Los papeles póstumos del club Pickwick (3 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
4.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Singular caso —dijo Mr. Pickwick—. ¿Me permite usted que lo anote?

—Desde luego, sir, desde luego... cien anécdotas más del mismo animal... Hermosa muchacha, sir (a Mr. Tracy Tupman, que había dedicado varias miradas antipickwickianas a una joven que pasaba por el camino).

—Mucho —asintió Mr. Tupman.

—Las inglesas no son tan guapas como las españolas... magníficas criaturas... cabellos de azabache... ojos negros... formas adorables... dulces criaturas, preciosas.

—¿Ha estado usted en España, sir? —preguntó Mr. Tracy Tupman.

—Allí he vivido... siglos.

—¿Muchas conquistas, sir? —inquirió Mr. Tupman.

—¡Conquistas! Miles... D. Bolaro Fizzgig-Grande... hija única... doña Cristina... espléndida hembra... me amaba hasta el delirio... padre celoso... enérgica muchacha... apuesto inglés... Doña Cristina, desesperada... ácido prúsico... sonda de estómago en mi portamantas... operación terminada... D. Bolaro en éxtasis... consiente en nuestra unión... junta las manos y se deshace en lágrimas... cuento romántico... mucho.

—¿Está ahora en Inglaterra la señora, sir? —interrogó Mr. Tupman, a quien la descripción de aquellos encantos había producido enorme impresión.

—Muerta, sir... muerta —respondió el intruso, llevándose al ojo derecho el exiguo resto de un viejo y sucio pañuelo—. No se pudo extraer la sonda... constitución endeble... pereció.

—¿Y su padre? —preguntó el poético Snodgrass.

—Remordimiento y pena —replicó el intruso—. Repentina desaparición... comidilla de la ciudad... busca por todas partes... sin éxito... la fuente pública de una gran plaza cesa de correr... pasan semanas... sin correr... los obreros la limpian... brota el agua... suegro descubierto... la cabeza contra el caño principal, con una declaración en su bota derecha... lo sacaron, y la fuente volvió a correr lo mismo que antes.

—¿Me permite usted que anote este romántico suceso, sir? —dijo Mr. Snodgrass hondamente afectado.

—Claro, sir, claro... cincuenta más, si usted quiere oírlos... vida extraña la mía... curiosa historia... no extraordinaria, pero singular.

De este modo, con un vaso de cerveza de cuando en cuando, como paréntesis, durante los cambios de tiro, continuó el intruso hasta que llegaron al puente de Rochester, en cuya sazón los cuadernos de notas de Mr. Pickwick y Mr. Snodgrass se hallaban completamente llenos con los rasgos notables de sus aventuras.

—¡Magníficas ruinas! —dijo Mr. Augusto Snodgrass con todo el fervor poético que le caracterizaba, cuando se hizo a la vista el hermoso y viejo castillo.

—¡Qué objeto de estudio para un arqueólogo! —fueron las palabras que salieron de boca de Mr. Pickwick al tiempo que enfilaba su anteojo.

—¡Ah! Hermoso sitio —dijo el intruso—; gloriosa mole... imponentes muros... vacilantes arcos... oscuros rincones... Escaleras derruidas... antigua catedral... olor de tierra... pies de peregrinos que desgastaron los peldaños... puertecillas sajonas... confesonarios como taquillas de teatro... raras costumbres las de aquellos monjes... abates y limosneros, y toda suerte de antiguos tipos, de anchas caras rojas y de deformes narices, cada día más chatas... coletos de ante... sarcófagos... hermosos lugares... rancias leyendas... historias extrañas... admirable.

Y el desconocido continuó su monólogo hasta que llegaron a la posada de El Toro, en la calle Alta, donde paró el coche.

—¿Se queda usted aquí, sir? —preguntó Mr. Nathaniel Winkle.

—Aquí... yo no ... pero ustedes debieran... buena casa... magníficas camas... yo voy a la casa de Wright, de al lado; cara... muy cara... media corona sólo por mirar al criado... le llevan a usted más por comer en casa de un amigo que por hacerlo en la fonda... gente rara... mucho.

Mr. Winkle se volvió hacia Mr. Pickwick y le dirigió por lo bajo unas palabras; un murmullo pasó de Mr. Pickwick a Mr. Snodgrass, de Mr. Snodgrass a Mr. Tupman, y entre los tres se cruzaron gestos de asentimiento. Mr. Pickwick dijo al intruso:

—Nos dispensaría usted un importantísimo servicio, sir —dijo—, si permitiese que le ofreciéramos una pálida señal de nuestra gratitud suplicándole el favor de acompañarnos a comer.

—Gran placer... No presumo de definidor; pero las aves con setas... suculentas. ¿A qué hora?

—Vamos a ver —replicó Mr. Pickwick, consultando su reloj—; van a dar las tres. ¿Diremos a las cinco?

—Me conviene —dijo el desconocido—, a las cinco en punto... hasta entonces... pasadlo bien.

Y levantando unas pulgadas de su cabeza el plegado sombrero y volviendo a colocárselo al desgaire hacia un lado, el intruso, dejando asomar por su bolsillo la mitad del paquete de papel de estraza, cruzó el patio rápidamente y torció por la calle Alta.

—Sin duda ha viajado por muchas comarcas, y es un perspicaz observador de hombres y cosas —apuntó Mr. Pickwick.

—Me gustaría conocer su poema —dijo Mr. Snodgrass.

—Quisiera conocer el pasado de ese perro —dijo Mr. Winkle.

Mr. Tupman nada dijo; pero pensó en doña Cristina, en la sonda de estómago y en la fuente, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Después de elegir un gabinete, inspeccionar los dormitorios y mandar que les preparasen la comida, los excursionistas salieron a curiosear la ciudad y sus cercanías.

Al leer escrupulosamente las notas de Mr. Pickwick acerca de las cuatro ciudades, Stroub, Rochester, Chatham y Brompton, no encontramos que las impresiones recibidas difieran materialmente de las de otros viajeros que visitaron los mismos lugares. La descripción general se resume fácilmente así:

«Las principales producciones de estas ciudades —dice Mr. Pickwick— parecen ser soldados, marineros, judíos, yeso, gambas, carabineros y cargadores del muelle. Los objetos que se ven expuestos a la venta en las calles son, por lo general, enseres marinos, galletas, manzanas, arenques y ostras. Las calles ofrecen un aspecto de vida y animación, debido especialmente a la jovialidad de los militares. Es verdaderamente delicioso para un temperamento filantrópico contemplar a estos hombres de cortesana apostura andar de acá para allá, vacilantes, bajo la influencia de un exceso de alegría natural sobreexcitada por el alcohol; más aún si recordamos el barato e inocente solaz que proporcionan a los chiquillos del pueblo, que por doquier les siguen gesticulando alegremente. Nada —añade Mr. Pickwick— puede compararse al buen humor que demuestran. El día anterior a mi llegada, uno de ellos había sido terriblemente insultado en una taberna. La muchacha del mostrador habíase negado resueltamente a servirle más licor; y como respuesta, él, simplemente por juego, había sacado su bayoneta y herido a la moza en un hombro. Y, sin embargo, este simpático muchacho fue el primero en acudir a la taberna a la mañana siguiente, manifestando su resolución de pasar por alto la cuestión y olvidar lo ocurrido.

»El consumo de tabaco en aquellas ciudades —prosigue Mr. Pickwick— debe de ser considerable. Y el olor que invade las calles ha de ser extraordinariamente agradable para los muy fumadores. Un viajero somero observador podría señalar la suciedad como rasgo dominante; mas para aquellos que en ella ven un síntoma de tráfico y de prosperidad comercial, hácese verdaderamente grato».

En punto de las cinco llegó el intruso, y poco después empezó la comida. Habíase despojado del envoltorio de papel de estraza, mas no había introducido modificación alguna en su atavío, y se mostraba, si era posible, más locuaz que nunca.

—¿Qué es esto? —preguntó al descubrir el mozo una de las fuentes.

—Lenguados, sir.

—Lenguados... ¡ah!... magnífico pescado; todos vienen de Londres... Los empresarios de mensajerías organizan banquetes políticos... carros de lenguados... docenas de cestas... gente lista. Un vaso de vino, sir.

—Con mucho gusto —dijo Mr. Pickwick.

Y el desconocido brindó, haciéndolo después con Mr. Snodgrass, con Mr. Tupman, con Mr. Winkle y luego con todos a la vez, y poniendo en la ceremonia la misma rapidez que en su charla.

—¡Qué escándalo en la escalera, mozo! —dijo el desconocido—. Figuras que pasan... carpinteros que bajan... lámparas, vasos, arpas. ¿Qué van a hacer ahí?

—Baile, sir —respondió el camarero.

—Reunión pública, ¿eh?

—No, sir; reunión, no, sir. Baile de caridad, sir.

—¿Hay muchas mujeres guapas en esta ciudad, sir? —inquirió Mr. Tupman con gran interés.

—Espléndidas... maravillosas. Kent, sir... todo el mundo sabe lo que es Kent... manzanas, cerezas, lúpulo y mujeres. Un vaso de vino, sir.

—Con mucho gusto —replicó Mr. Tupman.

El desconocido llenó un vaso y lo apuró.

—Me gustaría mucho asistir —dijo Mr. Tupman, insistiendo en lo del baile—, mucho.

—Hay billetes en secretaría, sir —terció el camarero—; media guinea cada uno, sir.

De nuevo expresó Mr. Tupman su ardiente deseo de concurrir a la fiesta; mas no encontrando acogida en la sombría mirada de Mr. Snodgrass ni en el abstraído continente de Mr. Pickwick, se dedicó afanosamente al Porto y a los postres, que acababan de ser traídos a la mesa. Retiróse el camarero, y los comensales se entregaron al disfrute de ese par de horas que siguen a una comida.

—Perdón, sir —dijo el desconocido—; botella pagada... que corra... camina el sol... para el ojal... rubíes sobre las uñas.

Y vació el vaso que dos minutos antes llenara, y escancióse otro, con el ademán de un hombre ducho en la materia.

 Fue trasegado el vino y pedida nueva provisión. El desconocido hablaba y escuchaban los pickwickianos. Mr. Tupman sentíase a cada instante más inclinado al baile. En el rostro de Mr. Pickwick resplandecía una expresión de universal filantropía, y tanto Mr. Winkle como Mr. Snodgrass se quedaron profundamente dormidos.

—Ya empiezan arriba —dijo el intruso—; oiga usted el jaleo... templan los violines... ahora el arpa... ya van.

Los ruidos diversos que venían por la escalera anunciaban el comienzo del primer rigodón.

—Cómo me gustaría ir —volvió a decir Mr. Tupman.

—A mí también —dijo el desconocido—; dichoso equipaje... qué pesado de barco... nada con que ir... qué molesto, ¿verdad?

Mas la benevolencia para todo el mundo era el rasgo característico de la teoría pickwickiana, y ninguno tan celoso en la observancia de esta práctica como Mr. Tracy Tupman. En las actas de la Sociedad registrábanse numerosos casos de haber enviado este excelente hombre menesterosos a las casas de otros miembros en demanda de ropas o de auxilio pecuniario.

—Sería muy grato para mí prestar a usted un traje para este objeto —dijo Mr. Tracy Tupman—; pero usted es más bien flaco, y yo soy...

—Más bien gordo... Baco viejo... sin pámpanos... desmontado del tonel y con calzones, ¿eh?... no muy destilado, pero muy molido... ¡Ja, ja! Deme el vino.

Que Mr. Tupman se sintiese indignado por el tono perentorio que el intruso empleara para pedirle el vino que tan velozmente despachaba, o que reputase escandaloso el que un significado miembro del Club Pickwick fuese ignominiosamente comparado con un Baco desmontado, no ha podido aún comprobarse. Le alargó el vino, tosió un par de veces y miró al intruso con severa intensidad por espacio de varios segundos; mas como éste mostrárase perfectamente sereno y tranquilo bajo la escrutadora mirada, pacificóse Mr. Tupman y volvió al asunto del baile.

—Iba a observar, sir —dijo—, que si mi traje es demasiado ancho, uno de mi amigo Mr. Winkle le vendría a usted perfectamente.

El desconocido midió con la mirada a Mr. Winkle, y su fisonomía brilló de satisfacción al decir:

—Exacto.

Mr. Tupman miró a su alrededor. El vino que había ejercido su influjo somnífero sobre Mr. Snodgrass y Mr. Winkle, había arrobado los sentidos a Mr. Pickwick. Éste había atravesado las varias etapas que anteceden al letargo producido por la comida y experimentado sus consecuencias. Había sufrido las transiciones ordinarias que llevan del exceso de jovialidad a la tristeza profunda, y de la tristeza profunda al exceso de jovialidad. Lo mismo que un farol de gas de la calle cuando hay aire en la cañería, había mostrado un extraño fulgor momentáneo; luego había descendido hasta hacerse casi imperceptible; al cabo de un breve intervalo renació para alumbrar un momento; tembló luego inseguro, con luz vacilante, y, por fin, se extinguió en absoluto. Su cabeza pendía sobre el pecho, y un perpetuo ronquido, sincopado a las veces, era el único signo exterior que daba de su presencia el grande hombre.

La tentación de asistir al baile y de recoger sus primeras impresiones acerca de la belleza de las mujeres de Kent dominaba poderosamente a Mr. Tupman, y era igualmente grande su deseo de hacerse acompañar por el intruso. Mr. Tupman desconocía tanto la localidad como sus naturales, mientras que el desconocido parecía tan familiarizado con ambas cosas, que se diría haber vivido allí desde su infancia. Mr. Winkle dormía, y tenía Mr. Tupman experiencia bastante en tales materias para abrigar la seguridad de que tan pronto como aquél despertase, según el orden natural, rodaría pesadamente hasta el lecho. Hallábase perplejo.

—Llene el vaso y páseme el vino —dijo el infatigable viajero.

Hizo Mr. Tupman lo que se le pedía, y al estímulo decisivo del último vaso se afirmó su determinación.

—El dormitorio de Winkle está dentro del mío —dijo Mr. Tupman—; si yo ahora le despertara, podría darle a entender lo que necesito; pero sé que tiene un traje en un saco de alfombra, y si usted llevara al baile ese traje y se lo quitara al volver, podría yo colocarlo en su sitio sin molestarle para nada.

—Admirable —dijo el desconocido—; famoso plan... maldita situación... catorce chaquetas en el equipaje y tener que llevar el traje de otro... es encantador... verdaderamente.

—Tenemos que tomar los billetes —dijo Mr. Tupman.

—No merece la pena de hacer pedazos una guinea —dijo el desconocido—; sorteemos quién ha de pagar de los dos... yo cantaré; usted primero... mujer... mujer... hechicera mujer.

Y cayó la moneda mostrando el dragón (que por cortesía se dijera mujer).

Llamó Mr. Tupman, compró los billetes y pidió las luces. Un cuarto de hora después hallábase el intruso vestido de pies a cabeza con el traje de Mr. Nathaniel Winkle.

—Es un nuevo frac —dijo Mr. Tupman, mientras que el extranjero mirábase complacido en un espejo de viaje—; el primero que se ha hecho con los botones de nuestro Club.

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
4.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Christmas Wish by Katy Regnery
The Innocence Game by Michael Harvey
Escape from Spiderhead by Saunders, George
Celtika by Robert Holdstock
The Broken World by J.D. Oswald
Lost Cargo by Hollister Ann Grant, Gene Thomson
Farewell Horizontal by K. W. Jeter
Continental Beginnings by Ella Dominguez