Los Pilares de la Tierra (11 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Golpeó con toda su fuerza y el ladrón cayó al suelo como un muñeco abandonado.

Tom estaba demasiado tenso para sentirse aliviado. Se arrodilló junto al ladrón y empezó a registrarle.

—¿Dónde tiene la bolsa? ¡Dónde tiene la bolsa, maldición! —Resultaba difícil mover aquel cuerpo inerte. Finalmente Tom logró ponerlo boca arriba y le abrió la capa. Una gran bolsa de cuero colgaba de su cinturón. Tom la abrió. Dentro había otra bolsa de lana suave cerrada con un cordel. Tom la sacó. No pesaba—. ¡Vacía! Debe de tener otra —exclamó.

Sacó la capa de debajo del hombre y la palpó cuidadosamente. No tenía bolsillos disimulados ni nada por el estilo. Le quitó las botas; dentro no había nada. Sacó del cinturón su cuchillo de comer y rajó las suelas. Nada.

Introdujo impaciente su cuchillo por el cuello de la túnica de lana, rasgándola hasta el orillo. No llevaba oculto ningún cinturón con dinero.

El hombre yacía en medio del enfangado camino, desnudo salvo por sus medias. Los dos campesinos miraban a Tom como si pensaran que estaba loco.

—¡No tiene ni un penique! —dijo Tom furioso a Agnes.

—Debe de haber perdido todo a los dados —dijo ésta con amargura.

—Espero que arda en las llamas del infierno —dijo Tom.

Agnes se arrodilló y puso la mano sobre el pecho del ladrón.

—Ahí es donde está ahora —dijo—. Lo has matado.

4

Para Navidad se morirían de hambre.

El invierno llegó pronto y fue tan frío, duro e implacable como el cincel de hierro de un cantero. En los árboles todavía quedaban manzanas cuando las primeras escarchas espolvorearon los campos. La gente decía que era una ola de frío, pensando que duraría poco, pero no fue así. En las aldeas que habían dejado para algo más adelante la labranza de otoño, rompieron sus arados en la tierra dura como la roca. Los campesinos se apresuraron a matar a los cerdos y a salarlos para el invierno, y los señores sacrificaron su ganado porque los pastos invernales no soportarían el mismo número de animales que en verano. Pero las interminables heladas secaron la hierba, y algunos de los animales que quedaban también murieron. Los lobos llegaron a estar desesperadamente famélicos y con la oscuridad entraban en las aldeas para robar gallinas escuálidas y niños desnutridos.

En los lugares de construcción en todo el país, tan pronto como llegaron las primeras heladas, se apresuraron a cubrir los muros y paredes construidos durante aquel verano con paja y estiércol a fin de aislarlos del frío más fuerte, ya que la argamasa no se había secado completamente y si se helaba podría agrietarse. Hasta la primavera no volverían a trabajar con argamasa. Algunos albañiles habían sido contratados tan sólo para el verano y regresaron a sus respectivas aldeas, donde eran más conocidos como hombres habilidosos que como albañiles, y solían pasar el verano haciendo arados, sillas de montar, guarniciones, carretas, palas, puertas y cualquier otra cosa que requiriera una mano hábil con el martillo, el escoplo y la sierra. Los demás albañiles se trasladaban a los alojamientos colgadizos del recinto; mientras duraba la luz del día se dedicaban a cortar piedras con formas intrincadas. Pero como las heladas fueron tempranas, el trabajo avanzaba demasiado deprisa. Y como los campesinos tenían hambre, los obispos, alcaldes y señores tenían menos dinero del esperado para trabajar en la construcción. Y por ello, a medida que avanzaba el invierno, fueron despedidos algunos albañiles.

Tom y su familia peregrinaron de Salisbury a Shaftesbury, y de allí a Sherborne, Wells, Bath, Bristol, Gloucester, Oxford, Wallingford y Windsor. Por todas partes ardía el fuego en el interior de las viviendas, en el patio de las iglesias y entre los muros del castillo resonaba la canción del hierro sobre la piedra, y los maestros constructores hacían pequeños modelos exactos de arcos y bóvedas con sus hábiles manos enfundadas en mitones. Algunos maestros se mostraron impacientes, bruscos o descorteses. Otros miraban tristemente a los hijos de Tom, delgados a más no poder, y a la mujer encinta, hablándole con amabilidad y sentimiento. Pero en labios de todos estaba la misma respuesta: no, aquí no hay trabajo para ti.

Siempre que podían recurrían a la hospitalidad de los monasterios, donde los viajeros podían hacer una especie de comida y encontrar un sitio para dormir. Pero la regla era estricta, sólo por una noche. Al madurar las zarzamoras en las espesas zarzas, Tom y su familia vivieron de ellas como los pájaros. Agnes solía encender en el bosque un fuego debajo de la olla de hierro y cocer gachas de avena. Pero aún así la mayor parte del tiempo se veían obligados a comprar pan a los panaderos o arenques en escabeche a los pescaderos, o a comer en las cervecerías y pollerías, que le resultaba más caro que prepararse ellos mismos la comida. Y por ello el dinero se iba esfumando de forma inexorable.

Martha, que no era de naturaleza delgada, había enflaquecido de manera inverosímil. Alfred seguía creciendo como una hierba en tierra poco profunda y se estaba haciendo larguirucho. Agnes comía poco, pero el bebé que llevaba en el vientre se hacía más y más comilón y Tom se daba cuenta de que a su mujer le atormentaba el hambre. A veces le ordenaba que comiera más, y entonces incluso su voluntad de hierro se doblegaba ante la autoridad de su marido y del hijo que aún no había nacido. Pese a ello no adquiría peso ni se ponía sonrosada como le había ocurrido durante otros embarazos. Por el contrario, tenía un aspecto macilento a pesar de su voluminoso vientre, parecido al de un niño hambriento en tiempos de extrema carestía.

Desde que salieron de Salisbury habían caminado las tres cuartas partes de un gran círculo y al final del año estaban de nuevo en el inmenso bosque que se extendía desde Windsor a Southampton. Se dirigían a Winchester. Tom había vendido todas sus herramientas de albañil y, salvo algunos peniques, se habían gastado todo el dinero.

Tan pronto como encontrara trabajo tendría que pedir prestadas herramientas o bien dinero para comprarlas Si no encontraba trabajo en Winchester no sabría qué hacer. En su pueblo natal tenía hermanos, pero estaba en el norte a varias semanas de viaje y la familia moriría de inanición antes de llegar allí. Agnes era hija única y sus padres habían muerto.

Mediado el invierno no había trabajo agrícola. Tal vez Agnes pudiera obtener algunos peniques como criada en alguna casa rica de Winchester. Lo que sí era seguro era que no podía seguir por mucho más tiempo recorriendo penosamente los caminos ya que pronto daría a luz.

Pero hasta Winchester aún les quedaban tres días de camino y en ese momento tenían hambre. Las zarzamoras se habían acabado, no había monasterio alguno a la vista y Agnes no tenía avena para cocerla en la olla que llevaba sujeta a la espalda. La noche anterior habían cambiado un cuchillo por una hogaza de pan de centeno, cuatro boles de caldo sin carne y un lugar para dormir junto al fuego en la cabaña de un campesino. Desde entonces no habían visto una sola aldea. Pero hacia la última hora de la tarde Tom vio subir humo de entre los árboles y descubrieron la cabaña de un solitario guarda forestal del Rey. Les dio un saco de nabos a cambio del hacha pequeña de Tom.

Desde entonces tan sólo habían caminado tres millas cuando Agnes dijo que estaba demasiado cansada para seguir. Tom se quedó sorprendido. Durante todos los años que habían vivido juntos jamás la había oído decir que estuviera demasiado cansada para hacer cualquier cosa.

Agnes se sentó al abrigo de un inmenso castaño de Indias junto al camino. Tom hizo un hoyo poco hondo para el fuego, utilizando una banqueta de pala de madera, una de las pocas herramientas que le habían quedado, ya que nadie quiso comprársela. Los niños recogieron ramitas y Tom encendió el fuego, cogiendo luego la olla y, yendo en busca de un arroyo, volvió con ella llena de agua helada y la colocó al borde del fuego. Agnes cortó a rebanadas algunos nabos.

Martha fue recogiendo las castañas caídas del árbol y Agnes le enseñó a pelarlas y a machacar la blanda pulpa hasta obtener una harina tosca que serviría para espesar la sopa de nabos. Tom envió a Alfred a por más leña, mientras él cogió un palo y se dedicó a hurgar entre las hojas secas que cubrían el suelo del bosque con la esperanza de encontrar un erizo hibernando o una ardilla para echarla al caldo. No hubo suerte.

Se sentó junto a Agnes mientras caía la noche y se iba haciendo la sopa.

—¿Nos queda algo de sal? —le preguntó.

Su mujer negó con la cabeza.

—Hace ya semanas que estás comiendo las gachas sin sal —le dijo—, ¿te habías dado cuenta?

—A veces el hambre es la mejor especia.

—Pues de ésa tenemos mucha —de repente Tom se sentía terriblemente cansado; sentía el peso abrumador de las constantes decepciones sufridas durante los últimos cuatro meses y ya no podía mostrarse valiente por más tiempo.

—¿Qué es lo que ha ido mal, Agnes? —preguntó con voz quejumbrosa.

—Todo —dijo ella—. El invierno pasado no tuviste trabajo. En primavera encontraste, pero luego la hija del conde canceló la boda. Lord William canceló la casa. Entonces decidimos quedarnos y trabajar en la recolección. Fue una equivocación.

—Desde luego, me hubiera resultado más fácil encontrar un trabajo en la construcción durante el verano que en otoño.

—Además el invierno llegó pronto. Y a pesar de todo hubiéramos estado bien de no habernos robado el cerdo.

Tom asintió con gesto fatigado.

—Mi único consuelo es saber que el ladrón estará sufriendo todos los tormentos del infierno.

—Así lo espero.

—¿Es que lo dudas?

—Los religiosos no saben tanto como pretenden. Recuerda que mi padre era uno de ellos.

Tom lo recordaba muy bien. Un muro de la iglesia parroquial del padre de Agnes se había desmoronado sin posibilidad de arreglo y habían contratado a Tom para reconstruirlo. A los sacerdotes no se les permitía casarse, pero aquél tenía un ama de llaves y ésta tenía una hija. En la aldea era un secreto a voces que el padre de esa hija era el sacerdote. Agnes no era hermosa ni siquiera entonces, pero su cutis tenía todo el brillo de la juventud y rebosaba energía. Solía hablar con Tom mientras éste trabajaba, y en ocasiones el viento ceñía el vestido a su cuerpo hasta el punto de que Tom podía ver sus curvas, incluso su ombligo casi como si hubiera estado desnuda. Una noche ella apareció en la pequeña cabaña donde Tom dormía y le puso una mano en la boca para indicarle que no hablara. Luego se quitó el vestido para que él pudiera verla desnuda a la luz de la luna. Entones, Tom abrazó su cuerpo joven y vigoroso e hicieron el amor.

—Los dos éramos vírgenes —dijo, en voz alta.

Agnes sabía en qué pensaba. Sonrió. Luego su rostro se ensombreció de nuevo.

—Parece tan lejano —dijo.

—¿Podemos comer ya? —preguntó Martha.

El olor de la sopa activaba los jugos gástricos de Tom. Hundió el bol en la olla hirviente y sacó unos trozos de nabo con algo de caldo.

Utilizó la punta afilada de su cuchillo para comprobar si estaba cocido el nabo; aún le faltaba algo, pero decidió no hacerles esperar más. Llenó un bol para cada niño y luego llevó uno a Agnes.

Parecía agotada y pensativa. Sopló la sopa para enfriarla y luego se llevó el bol a los labios.

Los niños vaciaron rápidamente los suyos y pidieron más. Tom apartó la olla del fuego utilizando el borde de su capa para no quemarse los dedos, y vació la sopa que quedaba en los boles de los niños.

—¿Y tú? —le preguntó Agnes cuando volvió junto a ella.

—Ya comeré mañana —dijo él.

La mujer parecía demasiado cansada para discutir.

Tom y Alfred alimentaron la hoguera y recogieron leña suficiente para toda la noche. Luego, envolviéndose en las capas, se tumbaron sobre las hojas para dormir.

Tom tenía el sueño ligero y se despertó inmediatamente al oír los quejidos de Agnes.

—¿Qué pasa? —susurró.

Ella volvió a quejarse. Tenía la cara pálida y los ojos cerrados.

—Ya viene el niño —dijo.

Tom se quedó sin respiración por un instante.
Aquí no
—se dijo—,
aquí no, sobre un suelo helado en el corazón del bosque.

—Pero aún no es el tiempo —dijo.

—Se ha adelantado.

—¿Has roto aguas? —preguntó Tom, tratando de mantener la calma.

—Poco después de irnos de la cabaña del guarda forestal —jadeó Agnes sin abrir los ojos.

—¿Y los dolores?

—Los tengo desde entonces.

Muy propio de ella mantenerlo en silencio. Entretanto, Alfred y Martha se habían despertado.

—¿Qué pasa? —preguntó Alfred.

—El niño está a punto de nacer —dijo Tom.

Martha se echó a llorar. Tom frunció el entrecejo, pensativo.

—¿Podrías esperar hasta que volvamos a la cabaña del guarda? —preguntó a Agnes. Al menos allí tendría un techo, paja donde tumbarse y alguien que le ayudara.

Agnes sacudió la cabeza.

—El niño se ha desprendido ya.

—Entonces no tardará mucho.

Se encontraban en la zona más desierta del bosque. En toda la mañana no habían visto una sola aldea y el guarda les había dicho que tampoco verían ninguna durante todo el día siguiente. Ello quería decir que no había posibilidad alguna de encontrar a una mujer que pudiera hacer de partera. El mismo Tom tendría que sacar al bebé. Pero con aquel frío y con sólo la ayuda de los niños, y si algo iba mal no tenía medicinas ni conocimientos...

Es culpa mía
—se dijo Tom—,
la dejé embarazada y luego en la miseria. Confiaba en mí para que la mantuviera y ahora está dando a luz al aire libre en pleno invierno.
Siempre había despreciado a las mujeres que traían hijos al mundo y luego dejaban que se muriesen de hambre. Y ahora no era mejor que ellas. Se sintió avergonzado

—Estoy tan cansada... —dijo Agnes—. No creo que pueda traer a este niño al mundo. Sólo quiero descansar.

A la luz de la hoguera la cara le brillaba cubierta por una fina capa de sudor. Tom comprendió que tenía que sobreponerse. Iba a tener que darle fuerzas a Agnes.

—Yo te ayudaré —le dijo.

No había nada misterioso ni complicado en lo que estaba a punto de suceder. Él había sido testigo del nacimiento de varios niños. La tarea la realizaban por lo general las mujeres, ya que ellas sabían cómo se sentía la madre, y ello les permitía prestarle una mejor ayuda, pero no había motivo alguno para que un hombre no lo hiciera, llegado el caso. En primer lugar tenía que hacer que se sintiera cómoda. Luego, averiguar lo avanzado del parto. Después, hacer los preparativos necesarios y por último tranquilizarla mientras esperaran.

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