Read Los refugios de piedra Online
Authors: Jean M. Auel
–Hace un día magnífico –comentó aproximándose a ella con su orgullosa virilidad erecta.
–Sabes, esta mañana me apetece ir a nadar contigo –propuso ella–. Aquel estanque situado corriente arriba no está lejos de aquí.
–¿Cuándo quieres ir? –preguntó Jondalar–. Me ha llegado el olor a comida.
Ayla sonrió maliciosamente.
–Quizá ahora. Puedo apartar la comida del fuego.
–Vayamos, pues –dijo él cogiéndola entre sus brazos y besándola–. Me pondré la ropa. Podemos ir hasta allí a caballo –sonrió–. Así llegaremos antes.
Ayla cogió la mochila pero montaron a pelo. Llegaron al estanque al cabo de un momento y dejaron pacer en libertad a los caballos. Extendieron una piel en la tierra y, riendo, corrieron hacia el agua. Lobo corrió con ellos, pero mientras chapoteaban en el estanque, otra cosa reclamó su interés.
–Esto sienta tan bien, es tan refrescante –comentó Ayla zambulléndose.
Jondalar se zambulló también. Cruzaron el estanque a nado, y cuando salían del agua, él tendió un brazo hacia ella.
–Además de sentarte muy bien –dijo–, estoy seguro de que ahora, después del baño sabes incluso mejor. –La levantó en brazos y fue a dejarla en la piel–. Ayer fue muy precipitado. Hoy tenemos tiempo.
La contempló con sus asombrosos ojos azules. Luego se inclinó para besarla, lentamente y con mucha ternura, apretándose contra ella, notando su piel fría después del baño y el calor procedente del interior de su cuerpo. Le mordisqueó la oreja, le besó la garganta, buscó a tientas su pecho y encontró el pezón. Era lo que él quería, lo que ella deseaba.
Se tomó su tiempo, acariciando, apretando, frotando uno con los dedos; chupando y mordisqueando el otro. Notó que estaba a punto. A Ayla, su contacto y sus caricias despertaban sensaciones que recorrían todo su cuerpo, como relámpagos, llegando a las partes del placer. Jondalar le frotó el vientre redondeado y le encantó percibir su abultamiento, consciente de que dentro crecía un niño. Luego descendió un poco más, buscando el montículo y la hendidura que lo surcaba.
Ella se arqueó y él encontró el pequeño botón. La intensa palpitación de las sensaciones cobró mayor fuerza dentro de ella. Luego Jondalar se colocó entre sus piernas, abrió sus pliegues rosados y los contempló un momento. Después cerró los ojos y dejó que su lengua captara el sabor. Ésa era la mujer que deseaba, la única con ese sabor. Ésa era Ayla.
Ella permaneció inmóvil, dejando que la explorara, que descubriera los puntos calientes. Al cabo de unos instantes, Jondalar encontró de nuevo el botón y, usando la lengua, empezó a juguetear con él, moviéndolo, frotándolo, chupándolo. Ayla comenzó a gemir, concentrada en su propio placer, ese placer que Jondalar sabía proporcionarle. Se apretó aún más contra su boca cuando él aceleró el ritmo, y los gemidos que escapaban de su garganta aumentaron de volumen e intensidad.
Jondalar notó la tensión de su propio miembro y ansió sentirse dentro de ella, pero antes quería hacerla llegar a su clímax, que estaba a punto de alcanzar. Entonces, de repente, el placer irrumpió dentro de ella en olas ascendentes, y Ayla deseó sentirlo dentro de ella.
Tiró de él y lo ayudó a entrar. Aguardó el primer placentero embate. Jondalar se retiró y volvió a embestir, a llenarla. Notó los cálidos pliegues de ella alrededor de su miembro cada vez que penetraba profunda y completamente. Se acoplaban a la perfección. Ésa era la mujer que deseaba. Podía albergarlo totalmente; no debía preocuparse por el gran tamaño de su verga. Se retiró casi del todo y arremetió de nuevo, una y otra vez. Ella percibió una creciente sensación de placer, sus suspiros eran más ahogados y acelerados.
Y entonces la palpitación creció hasta recorrer a Jondalar de arriba abajo. Dejó de contenerse cuando ella alcanzó la cima de su placer. Se retiró y embistió unas cuantas veces más, y por fin se abandonó y se relajó sobre ella. Ayla no quería que se moviera. Le encantaba tenerlo encima de ese modo. Quería saborear los placeres y relajarse también.
Fueron a nadar de nuevo, pero esta vez, cuando salieron del agua, Ayla sacó de la mochila las suaves pieles de secarse. Llamaron a los caballos con un silbido y regresaron a su campamento. Lobo estaba allí, paseándose alrededor de la tienda, gruñendo, y los caballos parecían nerviosos.
–Ahí hay algo –dijo Ayla–. A Lobo no le gusta, y los caballos parecen inquietos. ¿No serán los lobos que oímos anoche?
–No lo sé, pero después de comer podríamos recoger la tienda e ir a hacer una larga excursión, ¿no crees? –propuso Jondalar–. Quizá podríamos pasar la noche en otro sitio.
–Buena idea –contestó Ayla–. De camino, podemos pasar por el alojamiento y dejar la ropa de la ceremonia. Así también podremos coger el resto de nuestras cosas de viaje e ir a explorar la zona. Cuando regresemos, podemos plantar la tienda cerca del estanque. Casi nadie va por allí. Será mejor que nos llevemos a Lobo. Alguna manada podría creer que ha invadido su territorio, y podría tratar de pelear con él para defenderlo.
Cuando llegaron a caballo al campamento de la Novena Caverna y desmontaron cerca de su alojamiento, la gente actuó como si no los viera; pasaban de largo junto a ellos y desviaban la mirada. Ayla identificó la situación y sintió un escalofrío: aquello era como la maldición del clan. Sabía qué significaba que las personas a quienes se ama te rehuyan y se nieguen a verte aunque estés delante agitando los brazos y vociferando.
Entonces vio a Folara mirándolos y tratando de ocultar una sonrisa, y se relajó. No había mala voluntad. Era el período de prueba, y ella y Jondalar no podían hablar con nadie. No obstante, advirtió que otros los miraban de soslayo y procuraban no sonreírles. Saltaba a la vista que todos eran muy conscientes de su presencia. Entraron en el alojamiento en el preciso momento en que Marthona salía. Se cedieron paso mutuamente sin cruzar palabra, pero la mujer de mayor edad los miró a la cara y sonrió. No consideró necesario atenerse a rajatabla a las normas de eludirse, ya que le pareció que bastaba con no hablarles ni inducirlos a hablar.
Dejaron sus prendas ceremoniales en los sacos rellenos de sus sitios de dormir vacíos y cogieron sus pertrechos de viaje. Luego fueron hasta el sitio de Willamar y Marthona. En la cama la madre de Jondalar había dejado la bolsa de cuero crudo con el amuleto de Ayla, y colocado al lado un poco de comida que les había guardado. Ayla estuvo a punto de dar las gracias en voz alta, pero se contuvo, y con una fugaz sonrisa hizo las señas del clan que significaban: «Agradezco tu amabilidad, madre de mi compañero».
Marthona no comprendió las señas, pero interpretó que eran un gesto de gratitud y sonrió a la joven que era ya compañera de su hijo, pensando que podría ser útil aprender algunos de aquellos gestos. Podía resultar interesante comunicarse sin hablar, y sin que nadie más supiera lo que uno decía. Cuando se marcharon, Marthona se acercó a su cama y contempló la ropa que habían usado la noche anterior.
Con aquella túnica blanca, Jondalar había llamado la atención, aunque normalmente él solía atraer hacia sí las miradas de los demás. Desde luego, era asombrosa y revelaba una avanzada técnica en la elaboración de la piel. No obstante, el conjunto de Ayla había causado más revuelo, tal como Marthona había previsto. De hecho, ya había inducido a algunos a reconsiderar el rango que estaban dispuestos a reconocerle a Ayla. Marthona había invitado aquel día a algunas personas a tomar vino de arándano, que recientemente había empezado a servir tras mantenerlo almacenado durante dos años en un rincón seco y oscuro de su morada, dentro de un odre hecho con el estómago bien lavado y tapado de un alce. Decidió que colocaría unos cuantos candiles estratégicamente situados en el alojamiento para que vieran mejor el interior. Se inclinó y extendió la túnica y los calzones, arreglándolos luego para dejar a la vista una zona en particular de la labor de cuentas que había quedado cubierta por un pliegue.
Ayla y Jondalar disfrutaron de aquellos días de simbólica separación del resto de los zelandonii. Fue como revivir el viaje pero sin la presión que éste había supuesto. Dedicaron aquellos largos días estivales a cazar, pescar y recolectar para cubrir sus necesidades, y también a nadar y montar a caballo. Lobo los acompañaba sólo a ratos, y Ayla lo echaba de menos cuando no estaba. Parecía que le costaba decidir si quedarse con aquellos humanos a quienes adoraba o regresar al bosque, donde había descubierto algo que por lo visto le fascinaba. Siempre los encontraba, acamparan donde acamparan, y Ayla se alegraba mucho cuando lo veía aparecer en la tienda. Le prestaba mucha atención, lo acariciaba y mimaba, le hablaba y cazaba con él. Normalmente las atenciones de Ayla lo animaban a quedarse un tiempo, pero al final volvía a marcharse, y a menudo pasaba una o más noches fuera.
Exploraron los montes y valles de los alrededores. Jondalar redescubrió su territorio, que tan bien creía conocer. Recorrerlo a caballo y cubrir largas distancias en un breve tiempo, le permitió verlo en toda su extensión y de una forma muy distinta. Pudo conocer mucho mejor aquellas tierras, a la vez que ambos pudieron tener una idea más aproximada de la riqueza de la región. En manadas y caminando en solitario, vieron la gran cantidad y diversidad de animales que habitaban el territorio de los zelandonii.
La mayoría de los pacedores y los ramoneadores compartían plácidamente los mismos campos, praderas y bosques, y ninguno de ellos prestaba atención a los dos caballos montados por humanos, por lo que podían acercarse mucho. A Ayla le gustaba permanecer sobre el lomo de Whinney mientras la yegua pacía y observar a los otros animales. Jondalar a menudo se unía a ella, aunque también dedicaba parte de su tiempo a otras cosas. Preparaba un lanzavenablos y lanzas para Lanidar, que fueran más acordes con su tamaño; esperaba que los cambios que estaba incluyendo en el arma hicieran más fácil su utilización con un solo brazo.
No obstante, Jondalar estaba con Ayla cuando se encontraron con una manada de bisontes una tarde.
Pese a que los hombres habían cazado muchos uros y bisontes, la cantidad se volvía insignificante al contemplar el gran número de animales que deambulaban por el paisaje abierto. Nunca se veía juntos a aquellos dos característicos bóvidos. Se eludían mutuamente. A Ayla y Jondalar, que habían matado y ayudado a descuartizar a muchos bisontes en los últimos tiempos, les resultó muy interesante observarlos moverse en su hábitat. Los pacedores habían perdido su pelo lanoso, oscuro y tupido durante la muda de primavera, y aparecían cubiertos del pelaje más claro del verano. Ayla disfrutaba sobre todo contemplando a los alegres y juguetones becerros, todavía bastante jóvenes, ya que las hembras parían a finales de la primavera y comienzos del verano. Las crías se desarrollaban bastante despacio y requerían mucha atención, a pesar de lo cual muchas veces caían presas de osos, lobos, linces, hienas, leopardos, algún que otro león cavernario… y de los humanos.
Abundaban los ciervos de diversas especies, y los había de todos los tamaños, desde el enorme megacero hasta el pequeño corzo. Jondalar y Ayla vieron una reducida manada de megaceros, compuesta íntegramente por machos, con sus delicados hocicos alargados y sus extraordinarias cornamentas. Las astas tenían la forma de una mano con los dedos extendidos, y si bien podían llegar a alcanzar una envergadura de más de tres metros y medio y pesar alrededor de setenta y cinco kilos, aquéllos en concreto eran ejemplares jóvenes y estilizados, con apéndices todavía pequeños. No habían desarrollado aún los cuellos enormes y musculosos de los machos adultos, pese a que todos tenían joroba en la cruz, donde se insertaban los tendones que sostendrían en el futuro las enormes cornamentas. Incluso los megaceros jóvenes evitaban los bosques, donde sus astas podían quedar atrapadas entre las ramas. El gamo moteado era la variedad de bosque.
En una zona pantanosa vieron a un ciervo solitario de otra clase, alto y desgarbado, con la cornamenta palmeada de menor tamaño, pero muy robusta, de pie en medio del agua; hundía la cabeza en el pantano y la sacaba con la boca llena de chorreantes plantas acuáticas. Su hocico era grande. Se lo conocía como alce.
Mucho más corriente era la variedad de alce conocida allí como ciervo rojo. Estos animales tenían también grandes astas, pero de tipo ramificado. Los ciervos rojos eran básicamente pacedores y podían vivir tanto en las montañas como en las estepas. Ágiles y audaces, las laderas escarpadas y el terreno escabroso no los disuadían; tampoco los estrechos salientes de roca si había hierba para tentarlos. Les gustaban los bosques con espacio suficiente entre los árboles para permitir la aparición de helechos y matorrales o con claros soleados, aunque también eran hábitats aceptables los brezales y las estepas abiertas.
Al ciervo rojo no le gustaba correr, pero con las zancadas de sus largas patas o su trote brioso se movía con rapidez, y si lo perseguían, podía correr muchos kilómetros y, de un salto, cubrir doce metros de longitud o salvar obstáculos de casi tres metros de altura. Además, era un excelente nadador. Aunque prefería comer hierba, podía alimentarse de hojas, brotes, bayas, setas, brezos, corteza de árbol, bellotas, hayucos y frutos secos. El ciervo rojo se agrupaba en manadas poco numerosas durante esa época del año, y Ayla y Jondalar vieron varios en una pradera, junto a un arroyo, y se detuvieron a observarlos. La hierba empezaba a adquirir un tono dorado y unas cuantas hayas frondosas se alineaban en una orilla mientras que en la otra se extendía una considerable franja de bosque.
Era una manada compuesta por machos de diversas edades, todos ellos con una magnífica cornamenta. Ésta empezaba a aparecer en los machos de alrededor de un año, primero en forma de dos puntas aisladas. Salía a principios de la primavera, y luego crecía casi de inmediato. Cada año se añadía un nuevo tronco, que al llegar el verano se había desarrollado ya por completo y aparecía revestido de una suave piel surcada por infinidad de vasos sanguíneos que transportaban los nutrientes necesarios para permitir un crecimiento tan rápido de las astas. Entre mediados y finales del verano, esa piel aterciopelada se secaba y producía al animal un intenso picor, por lo que el ciervo se rascaba en árboles y rocas para desprenderse de ella. No obstante, a menudo la piel sanguinolenta colgaba en jirones antes de desaparecer totalmente.