Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
Vio verduras y hierbas colgadas a considerable altura de grandes armazones con muchos travesaños y, más cerca del suelo, carne secándose sobre rejillas. A cierta distancia del resto de las actividades había un área con afiladas esquirlas de piedra esparcidas, sin duda para personas como Jondalar, pensó Ayla, talladores de pedernal que hacían herramientas, cuchillos y puntas de lanza.
Y allí donde miraba veía gente. La comunidad que vivía en el amplio refugio de roca era de proporciones comparables a aquel gran espacio. Ayla había crecido en un clan de menos de treinta personas; en la Reunión del Clan, que se celebraba cada siete años, se congregaban doscientas personas durante un breve período de tiempo, una nutrida concurrencia para ella por aquel entonces. Si bien la Reunión de Verano de los mamutoi atraía a mucha más gente, la Novena Caverna de los zelandonii por sí sola –con más de doscientos individuos que vivían todos juntos en aquel único espacio– superaba en número a la Reunión del Clan al completo.
Ayla ignoraba cuántas personas había alrededor observándolos, pero la situación le recordó el momento en que se presentó con el Clan de Brun ante aquella congregación de clanes y notó todas las miradas puestas en ella. En aquella ocasión la gente había procurado ser discreta, pero esta vez quienes miraban atentamente a Jondalar, Ayla y el lobo mientras Marthona los conducía hacia su vivienda ni siquiera trataban de disimular por cortesía. No bajaban la vista ni desviaban la mirada. Ayla se preguntó si algún día se acostumbraría a vivir con tanta gente cerca a todas horas; y si lo deseaba.
La corpulenta mujer alzó la vista al moverse la cortina de cuero que cubría la entrada y volvió a bajarla al instante cuando la forastera joven y rubia salió de la vivienda de Marthona. Estaba sentada en su sitio de costumbre, un asiento labrado en un bloque macizo de piedra caliza, lo bastante resistente para soportar su enorme peso. El asiento de piedra revestido de cuero había sido hecho expresamente para ella, y se encontraba situado justo donde ella lo quería: al fondo de la amplia área abierta bajo el enorme saliente que protegía el poblado, pero con casi todo el espacio de vivienda comunal a la vista.
La mujer parecía meditar, pero no era la primera vez que usaba aquel lugar para observar calladamente a alguna persona o actividad. La gente había aprendido a no importunarla en sus meditaciones, a menos que se tratara de una situación de emergencia, en especial cuando llevaba del revés la placa de marfil que lucía en el pecho, mostrando su lado liso y sin adorno alguno. Cuando quedaba a la vista la cara de la placa adornada con símbolos y animales tallados, cualquiera podía dirigirse a ella con entera libertad; pero cuando volvía la placa del otro lado, ésta se convertía en un símbolo de silencio y significaba que no deseaba hablar ni ser molestada.
Los moradores de la caverna se habían habituado hasta tal punto a que estuviera allí que casi ni la veían, pese a su imponente presencia. La mujer había cultivado ese efecto con sumo esmero y sin el menor reparo. Como guía espiritual de la Novena Caverna de los zelandonii, se consideraba responsable del bienestar de la gente, y para llevar a cabo su cometido empleaba todos los medios que su fértil cerebro concebía.
Observó a la joven salir del refugio de roca y encaminarse hacia el sendero que llevaba al valle, y advirtió el aspecto inconfundiblemente foráneo de su túnica de piel. La vieja donier notó también que se movía con la elasticidad propia de una persona sana y fuerte, y con una seguridad en sí misma que no dejaba traslucir su juventud ni el hecho de que se hallara en la vivienda de desconocidos.
La Zelandoni se puso en pie y se dirigió hacia la estructura, una de las muchas moradas similares de diversos tamaños repartidas por el interior del refugio de piedra caliza. En la entrada que separaba el espacio privado de vivienda del área pública abierta dio unos ligeros golpes en el panel rígido de cuero crudo contiguo a la cortina cerrada y oyó acercarse las pisadas amortiguadas de unos pies enfundados en suave calzado de piel. El hombre alto, rubio y extraordinariamente apuesto apartó la cortina. En sus ojos de un intenso color azul apareció una expresión de sorpresa, que enseguida dio paso a otra más cálida de satisfacción.
–¡Zelandoni! –exclamó–. Encantado de verte, pero en este momento mi madre no está.
–¿Quién te ha dicho que he venido a ver a Marthona? Eres tú quien ha estado fuera cinco años –dijo la mujer con brusquedad.
Asaltado por un repentino nerviosismo, él no supo qué contestar.
–Y bien, Jondalar, ¿vas a dejarme de pie aquí fuera?
–Ah… pasa, claro –ofreció él, y su frente se contrajo en un ceño que borró la sonrisa de su rostro. Se apartó y sostuvo la cortina mientras ella entraba.
Se examinaron mutuamente en silencio durante unos instantes. Cuando Jondalar emprendió el viaje, ella acababa de convertirse en la Primera entre Quienes Sirven a la Madre; había dispuesto de cinco años para desarrollarse y ponerse a la altura del puesto, y lo había logrado. La mujer que Jondalar conocía había engordado de un modo desmedido. Con sus grandes pechos y amplias nalgas, abultaba dos o tres veces más que la mayoría de las mujeres. Tenía la cara blanda y redonda, con una enorme papada, pero daba la impresión de que nada pasaba inadvertido a la penetrante mirada de sus ojos azules. Siempre había sido alta y fuerte, y llevaba su descomunal tamaño con garbo, y con un porte que reafirmaba su prestigio y autoridad. Tenía una presencia, un halo de poder, que imponía respeto.
Los dos hablaron al mismo tiempo.
–¿Quieres algo…? –empezó a decir Jondalar.
–Has cambiado…
–Perdón –se disculpó él por su aparente interrupción, sintiéndose anormalmente cohibido. Advirtió entonces en ella un levísimo asomo de sonrisa y una expresión familiar en la mirada, y se relajó–. Me alegro de verte…, Zolena –las arrugas desaparecieron de su frente y la sonrisa volvió a su rostro cuando fijó en ella sus cautivadores ojos llenos de afecto y ternura.
–Veo que no has cambiado tanto –comentó ella, reaccionando al carisma de Jondalar y los recuerdos que su presencia le evocaba–. Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba Zolena. –Nuevamente lo escrutó con la mirada–. Aunque sí has cambiado. Has crecido un poco. Estás más apuesto que nunca…
Él hizo ademán de protestar, pero ella se lo prohibió con un gesto de negación.
–Nada de objeciones, Jondalar. Sabes que es la verdad. Pero hay una diferencia. Te noto… ¿cómo te diría? Ya no tienes aquella expresión de avidez, aquella necesidad que toda mujer quería satisfacer. Creo que has encontrado lo que andabas buscando. Posees una clase de felicidad que nunca habías tenido.
–Nunca he podido ocultarte nada –declaró Jondalar con una sonrisa de entusiasmo casi infantil–. Es Ayla. Planeamos unirnos en la ceremonia matrimonial de este verano. Supongo que podríamos haber celebrado una ceremonia de unión antes de ponernos en marcha o a lo largo del camino, pero preferíamos esperar a llegar a casa para que tú rodearas nuestras muñecas con la correa y ataras el nudo.
Por el mero hecho de hablar de ella le había cambiado el semblante, y la Zelandoni percibió por un instante el amor casi obsesivo que sentía por aquella mujer llamada Ayla. Eso la preocupó, despertó todos los instintos de protección que sentía por los suyos –en particular por aquel joven– en su calidad de representante, voz e instrumento de la Gran Madre Tierra. La Zelandoni conocía las poderosas emociones contra las que Jondalar había tenido que luchar durante su maduración, y que finalmente había aprendido a mantener bajo control. Pero una mujer por la que sentía amor tan intenso podía causarle un daño profundo, quizá incluso arruinar su vida. Miró a Jondalar con los ojos entornados. Quería obtener más información acerca de aquella joven que lo había cautivado de modo tan absoluto. ¿Qué clase de influencia ejercía sobre él?
–¿Cómo estás tan seguro de que es la mujer idónea para ti? ¿Dónde la conociste? ¿Qué sabes realmente de ella?
Jondalar percibió su preocupación, pero también algo más, algo que lo inquietó. La Zelandoni era la guía espiritual de más alto rango en toda la zelandonia, y no en vano era la Primera. Era una mujer poderosa, y Jondalar no quería que se pusiera en contra de Ayla. La mayor duda que él –y también Ayla, como él bien sabía– había albergado durante el largo y penoso viaje de regreso a casa era si ella sería aceptada o no por los suyos. Pese a las excepcionales cualidades de Ayla, había ciertos aspectos que Jondalar deseaba que mantuviera en secreto, aunque no creía que Ayla se prestara a ello. Podría encontrar ya dificultades suficientes –y probablemente así sería con algunas personas– sin necesidad de enemistarse con esa mujer en concreto. Ayla necesitaba el apoyo de la Zelandoni más que el de ninguna otra persona.
Jondalar extendió los brazos y cogió a la mujer por los hombros, consciente de que era preciso convencerla de algún modo, aunque no sabía cuál, de que no sólo debía aceptar a Ayla, sino que también debía ayudarla. Mirándola a los ojos, no pudo evitar acordarse del amor que en otro tiempo habían compartido, y de pronto comprendió que, por difícil que fuera, lo único que podía darle resultado con la Zelandoni era ser totalmente franco.
Jondalar era un hombre reservado en cuestión de sentimientos; había aprendido a controlar sus intensas emociones guardándoselas sólo para él. No le era fácil, pues, hablar de eso a nadie, ni siquiera a una persona que lo conocía tan bien como aquella mujer.
–Zelandoni… –suavizó el tono de voz–. Zolena…, sabes bien que fuiste tú quien anuló mi interés por las otras mujeres. Yo era poco más que un niño, y tú eras la mujer más excitante que podía anhelar un hombre. No era yo el único en cuyos sueños húmedos aparecías, pero tú hiciste realidad los míos. Te deseaba ardientemente, y cuando viniste a mí, cuando te convertiste en mi mujer donii, nunca me saciaba de ti. Tú llenaste los inicios de mi virilidad, pero sabes que no terminó ahí. Yo quería más, y también tú, por más que te resistieras. Pese a estar prohibido, te amaba, y tú me amabas a mí. Todavía te amo. Siempre te amaré... Ni siquiera más tarde, a mi regreso, después de vivir un tiempo con Dalanar, con quien me envió mi madre tras las molestias que causamos a todo el mundo, encontré a alguna mujer que pudiera compararse ni remotamente a ti. Incluso yaciendo agotado junto a otra, te deseaba, y no sólo deseaba tu cuerpo, quería compartir un hogar contigo. No me importaba la diferencia de edad, ni la norma de que ningún hombre debía enamorarse de su donii. Quería pasar toda mi vida a tu lado.
–Y ya ves lo que habrías conseguido, Jondalar –dijo Zolena. Se sentía conmovida, más de lo que imaginaba que podía llegar a estar a esas alturas–. ¿Me has mirado bien? No sólo soy más vieja que tú. He engordado tanto que empieza a resultarme difícil ir de un lado a otro. Y menos mal que aún conservo las fuerzas, si no tendría muchos más problemas; aunque con el tiempo, sin duda, los tendré. Tú eres joven, y es un placer mirarte; las mujeres se mueren por ti. La Madre me eligió. Debía de saber que un día me parecería a ella. Eso está bien para una Zelandoni, pero en tu hogar no habría sido más que una mujer vieja y gorda, y tú seguirías siendo un joven apuesto.
–¿Crees que me habría importado? Zolena, tuve que ir más allá del final del Río de la Gran Madre para encontrar a una mujer que pudiera compararse a ti. No te imaginas lo lejos que es. Pero volvería a ir hasta allí, y aún más lejos. Doy gracias a la Gran Madre por haber hallado a Ayla. La amo, como te habría amado a ti. Trátala bien, Zolena…, Zelandoni. No le hagas daño.
–Ésa es la cuestión. Si es adecuada para ti, si está a tu altura, yo no podría hacerle daño, y ella no te haría daño a ti, no podría. Eso es lo que necesito saber, Jondalar.
Los dos miraron hacia la entrada al retirarse la cortina. Ayla entró en la vivienda cargada con las mochilas de viaje y vio a Jondalar con las manos en los hombros de aquella mujer enorme. Él apartó de inmediato las manos con expresión de desconcierto, casi de vergüenza, como si Ayla lo hubiera sorprendido haciendo algo indebido.
¿Qué había en el modo en que Jondalar miraba a la mujer, en la manera en que la sujetaba por los hombros? ¿Y en la mujer? A pesar de su corpulencia, su actitud tenía algo de seductora. Pero enseguida quedó patente otro rasgo. Al volverse hacia Ayla, la Zelandoni se movió con un aplomo y una calma que eran señal manifiesta de su autoridad.
Para la joven era casi un acto reflejo observar los pequeños detalles en la expresión y la postura en busca de un significado. El clan, la gente que la crio, no usaba las palabras para comunicarse. Recurrían a las señales, los gestos y los matices de la expresión facial y la actitud. Viviendo con los Mamutoi, su capacidad de comprensión del lenguaje corporal se había desarrollado y ampliado hasta incluir la interpretación de las señales y gestos inconscientes de quienes utilizaban el lenguaje oral. De repente, Ayla supo quién era aquella mujer, y que entre Jondalar y ella había ocurrido algo que la atañía directamente. Intuyó que se enfrentaba a una prueba crítica, pero no vaciló.
–¿Es ella, verdad, Jondalar? –dijo Ayla acercándose.
–¿A qué se refiere? –inquirió la Zelandoni mirando fijamente a la forastera.
Ayla le sostuvo la mirada sin pestañear.
–Eres la mujer a quien debo dar las gracias –respondió–. Hasta que conocí a Jondalar no comprendía los dones de la Madre, en especial su don de los placeres. Sólo había conocido el dolor y la ira, pero él me trató con paciencia y consideración, y aprendí a conocer la dicha. Me habló de la mujer que lo había instruido. Gracias, Zelandoni, por instruir a Jondalar para que así él pudiera entregarme su don. Pero te agradezco, además, algo mucho más importante… y más difícil para ti. Gracias por renunciar a él para que pudiera encontrarme.
La Zelandoni estaba sorprendida, aunque apenas dio señales de ello. Las palabras de Ayla no eran ni mucho menos lo que esperaba oír. Se miraron a los ojos. La Zelandoni escrutó a Ayla tratando de sondearla en profundidad, de percibir sus sentimientos, de discernir la verdad. Comprendía el lenguaje corporal y las señales inconscientes de forma semejante a Ayla, aunque era aún más intuitiva. Había desarrollado esa aptitud mediante la observación y el análisis instintivo, pero no por ello su sagacidad era menor. La Zelandoni ignoraba cómo Ayla sabía quién era ella; pero lo cierto era que, sencillamente, lo sabía.