en la cabina conmigo, mientras que tú estabas fuera, ante la puerta. Yo estaba cayendo en una especie de estado catatónico, silencioso, y Daneel quizá no estaba mirándome en aquel preciso instan-te, por lo que no se había dado cuenta de lo que me sucedía. Tú estabas fuera de la cabina y, sin embargo, fuiste quien se acercó corriendo a mí y apagó el visor que tenía en las manos. Tú llegaste primero, antes que Daneel, aunque sus reflejos son tan rápidos como los tuyos. Estoy seguro de ello, como quedó demostrado cuando impidió que el doctor Fastolfe me golpeara.

—Estoy seguro de que el doctor Fastolfe no se disponía a golpearle.

—Naturalmente que no. Simplemente estaba haciendo una demostración de los reflejos de Daneel. Y sin embargo, como iba diciendo, tú llegaste primero a mí en la cabina. Yo apenas estaba en condiciones de observar ese hecho, pero estoy muy habituado a fijarme en lo que sucede a mi alrededor y, de todos modos, la agorafobia no llega a dejarme completamente sin sentido, como demostré anoche. Así pues, aunque entonces no le di importancia, quedó grabado en mi recuerdo el hecho de que tú habías llegado primero. Naturalmente, existe una solución lógica.

Baley hizo una pausa, como esperando que Giskard asintiera, pero el robot permaneció callado.

(Años después, aquélla seria la escena que primero acudíría a su mente al recordar su estancia en Aurora. No la tormenta, ni siquiera Gladia, sino aquellos momentos de tranquilidad bajo el árbol, con sus verdes hojas recortadas sobre el firmamento azul, la leve brisa, el suave rumor de los animales, y la presencia de Giskard frente a él, con sus ojos ligeramente brillantes.)

—Me dio la impresión —continuó Baley— de que podías de alguna manera detectar mi estado mental y que sabías, pese a encontrarte tras una puerta cerrada, que estaba siendo presa de algún tipo de ataque. Es decir, en resumen y en palabras sencillas, me pareció que podías leer la mente.

—Sí, señor —respondió tranquilamente Giskard.

—Y que, de algún modo, también podias influir en la mente de los seres humanos. Creo que notaste que yo lo había detectado e intentaste borrarlo de mi memoria, de modo que no volviera a recordarlo o no comprendiera su significado si alguna vez surgía por casualidad en mi mente. Sin embargo, no lo conseguiste del todo, quizás porque tus poderes son limitados.

—Señor, la Primera Ley es imperiosa y primordial —contestó Giskard—. Tenía que acudir en su ayuda, aunque sabía perfectamente que me arriesgaba a ser descubierto. Por otro lado, sólo podía confundir su mente mínimamente para no causarle ningún daño.

—Comprendo que era una situación difícil —asintió Baley—. Así que borraste mi memoria mínimamente... Por eso cuando estaba lo bastante relajado para pensar con libres asociaciones de ideas, recordaba el incidente aunque sin poderlo precisar. Justo antes de perder la conciencia bajo la tormenta, supe que tú serías el primero en encontrarme, igual que en la nave. Quizá me encontraste por la radiación in-frarroja de mi cuerpo, pero todas las aves y mamíferos del bosque radiaban igualmente, y ello podía confundirte. Sin embargo, también podías detectar la actividad cerebral superior, incluso en mi estado de inconsciencia, y eso debió de ayudarte a localizarme.

—Sí, ciertamente me ayudó —asintió Giskard.

—Cada vez que yo recordaba, cuando estaba a punto de dormirme o de caer inconsciente, volvía a olvidar al recobrar la plena conciencia. Anoche, sin embargo, me acordé de nuevo y, en esa ocasión, no estaba solo. Gladia estaba conmigo y pudo repetir lo que yo había dicho: «Él llegó primero.» Pero ni siquiera entonces pude recordar qué significaba hasta que una observación casual del doctor Fastolfe me dio una idea que logró cruzar la ocuridad de mi mente. Entonces, una vez supe lo que había sucedido, empecé a recordar más cosas. Así, en la nave, mientras me preguntaba si realmente estaríamos aterrizando en Aurora, tú me aseguraste que nuestro destino era Aurora antes de que llegara a hacerte la pregunta. Supongo que no deseas que nadie conozca tu capacidad para leer la mente, ¿verdad?

—Tiene razón, señor.

—¿Por qué ese interés por ocultarla?

—Mi capacidad para leer la mente me proporciona una facultad única para obedecer la Primera Ley, señor, así que valoro mucho su existencia, pues me permite proteger a los seres humanos con mucha mayor eficacia. Sin embargo, siempre me ha parecido que ni el doctor Fastolfe ni ningún otro ser humano toleraría la existencia de un robot con mis facultades telepáticas, y por ello las he mantenido en secreto. Al doctor Fastolfe le encanta contar la leyenda del robot telépata que Susan Calvin destruyó, y yo no deseo que el doctor imite conmigo la acción de la doctora Calvin.

—Sí, Fastolfe me contó esa leyenda. Sospecho que, subliminalmente, él conoce tu capacidad para leer la mente, pues de otro modo no insistiría en contar esa leyenda una y otra vez. Y por lo que a ti respecta, la actitud del doctor es un peligro pues, desde luego, fue la causa de que yo llegara a la conclusión de que poseías esta facultad.

—Hago cuanto está en mi mano para neutralizar el peligro sin intervenir en la mente del doctor Fastolfe. Habrá advertido que el doctor siempre hace hincapié, invariablemente, en la naturaleza irreal e imposible de esa leyenda del robot telépata.

—Sí, también recuerdo eso. Pero si Fastolfe no sabe que puedes leer la mente, eso indica que no estabas dotado de esa capacidad cuando fuiste diseñado. ¿Cómo, entonces, has llegado a adquirirla? No, no me lo digas, Giskard. Déjame ver si lo adivino. La señorita Vasilia estaba especialmente fascinada contigo cuando apenas era una jovencita que empezaba a interesarse por la robótica. Ella me habló de que había hecho algunos experimentos de programación contigo bajo la distante supervisión del doctor Fastolfe. ¿Podría ser que, en alguna ocasión y por puro accidente, Vasilia hiciera algo que te otorgara esa capacidad? ¿Estoy en lo cierto?

—Lo está, señor.

—¿Y sabes qué es ese «algo»?

—En efecto, señor.

—¿Eres el único robot con facultades telepáticas que existe?

—Hasta el momento, sí, señor. Pero habrá otros.

—Si yo te preguntara qué hizo la doctora Vasilia para darte esas facultades, o si te lo preguntase el doctor Fastolfe, ¿nos lo dirías en virtud de la Segunda Ley?

—No, señor, pues considero que les causaría daño saberlo y mi negativa a decirlo, obedeciendo la Primera Ley, tendría preferencia. No obstante, ese problema no llegaría a presentarse porque yo sabría que alguien iba a hacer la pregunta, acompañada de la orden correspondiente, y eliminaría ese impulso de hacerlo antes de que pudiera hacerse efectivo.

—Sí, claro —dijo Baley—. Anteanoche, cuando volvíamos del establecimiento de Gladia al del doctor Fastolfe, le pregunté a Daneel si había tenido algún contacto con Jander durante la estancia de éste en el establecimiento de Gladia, y él me respondió llanamente que no. Entonces me volví hacia tí para hacerte la misma pregunta y, por alguna razón, no llegué a formularla. Tú reprimiste mi impulso, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Porque si te hubiera hecho la pregunta, tú habrías tenido que decirme que le conocías bien en esa época, y no estabas dispuesto a dejar que yo lo supiera.

—En efecto, señor.

—Pero durante ese período de contacto con Jander, tú sabías que Amadiro estaba realizando pruebas con él ya que, según creo, también podías leer la mente de Jander, o detectar sus potenciales positrónicos...

—Sí, señor. Mis facultades telepáticas se extienden por igual a la actividad mental humana y a la de los robots.

—Tú desaprobabas las actividades de Amadiro porque estabas de acuerdo con Fastolfe en el asunto de la colonización de la galaxia.

—En efecto, señor.

—¿Por qué no detuviste, entonces, a Amadiro? ¿Por qué no eliminaste de su mente el impulso de realizar pruebas con Jander?

—Señor —respondió Giskard—, yo no intervengo alegremente en las mentes humanas. El propósito que guiaba a Amadiro era tan profundo y complejo que, para eliminarlo, hubiera tenido que hacer un gran trabajo; y se trata de un cerebro importante y avanzado al que no deseaba en modo alguno perjudicar. Dejé que el asunto se prolongara un largo período de tiempo, durante el cual calculé qué acción cumpliría mejor con la Primera Ley. Por fin, tomé una decisión sobre el modo más adecuado de corregir la situación. No resultó una decisión fácil.

—Así pues, decidiste inutilizar a Jander antes de que Amadiro pudiera deducir el método para diseñar un verdadero robot humaniforme. Método que tú ya conocías porque, después de tantos años de trabajo con el doctor Fastolfe, habías conseguido conocer perfectamente sus teorías a base de leer su mente. ¿Me equivoco?

—Acierta usted, señor.

—Así que, después de todo, Fastolfe no era el único con suficiente experiencia para desactivar a Jander.

—En cierto sentido, lo era, señor. Mi capacidad para hacerlo no era más que un reflejo, o una extensión, de la suya.

—Tanto da. ¿No comprendiste que la desactivación de Jander pondría al doctor Fastolfe en un grave peligro? ¿No advertiste que sería el principal sospechoso? ¿Habías decidido quizás que reconocerías tu culpabilidad y harías pública tu capacidad telepática, si era preciso, para salvarle?

—Desde luego, comprendía que el doctor Fastolfe se encontraría en una situación dolorosa, pero no tenía ninguna intención de reconocer mi culpabilidad —respondió Giskard—. Esperaba utilizar la situación como excusa para hacerle venir a usted a Aurora.

—¿Para hacerme venir a mí? ¿Fue idea tuya que me llamaran?

Baley estaba estupefacto.

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