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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (20 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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—¿Qué hace ahora el equipo de rescate?

—Están a punto de sacar a la víctima. El… En fin, el hielo se ha cerrado sobre el cuerpo. Según los colegas, el hombre fue colocado allí la noche anterior. Tenía que haber una temperatura muy baja para que el hielo se petrificara de ese modo.

—¿Cuándo podemos esperar recuperar el cuerpo?

—Hay que contar con una hora más como mínimo, comisario. Lo siento.

Niémans se levantó y abrió la ventana. El frío invadió la habitación.

Las seis de la tarde.

La noche caía ya sobre el pueblo. Una sombra intensa que bebía lentamente los tejados de pizarra y las paredes de madera. El río se deslizaba en las tinieblas como una serpiente entre dos piedras.

El comisario se estremeció bajo el jersey. La provincia no era decididamente su universo. Y ésta todavía menos: confinada al pie de las montañas, azotada por el frío y las tormentas, repartida entre el lodo negruzco de la nieve y el tintineo incesante de las estalactitas. Todo un mundo ceñudo, secreto, hostil, que cristalizaba en su silencio como el hueso de una fruta escarchada.

—Después de doce horas de investigación, ¿dónde estamos? —preguntó, encarándose con Barnes.

—En ninguna parte. Las verificaciones no han revelado nada. Ningún detenido en libertad cuyo perfil pueda corresponder al del homicida. Nada tampoco en relación a los hoteles, estaciones de tren o autobuses. Los controles tampoco han obtenido ningún resultado.

—¿Y la biblioteca?

—¿La biblioteca?

Con la aparición del segundo cuerpo, la pista de los libros se antojaba ya secundaria, pero el policía quería llegar al final de cada vía de investigación. Explicó:

—Los del SRPJ están investigando los libros consultados por los estudiantes.

El capitán se encogió de hombros.

—Oh, eso… No nos compete a nosotros. Habrá que ver a Joisneau para…

—¿Dónde está?

—Ni idea..

Niémans intentó al momento ponerse en contacto con el teléfono móvil del joven teniente. No hubo respuesta. Desconectado. Prosiguió con humor:

—¿Y Vermont?

—Siempre en las alturas, con su escuadra. Registran los refugios, las laderas de la montaña. Más que nunca…

Niémans suspiró.

—Pida nuevos efectivos a Grenoble. Quiero cincuenta hombres más. Como mínimo. Quiero que las indagaciones se orienten hacia el glaciar de Vallernes y el teleférico que conduce hasta allí. Quiero que toda la montaña se peine hasta la cumbre.

—Me ocuparé enseguida.

—¿Cuántos puestos de vigilancia en carretera?

—Ocho. El peaje de la autopista. Dos nacionales. Cinco departamentales. Guernon está bajo estricta vigilancia, comisario. Pero, como ya le he dicho…

El policía clavó la mirada en los ojos de Barnes.

—Capitán, ahora sólo tenemos una sola certeza: el asesino es un alpinista experimentado. Interrogue a todos los tipos capaces de moverse por un glaciar, en Guernon y alrededores.

—Eso no es moco de pavo. El alpinismo es el deporte local y…

—Le hablo de un experto, Barnes. De un hombre capaz de descender a treinta metros de profundidad bajo las capas de hielo, transportando un cuerpo. Ya se lo he pedido a Joisneau. Encuéntrele y averigüe qué progresos ha hecho.

Barnes se inclinó.

—Muy bien. Pero vuelvo a insistir: somos una raza de montañeros. Encontrará alpinistas con experiencia en cada pueblo, en cada choza, en las laderas de todos los macizos. Es una tradición entre nosotros: algunos hombres de la región son además cristaleros, ganaderos… Y todos han heredado la pasión por las cumbres. De hecho, estas prácticas sólo se han abandonado en la ciudad universitaria de Guernon.

—¿Adonde quiere ir a parar?

—Quiero decir sencillamente que será necesario extender todavía más las indagaciones. Hasta los pueblos de las alturas. Y que eso requerirá días.

—Pida más refuerzos. Instale cuarteles generales en cada caserío. Compruebe lo que han hecho, los equipamientos, las distancias. ¡Y, por Dios, encuéntreme algún sospechoso!

El comisario abrió la puerta y concluyó:

—Haga venir a la madre.

—¿La madre?

—La madre de Philippe Sertys, quiero hablar con ella.

26

Niémans se dirigió a la planta baja. La brigada de gendarmería se parecía a cualquier otro puesto de policía en Francia, y sin duda en el mundo. Por las paredes rematadas con cristal, Niémans podía divisar los casilleros metálicos, las mesas plastificadas, desparejadas, el linóleo mugriento, surcado de quemaduras de cigarrillo. Le gustaban estos lugares monocromos, salpicados de neones. Porque recordaban la verdadera naturaleza del oficio de policía, de las calles, del exterior. Estos locales sombríos sólo constituían la antesala de la vocación policial, su negro antro, de donde surgían estridentes sirenas.

Entonces la vio, sentada en el pasillo, envuelta en una manta de fibra polar y vestida con un jersey azul marino de gendarme. Con un escalofrío, se encontró de nuevo prisionero de los hielos, cerca de ella, oliendo su aliento tibio en la nuca. Se ajustó las gafas, entre ansioso y presumido.

—¿No ha vuelto a su casa?

Fanny Ferreira levantó sus ojos claros.

—Tengo que firmar mi declaración. Esto ya se convierte en un hábito. No cuente conmigo para descubrir el tercero.

—¿El tercero?

—El tercer cuerpo.

—¿Piensa que los asesinatos van a continuar?

—¿Usted no?

La joven debió de percibir una expresión dolorosa en el rostro de Niémans. Murmuró:

—Discúlpeme. La ironía es mi pequeña autodefensa.

Al decir esto, dio unos golpecitos al lugar de su lado en el banco, como hubiera hecho para invitar a un niño a sentarse junto a ella. Niémans obedeció. Con la cabeza baja y las manos juntas, daba golpecitos en el suelo con los tacones.

—Quería darle las gracias —murmuró entre dientes—. Sin usted, en los hielos…

—Cumplía con mi deber de guía.

—Es cierto. No sólo me ha salvado la vida sino que me ha llevado exactamente a donde quería ir…

La expresión de Fanny se volvió grave. Unos gendarmes recorrían el pasillo. Zapatos ruidosos e impermeables crujientes. Ella preguntó:

—¿Adonde ha llegado? Quiero decir, en su investigación. ¿Por qué esta horrible violencia? ¿Por qué actos tan… retorcidos?

Niémans intentó sonreír, pero se quedó corto:

—No avanzamos. Todo lo que sé es lo que presiento.

—¿Y qué es?

—Presiento que nos las tenemos con un asesino en serie. Pero no en el sentido corriente. No es un homicida que mate al azar de sus obsesiones. Esta serie responde a un móvil. Preciso. Profundo. Racional.

—¿Qué clase de móvil?

El policía observó a Fanny. Las sombras de los centinelas le rozaban la cara como alas de pájaro.

—No lo sé. Aún no.

Se impuso el silencio. Fanny encendió un cigarrillo y preguntó de repente:

—¿Cuánto tiempo hace que está en la policía?

—Unos veinte años.

—¿Qué le llevó a ello? ¿Arrestar a los malos?

Niémans sonrió, esta vez con franqueza. Por el rabillo del ojo contempló la llegada de una nueva escuadra, con caparazones perlados de lluvia. Supo sólo por su expresión que no habían descubierto nada. Volvió los ojos hacia Fanny, que inhalaba una larga bocanada.

—Verá, este tipo de objetivo se pierde muy pronto en la naturaleza. Además, la justicia y todo el bla-bla que la rodea no me ha atraído nunca.

—Entonces, ¿qué? ¿El afán de lucro? ¿La seguridad del empleo?

Niémans se asombró:

—Tiene usted unas ideas muy extrañas. No, creo que opté por esta elección a causa de las sensaciones.

—¿Las sensaciones? ¿Como las que acabamos de vivir?

—Por ejemplo.

—En usted veo —asintió ella con ironía, exhalando un humo rubio— al hombre que vive al límite. El que pone un precio a su existencia, arriesgándola todos los días…

—¿Y por qué no?

Fanny imitó la posición de Niémans: hombros encorvados y manos juntas, como si rezara. Ya no reía. Parecía adivinar que Niémans, detrás de estas generalidades, entregaba en aquel instante una parte de sí mismo. Musitó, con el cigarrillo en los labios:

—Por qué no, en efecto…

El policía bajó los ojos y examinó, a través de la curvatura de las gafas, las manos de la joven. Sin alianza. Sólo tiritas, marcas, grietas. Como si la alpinista estuviera casada con los elementos, la naturaleza, las emociones violentas.

—Nadie puede comprender a un policía —continuó gravemente—. Y aún menos juzgarlo. Evolucionamos en un mundo brutal, incoherente, cerrado. Un mundo peligroso, de fronteras bien establecidas. Usted está fuera y tampoco puede comprenderlo. Y quien está dentro, pierde toda objetividad. El mundo policíaco es esto: un universo sellado. Un cráter de alambradas. Incomprensible. Es su misma naturaleza. Pero hay algo seguro: no queremos recibir lecciones de los burócratas que ni siquiera se arriesgarían a pillarse los dedos con la puerta de su automóvil.

Fanny arqueó el busto hacia atrás, hundió ambas manos entre sus bucles y los apartó de su rostro. Niémans pensó en raíces mezcladas con tierra. Las raíces de un vértigo llamado «sensualidad». El policía se estremeció. Picores helados libraban una batalla con el calor de su sangre.

La joven preguntó en voz baja:

—¿Qué va a hacer? ¿Cuál es su próxima etapa?

—Seguir buscando. Y esperar.

—¿Esperar qué? —repitió, otra vez agresiva—. ¿A la siguiente víctima?

Niémans se levantó, haciendo caso omiso de esta provocación.

—Espero que el cuerpo descienda de la montaña. El asesino nos había dado una cita. Puso en el primer cadáver un indicio que me ha permitido subir hasta el glaciar. Creo que ha deslizado un segundo indicio en el nuevo cuerpo, que nos llevará al tercero… Y así sucesivamente. Es una especie de juego, en el cual debemos perder cada vez.

Fanny también se levantó y cogió la parka que se secaba en el extremo del banco.

—Será preciso que me conceda una entrevista.

—¿De qué habla?

—Soy la redactora jefe de la revista de la facultad,
Tempo.

Niémans sintió que se le tensaban los nervios bajo la piel.

—No me diga que…

—No tema nada, me importa un bledo la revista. Y sin querer asustarle, con el cariz que han tomado los acontecimientos, todos los medios nacionales estarán pronto aquí. Entonces se le echarán encima periodistas mucho más tenaces que yo.

El comisario desestimó con un gesto tal eventualidad.

—¿Dónde reside? —inquirió de improviso.

—En la facultad.

—¿Dónde, exactamente?

—Bajo el tejado del edificio central. Tengo un apartamento, cerca de los cuartos de los internos.

—¿Donde viven los Caillois?

—Exacto.

—¿Qué piensa de Sophie Caillois?

Fanny adoptó una expresión admirativa.

—Es una mujer rara. Silenciosa. Y de una gran belleza. Los dos formaban una extraña piña. No sabría decirle… Era como si tuvieran un secreto.

Niémans asintió.

—Pienso exactamente igual que usted. El móvil de los asesinatos está quizás en este secreto. Si no le molesta, pasaré a verla más tarde, al anochecer.

—¿Sigue queriendo ligar conmigo?

El comisario aprobó:

—Más que nunca. Y le reservo la primicia de mis informaciones para su periodicucho.

—Le repito que la revista me importa un bledo. Soy incorruptible.

—Hasta luego —dijo él por encima del hombro, echando a andar.

27

Una hora después, el cuerpo de la segunda víctima aún no había sido liberado del hielo.

Niémans estaba furioso. Acababa de escuchar la lacónica declaración de la madre de Philippe Sertys, una anciana de voz meliflua. La víspera, su hijo se había marchado como cada día a las nueve de la noche con su automóvil, un Lada de ocasión comprado hacía muy poco. Philippe trabajaba de noche en el CHRU de Guernon e iniciaba su servicio a las diez. La mujer no empezó a inquietarse hasta la mañana siguiente, cuando descubrió el coche en el garaje pero no a Philippe en su habitación. Eso significaba que había vuelto y salido otra vez. La madre aún recibiría más sorpresas: al ponerse en contacto con el hospital, se enteró de que Sertys había avisado de que no podía cumplir su turno de guardia aquella noche. De modo que había ido a otro lugar y luego regresado y salido de nuevo, esta vez a pie. ¿Qué significaba eso? La mujer, alarmada, sacudía la manga de Niémans. ¿Dónde estaba su pequeño? Según ella, se trataba de un hecho muy inquietante: su hijo no tenía ninguna amiguita, no salía nunca y dormía cada noche «en casa».

El comisario había escuchado todas estas precisiones sin entusiasmo. Y no obstante, si Sertys era en realidad el prisionero de los hielos, esas indicaciones permitirían determinar el momento del crimen. El asesino había sorprendido al joven a última hora de la noche, lo había matado, mutilado, sin duda, y después transportado al circo de Vallernes. Y el frío del amanecer había cerrado las paredes de hielo alrededor de la víctima. Pero todo esto sólo eran hipótesis.

El comisario acompañó a la mujer a presencia de un gendarme a fin de que hiciera una declaración detallada. En cuanto a él, decidió, con la carpeta bajo el brazo, volver a su antro, la pequeña sala de TP de la facultad.

Allí se cambió, se puso un traje y después, solo en su despacho, extendió sobre una mesa los diferentes documentos que poseía. Se absorbió enseguida en un estudio comparado de Rémy Caillois y Philippe Sertys, en un intento de establecer un vínculo entre estas dos víctimas potenciales.

En el capítulo de puntos en común descubrió muy pocos elementos. Los dos hombres tenían más o menos veinticinco años. Ambos eran altos, delgados y compartían un rostro de facciones regulares y atormentadas a la vez, coronadas por una mata de cabellos cortados a cepillo. Los dos eran huérfanos de padre: Philippe Sertys había visto morir a su padre hacía dos años, de un cáncer de hígado. Rémy Caillois había perdido también a su madre cuando tenía ocho años. Ultimo punto en común: los dos jóvenes ejercían la profesión paterna: bibliotecario Caillois y enfermero auxiliar Sertys.

En el capítulo de las diferencias, por el contrario, los hechos abundaban. Caillois y Sertys no habían estudiado en los mismos institutos. No habían crecido en los mismos barrios y no pertenecían a la misma clase social. Nacido en un ambiente modesto, Rémy Caillois se había educado en el seno de una familia de intelectuales y crecido en el ámbito de la universidad. Philippe Sertys, hijo de un humilde celador, se había puesto a trabajar a la edad de quince años tras los pasos de su padre, en el hospital. Era casi analfabeto y aún vivía en la casucha familiar en los confines de Guernon.

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