Los Pilares de la Tierra (45 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Miró a lo largo del pasillo, tentado de abandonar el santo y salvar su vida... y entonces vio al hermano Milius, a Cuthbert Whitehead y a Tom Builder que se dirigían hacia él, tres figuras perfectamente corpóreas que acudían presurosos en su ayuda. Sintió desbordársele el corazón de alegría y de repente no estuvo seguro de que hubiera demonio alguno en el tejado.

—¡Gracias sean dadas a Dios! —exclamó—. Ayudadme con esto —dijo innecesariamente.

Tom Builder dirigió una mirada experta al tejado. No pareció haber visto diablo alguno.

—Apresurémonos —dijo, sin embargo.

Cada uno cogió una esquina y colocaron el ataúd sobre sus hombros. Hubieron de hacer un verdadero esfuerzo aún siendo cuatro.

—¡Adelante! —dijo Philip.

Caminaron a lo largo del pasillo tan deprisa como les fue posible, encorvados bajo aquel enorme peso. Cuando llegaron al crucero sur, Tom dijo:

—¡Esperad!

El suelo era una carrera de obstáculos de pequeñas hogueras, y continuamente caían más fragmentos de madera ardiendo. Philip miró a través de la brecha intentando trazar mentalmente una ruta a través de las llamas. Durante los escasos momentos que se detuvieron, por el extremo oeste de la iglesia comenzó un ruido sordo. Philip miró hacia arriba embargado por el temor. El retumbo se convirtió en un trueno.

—Es de construcción floja como la otra —dijo Tom Builder con tono enigmático.

—¿Qué es eso? —gritó Philip.

—La torre suroeste.

—¡Oh, no!

El trueno fue adquiriendo intensidad. Philip contempló horrorizado cómo todo el extremo oeste de la iglesia pareció avanzar una yarda, como si la mano de Dios lo hubiera golpeado. Unas diez yardas de tejado cayeron dentro de la nave con el impacto de un terremoto.

Luego, toda la torre suroeste empezó a desmoronarse y a caer como un corrimiento de tierras, dentro de la iglesia.

La conmoción tenía paralizado a Philip. Su iglesia se estaba desintegrando ante sus propios ojos. Serían precisos años para reparar los daños, incluso si pudiera encontrar el dinero necesario. ¿Qué haría? ¿Cómo continuaría el monasterio? ¿Era acaso el final del priorato de Kingsbridge?

El movimiento del ataúd sobre su hombro al ponerse de nuevo en marcha los otros tres hombres le sacó de su ensimismamiento. Philip seguía a donde le llevaran. Tom fue abriéndose camino a través de un laberinto de hogueras. Un tizón ardiendo cayó sobre la tapa del ataúd pero afortunadamente se deslizó hasta el suelo sin alcanzar a ninguno de ellos. Un momento después llegaban al extremo opuesto. Cruzaron la puerta y salieron de la iglesia al aire frío de la noche. Philip estaba tan abrumado por la destrucción de la iglesia que no sintió alivio alguno por haberse salvado. Recorrieron presurosos el claustro hasta el arco sur y pasaron a través de él.

—Aquí estamos seguros —dijo Tom cuando se encontraron lejos de los edificios. Bajaron con alivio el ataúd hasta el helado suelo.

Philip necesitó unos minutos para recuperar el aliento. Y durante esa pausa comprendió que no era el momento de mostrarse anonadado. Era el prior y el monasterio estaba a su cargo. ¿Cuál debería ser su próximo movimiento? Tal vez fuera prudente asegurarse de que todos los monjes estaban sanos y salvos. Volvió a respirar hondo y luego, enderezando los hombros miró a los otros.

—Tú, Cuthbert, quédate aquí vigilando el ataúd del santo —dijo—. Los demás seguidme.

Les condujo por detrás de los edificios de la cocina, pasando entre la cervecería y el molino y atravesando la pradera hasta la casa de invitados. Allí se encontraban en pie los monjes, la familia de Tom y la mayoría de los aldeanos, formando grupos, hablando en voz baja y mirando atónitos la iglesia en llamas. Antes de hablarles, Philip se volvió a mirarla. El panorama era penoso. Todo el lado oeste era un montón de escombros y se alzaban grandes llamas de lo que quedaba del techo.

Apartó la vista haciendo un esfuerzo.

—¿Está todo el mundo aquí? —preguntó en voz alta— Si creéis que falta alguien, decid su nombre.

—Cuthbert Whitehead —dijo alguien.

—Se encuentra acompañando los huesos del santo. ¿Alguien más?

No faltaba nadie más.

—Cuenta los monjes y asegúrate. Debe de haber cuarenta y cinco incluidos tú y yo —dijo Philip a Milius. Sabía que podía confiar en él y dejó de pensar en aquella cuestión. Se volvió hacia Tom Builder—. ¿Está toda su familia aquí?

Tom les señaló asintiendo. Se encontraban en pie junto al muro de la casa. La mujer, el hijo mayor y los dos pequeños. El muchacho pequeño miró asustado a Philip.
Debe haber sido una experiencia aterradora para ellos
, se dijo.

El sacristán estaba sentado sobre la caja del tesoro. Philip se había olvidado de ella y se sintió aliviado al ver que estaba a salvo.

—El ataúd de Saint Adolphus está detrás del refectorio, hermano Andrew —dijo dirigiéndose al sacristán—. Que te acompañen algunos hermanos para ayudarte y llévalo... —reflexionó un instante. Probablemente el lugar más seguro era la residencia del prior—, llévalo a mi casa.

—¿A tu casa? —argumentó Andrew—. Las reliquias deberían quedar a mi cuidado, no al tuyo.

—Entonces deberías haberlas rescatado de la iglesia —contestó encolerizado Philip—. ¡Haz lo que te digo y no quiero oír una palabra más!

El sacristán se levantó reacio; parecía furioso.

—Apresúrate o te despojaré de tu cargo inmediatamente. —Volvió la espalda a Andrew y se dirigió a Milius—. ¿Cuántos?

—Cuarenta y cuatro, además de Cuthbert. Once novicios. Cinco huéspedes. No falta nadie.

—Gracias a Dios —Philip se quedó mirando el fuego que ardía de furia, parecía casi un milagro que todos estuvieran vivos y nadie hubiera resultado herido. Se dio cuenta de que estaba exhausto, pero se sentía demasiado preocupado para sentarse y descansar—. ¿Hay algo más de valor que tengamos que rescatar? —preguntó—. Tenemos el tesoro y las reliquias...

—¿Y qué hay de los libros? —preguntó Alan, el joven tesorero.

Philip lanzó un gemido. Claro, los libros. Se guardaban en un armario cerrado en la parte este del claustro, junto a la puerta de la sala capitular, para que los monjes pudieran cogerlos durante los ratos de estudio. Se necesitaría mucho tiempo en condiciones peligrosas para sacar los libros uno a uno. Tal vez algunos de los jóvenes más fuertes podrían coger el armario entero y llevarlo a un sitio seguro. Philip miró en derredor. El sacristán había elegido ya media docena de monjes para que se ocuparan del ataúd y estaban atravesando el césped. Philip indicó a tres monjes jóvenes y a tres de los novicios más antiguos que le siguieran.

Retrocedió sobre sus pasos a través del espacio abierto delante de la iglesia en llamas. Estaba demasiado cansado para correr. Pasaron entre el molino y la cervecería y dieron vuelta hasta la trasera de la cocina y del refectorio. Cuthbert Whitehead y el sacristán estaban organizando el traslado del ataúd. Philip condujo a su grupo a través del pasadizo que separaba el refectorio del dormitorio y por debajo de la arcada sur hasta el claustro.

Podía sentir el calor del fuego. El gran armario biblioteca tenía tallas en las puertas representando a Moisés y las Tablas de la Ley de piedra. Philip indicó a los jóvenes que inclinaran el armario hacia delante y lo cargaran sobre sus hombros. Lo llevaron alrededor del claustro hasta la arcada sur. Allí Philip se detuvo y volvió la vista atrás mientras los otros seguían. Sintió que le embargaba un profundo dolor ante el espectáculo de la iglesia en ruinas. Ahora ya había menos humo y más llamas, habían desaparecido partes enteras del tejado. Mientras lo miraba, el techo sobre el cruce pareció pandearse y se dio cuenta de que sería el próximo en caer. Se oyó un golpe brutal, mucho más estruendoso que ninguno de los que había oído antes y cayó el tejado del crucero sur. Philip sintió un dolor casi físico, como si su propio cuerpo estuviera ardiendo. Un momento después el muro del crucero pareció combarse hacia el claustro.

Que Dios nos ayude,
se dijo Philip,
va a desplomarse.
Cuando empezó a venirse abajo la obra de piedra, desparramándose, se dio cuenta de que caían en dirección suya, y dio media vuelta para huir. Pero antes de haber podido dar tres pasos, algo le golpeó detrás de la cabeza y quedó inconsciente.

Para Tom, el furioso incendio que estaba destruyendo la catedral de Kingsbridge era un faro de esperanza. A través de la pradera contempló las inmensas llamas que se alzaban al aire de las ruinas de la iglesia y todo lo que se le ocurrió fue que aquello prometía trabajo. Aquella idea le había estado rondando por la cabeza desde que había salido con los ojos legañosos de la casa de invitados, y había visto el débil destello rojo a través de las ventanas de la iglesia. Todo el tiempo que había pasado indicando a los monjes que se apresuraran para ponerse a salvo y entrando precipitadamente en la iglesia en llamas para buscar al prior Philip y sacando el ataúd del santo afuera, se había sentido embargado sin remordimiento por un optimismo feliz.

Pero ahora que tenía un momento para reflexionar se le ocurrió que no debía alegrarse de que una iglesia se quemara, aunque pensó que de todas formas nadie había resultado herido, habían puesto a salvo el tesoro del priorato y además la iglesia era vieja y prácticamente se estaba derrumbando. Así que ¿por qué no alegrarse?

Los jóvenes monjes volvían atravesando la pradera y llevando consigo el pesado armario con los libros.
Todo cuanto he de hacer ahora,
pensaba Tom,
es lograr que me den el trabajo de reconstruir esta iglesia. Y ahora es el momento de hablar con el prior Philip.

Pero éste no estaba con los monjes que transportaban el armario de los libros. Llegaron a la casa de invitados y dejaron en el suelo el armario.

—¿Dónde está vuestro prior? —les preguntó Tom.

El de más edad miró sorprendido hacia atrás.

—No lo sé —dijo—. Creí que venía detrás de nosotros.

Tal vez se hubiera retrasado observando el incendio,
se dijo Tom.
Pero acaso se encontrara en dificultades.

Sin pensárselo dos veces, Tom atravesó corriendo la pradera y dio la vuelta hasta la trasera de la cocina. Esperaba que Philip se encontrara bien, no sólo porque parecía ser un hombre muy bueno sino también por ser el protector de Jonathan. Sin Philip nadie sabía lo que podría ocurrirle al bebé.

Tom encontró a Philip en el pasadizo entre el refectorio y el dormitorio. Se sintió aliviado al ver al prior sentado en el suelo y erguido. Parecía aturdido pero no herido. Tom le ayudó a ponerse en pie.

—Algo me golpeó la cabeza —dijo Philip confuso.

Tom miró detrás de él. El crucero sur se había derrumbado sobre el claustro.

—Tenéis suerte de estar vivo —dijo Tom—. Dios debe teneros reservado algo.

Philip sacudió la cabeza para despejarse.

—Quedé inconsciente por un instante. Ahora ya estoy bien. ¿Dónde están los libros?

—Los llevaron a la casa de invitados.

—Volvamos a ella.

Tom sujetó por el brazo a Philip mientras caminaban. Pudo darse cuenta de que el prior no estaba herido, aunque sí trastornado. Para cuando estuvieron de regreso en la casa de invitados, el incendio de la iglesia había superado ya su apogeo y las llamas empezaban a perder algo de fuerza. Tom podía distinguir con toda claridad los rostros de la gente y entonces se dio cuenta algo asombrado de que estaba amaneciendo.

Philip empezó de nuevo a organizar las cosas. Dijo a Milius Kitchener que hiciera gachas para todo el mundo y autorizó a Cuthbert Whitehead a abrir un barril de vino fuerte para reconfortar a todos, mientras tanto. Ordenó que se encendiera el fuego en la casa de invitados y que los monjes de más edad entraran en ella para resguardarse del frío. Empezó a llover, espesas cortinas de agua zarandeadas por el viento, realmente glaciales, y las llamas en la destruida iglesia se apagaron pronto.

Cuando todo el mundo se encontraba de nuevo atareado, Philip se alejó solo de la casa de invitados, dirigiéndose a la iglesia. Tom le vio y fue tras él. Era su oportunidad. Si pudiera manejar bien la situación, podría trabajar allí durante años. Philip se detuvo, observando lo que había sido el extremo norte de la iglesia, sacudiendo tristemente la cabeza ante aquel desastre como si fuera su propia vida la que estuviera en ruinas. Tom se mantuvo en pie, junto a él, sin decir palabra. Al cabo de un rato Philip se puso de nuevo en movimiento, caminando a lo largo del costado norte de la nave, a través del cementerio. Tom iba observando también los daños mientras caminaba.

El muro norte de la nave todavía se encontraba en pie, pero el crucero norte y parte del muro norte del presbiterio se habían venido abajo. La iglesia todavía tenía el extremo este. Le dieron la vuelta y miraron hacia el lado sur. La mayor parte del muro sur se había desplomado y el crucero sur se había derrumbado dentro del claustro. La sala capitular todavía seguía en pie. Caminaron hacia la arcada que conducía al paseo este del claustro. Allí se encontraron con el paso cerrado por un montón de escombros. Aquello parecía no tener arreglo, pero el ojo experto de Tom pudo reconocer que los paseos del claustro no estaban seriamente dañados, sólo sepultados bajo las ruinas de los derrumbamientos. Trepó por las piedras desprendidas hasta que pudo ver el interior de la iglesia. Justamente detrás del altar había una escalera medio oculta que conducía abajo, a la cripta. Ésta se encontraba debajo del coro. Tom lo examinó, estudiando el suelo de piedra sobre la cripta para comprobar si se había agrietado. No pudo ver grieta alguna. Era muy posible que la cripta estuviera intacta. No se lo diría todavía a Philip. Reservaría la noticia para un momento crucial.

Philip había seguido andando por detrás del dormitorio. Tom se apresuró a reunirse con él. Encontraron el dormitorio en perfecto estado. Siguieron caminando y descubrieron que los otros edificios monásticos estaban más o menos dañados: el refectorio, la cocina, el horno y la cervecería. Philip hubiera podido sentirse consolado por ello, pero seguía mostrándose abatido.

Terminaron donde habían empezado todo el circuito oeste completamente en ruinas. Habían completado todo el circuito del recinto del priorato sin cruzar una sola palabra. Philip respiró hondo y rompió el silencio.

—Esto es obra del demonio —dijo al fin.

Tom se dijo:
Ésta es mi ocasión.

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