Los ojos del tuareg (18 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

BOOK: Los ojos del tuareg
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—Te voy a enseñar algo más.

Hans Scholt introdujo la mano en una cartera de cuero que descansaba a sus pies, extrajo un grueso sobre y se lo alargó a su interlocutor.

—¡Mira esas fotos! —dijo—. Las tomé en un campamento que está a unos treinta kilómetros de aquí. Como verás son docenas de niños a los que les faltan las piernas, los brazos, e incluso en algunos casos, ambas cosas. Te garantizo que al verlos se me cayó el alma a los pies.

Nené Dupré observó con atención las impactantes fotografías y no pudo por menos que arrugar el ceño horrorizado.

—¡No me extraña! —reconoció—. Son terribles.

—¡Espeluznante, diría yo! —puntualizó el austriaco—. Y más espeluznante aún resulta el hecho de ir hasta allí y advertir cómo a la mutilación se añaden el hambre y el abandono. Si no fuera por un puñado de misioneros que las pasan putas para sacarlos adelante, la mayoría estarían muertos.

—¿Y qué tiene esto que ver con los tuaregs o los rehenes?

—Que tres de las marcas de automóviles que más contribuyen al presupuesto de esta «prueba deportiva» se dedican también a fabricar armas, y una de ellas está especializada en el tipo de minas que mata o mutila cada año a miles de niños, no sólo de África, sino de todo el mundo… ¿Entiendes a lo que me refiero?

—Intento hacerme una idea.

—Pues te lo aclararé más aún. En unos momentos en que a los austriacos se nos acusa de racistas, alegando que fuimos la cuna del nazismo y el primer país de la moderna Europa que ha permitido que la ultraderecha acceda al poder, existen otros países europeos, supuestamente liberales, que están dando pruebas de ser mucho más racistas que nosotros.

—Esa es una afirmación muy dura.

—Pero que refleja la verdad. Los franceses de la libertad, igualdad y fraternidad, que tanto os enorgullecéis de un gobierno de izquierdas de lo más progresista, no deberíais permitir que muchos de vuestros conciudadanos se estén haciendo asquerosamente ricos a base de organizar eventos tan fascistas como éste.

—Admito que en eso tienes toda la razón.

—Semejante despliegue de medios económicos ante los ojos de unos niños que no disponen ni de una miserable silla de ruedas con la que compensar la pérdida de sus piernas arrancadas por una mina o un obús que han fabricado esas mismas empresas no significa tan sólo una muestra de pésimo gusto, sino la prueba más evidente del desprecio que se siente por quienes han nacido más allá de nuestras fronteras.

—Nunca se me había ocurrido verlo de ese modo.

—Pues ya va siendo hora de que alguien lo vea como es en realidad. Se suele bromear asegurando que este rally es como un circo, pero a decir verdad no es un inocente circo de payasos y funambulistas, sino un auténtico «circo romano» en el que los emperadores han sido sustituidos por cámaras de la televisión, los rugientes leones por rugientes vehículos lanzados a toda velocidad, los gladiadores por pilotos que se juegan la vida compitiendo por ver quién es más irresponsable, y los «cristianos» por pobres nativos a los que de tanto en tanto aplasta un coche. El espectáculo es inhumano, pero colorido y brillante, por lo que consigue cada año una tasa de millones de telespectadores que ni siquiera se detienen a pensar en que al contemplarlo están permitiendo que salga al exterior ese pequeño fascista que todos llevamos dentro.

—Supongo que exageras… —replicó con una leve sonrisa amarga Nené Dupré—. Pero después de tantos años en la brecha debo admitir que algo hay de cierto en cuanto has dicho… —Se abanicó con la sucia y desteñida gorra de capitán de barco con que solía cubrirse cuando volaba—. Lo que empezó como romántica aventura de unos cuantos chiflados ansiosos de nuevas emociones se ha ido convirtiendo con el paso del tiempo en un turbio negocio que cada día exige más y más sin que nadie sea capaz de predecir cuál es su límite…

C
on la primera claridad del alba Gacel y Suleiman reunieron los camellos para conducirlos hasta el punto en que había aterrizado el helicóptero con el fin de transportar el agua y los víveres hasta la seguridad de la caverna.

Una vez hubieron concluido con la pesada tarea de cargar a las bestias, alanzando firmemente cada bulto conscientes de que arrear la pequeña caravana a través de las agrestes montañas les iba a proporcionar incontables problemas e incomodidades, tomaron asiento en el mismo lugar en que el tuareg lo había hecho el día anterior en compañía de Nené Dupré, y tras prepararse un reconfortante té muy caliente y comer algo, observaron durante largo rato la infinita llanura que reverberaba en el horizonte castigada por un inclemente sol que caía a plomo.

—¿Qué vas a hacer ahora? —inquirió al fin Suleiman en el tono de quien da por aceptada de antemano cualquier decisión.

—Aún lo estoy pensando… —fue la sincera respuesta.

—La solución que propone ese muchacho tal vez sea la más razonable.

—Tal vez… Pero significaría dejar que extraños resuelvan nuestros problemas.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer?

—Comportarnos como auténticos
imohag
s.

—Desde que tengo memoria nos hemos comportado como auténticos
imohags
, y mira dónde nos encontramos. En el mundo que comienza más allá de esa llanura todos dependen los unos de los otros. Quizá ha llegado el momento de aprender de ellos.

—No me gusta ese mundo —musitó apenas Gacel.

—Tampoco a mí… —admitió su hermano—. Pero resulta evidente que el que nos ha tocado vivir poco tiene que ver con el de nuestros antepasados, que vagaban pastoreando o luchando, pero libres e independientes como dueños indiscutibles del desierto. Nosotros nos vemos obligados a escondernos en un mísero rincón en el que ni siquiera nos dejan vivir en paz.

—Seguimos siendo tuaregs.

—Un tuareg obligado a huir eternamente, ni es tuareg, ni es nada. Yo hace tiempo que sueño con salir de aquí, conocer a una hermosa muchacha y fundar mi propia familia librándome de una vez por todas de la carga que significa ser hijo de quien soy.

—Puedes hacerlo cuando quieras. Únicamente yo llevo su nombre.

—Pero yo llevo su sangre… —Suleiman hizo un amplio gesto como pretendiendo abarcar la inmensidad de la llanura que se abría ante ellos—. Se avecinan tiempos difíciles —musitó—. Y aun en el improbable caso de que todo esto acabe bien, resulta evidente que ya nunca estaremos seguros en el pozo. ¿Qué haremos entonces?

—«El guerrero que se distrae pensando en lo que hará después de la batalla, perderá la batalla, y el viajero que se distrae pensando en lo que hará al final del viaje jamás llegará a su destino…» —sentenció Gacel recitando una conocida máxima saharaui—. Concentrémonos en lo que tenemos que hacer, y dejemos el futuro en manos de Alá.

Poco después emprendieron la marcha de regreso a la cueva, pero en esta ocasión se vieron obligados a dar un gran rodeo de forma que los camellos avanzaran siempre por terreno rocoso evitando las zonas de arena o tierra en las que pudieran quedar impresas sus huellas.

Los beduinos sabían por experiencia que una piedra volteada, una acacia tronchada, un matojo mordisqueado o la más pequeña muestra de excrementos bastaba a un buen rastreador para seguir una pista, y en el fondo de su alma Gacel estaba convencido de que más pronto o más tarde alguien intentaría liberar a los rehenes por la fuerza.

Mantener perfectamente oculta «La Cueva de las Gacelas» era la única baza con que contaban a la hora de enfrentarse a muy poderosos enemigos, y fue por esa razón por la que aquel viaje se convirtió en uno de los más lentos, incómodos y farragosos de que ambos hermanos tuvieran memoria.

Y es que era cosa sabida que los cascos de un caballo solían levantar esquirlas en las rocas, lo que denunciaba para siempre su paso, pero las almohadilladas pezuñas de un dromedario podían remover una piedra que de inmediato era devuelta a su posición original, pero en muy rara ocasión conseguían partirla.

No dejar rastro alguno requería poner mucha atención a cada metro, y pese a que cuando alcanzaron su objetivo se encontraban bastante satisfechos del trabajo realizado, Gacel durmió inquieto, consciente de que las bestias pastaban demasiado cerca de la entrada del refugio.

Faltaban dos horas para que la primera claridad hiciera su aparición en el horizonte cuando ya se encontraba de nuevo en pie dispuesto a iniciar el viaje de regreso, pero esta vez en compañía del joven italiano.

Tras despedirse de su madre y sus hermanos, imaginando que tal vez nunca volvería a verlos, reunió a los camellos y se puso en camino sin detenerse ni un instante hasta que un tímido rayo de sol hizo su aparición en el horizonte, momento en que se volvió para cortar las correas que mantenían a Pino Ferrara atado a la cola del último de los animales.

—De ahora en adelante no pienso vigilarte… —dijo al tiempo que señalaba con un amplio ademán de la mano la desolación del laberinto de negra roca que se extendía a su alrededor—. Pero recuerda que en mi montura llevo toda el agua de que disponemos. Si se te pasa por la cabeza la idea de escapar, te garantizo que te espera la más horrenda de las muertes.

—No soy estúpido… —fue la agria respuesta—. Conozco lo suficiente el desierto como para saber lo que me juego. Lo único que quiero es llegar cuanto antes al coche y hablar con mi padre.

—Pues confío en que te escuche porque de lo contrario te auguro un negro futuro…

Continuaron a buen ritmo hasta que el sol comenzó a caer a plomo, momento en que el tuareg buscó la sombra de un saliente de piedra bajo el que obligó a arrodillarse a las bestias, momento que aprovechó el italiano para dejarse caer en un rincón y quedarse traspuesto.

Sus costosos zapatos, pensados para conducir un vehículo y no para andar durante horas sobre afiladas rocas que cortaban como cuchillos, no eran ya más que tristes despojos, y en las tres ocasiones en que había intentado continuar el viaje a lomo de uno de los malhumorados dromedarios a punto había estado de romperse la crisma.

Y es que no resultaba empresa fácil mantener el equilibrio sobre una frágil silla beduina cuando la resabiada bestia avanzaba por un terreno tan agreste y montañoso, puesto que se balanceaba como un barquichuelo en mitad de la tormenta, y tan sólo quien hubiera pasado la mayor parte de su vida sentado en una joroba semejante sabía cómo acomodar su ritmo al de la incómoda montura.

El infeliz Pino Ferrara estaba viviendo aquellos últimos días como si se trataran de una insoportable pesadilla, hasta el punto de que a veces se negaba a aceptar que lo que estaba ocurriendo fuera algo más que un sueño.

Nunca se había considerado un cobarde, puesto que de haberlo sido ni siquiera se le hubiera pasado por la mente la idea de embarcarse en tan difícil aventura, pero el hecho de que le maniataran durante horas había significado un duro golpe del que no conseguía recuperarse.

La sensación de impotencia que se apoderó de su ánimo al descubrir de improviso que no era en absoluto dueño de sus actos, y que con las manos ligadas a la espalda no podía realizar un acto tan sencillo como el de desabrocharse la bragueta viéndose obligado a orinarse en los pantalones, parecía haberle transportado de pronto a un mundo muy diferente y en el que acababa de tomar plena conciencia de su inconcebible vulnerabilidad.

A ciertas personas la claustrofobia o el vértigo les afecta hasta extremos casi irracionales, colocándoles al borde mismo de la histeria, y durante aquellos días Pino Ferrara había descubierto que sentirse atado le producía una sensación semejante a la de encontrarse al borde de un precipicio.

En los escasos momentos en que recuperaba la lucidez se repetía a sí mismo que se trataba sin duda de una obsesión injustificada, pero el simple hecho de pensar en que pudieran volver a maniatarle le producía escalofríos.

Por su parte, y recostado en la negra pared de roca, con el fusil amartillado y el oído atento a cuanto pudiera ocurrir a su alrededor, Gacel Sayah observaba meditabundo a aquel jovenzuelo de delicados rasgos y blanca piel, preguntándose por qué absurda razón se encontraba en tan remoto lugar, y qué posibilidades de sobrevivir se le ofrecían si lo dejaba solo.

Pese a encontrarse dormitando a la sombra, gruesas gotas de sudor se deslizaban continuamente por todas las partes visibles de su cuerpo, lo cual denotaba que sin siquiera moverse estaba perdiendo más líquido del que perdería un beduino que marchara a buen paso y a pleno sol.

Eso venía a significar que en semejantes latitudes estaba condenado a morir irremediablemente en muy poco tiempo.

Para conseguir avanzar a pleno día por los arenales o las montañas del Teneré, un hombre de la constitución física y los hábitos de vida del italiano se vería obligado a consumir en dos días casi tanta agua como la que podía transportar, por lo que, visto que el pozo más cercano se encontraba a cuatro jornadas de distancia, ni aun en el caso de que se dirigiera directamente a él a marchas forzadas tendría la más remota posibilidad de alcanzarlo antes de haberse deshidratado.

Cuando poco más de una hora más tarde el tuareg advirtió que su acompañante comenzaba a boquear como un pez fuera del agua en un desesperado intento por conseguir que el aire le llegase a los pulmones, le despertó con un leve gesto al tiempo que le alargaba un pequeño cazo de agua.

—¡Cálmate y bebe despacio…! —le aconsejó—. Lo peor que puedes hacer es angustiarte.

El otro obedeció, y en el momento en que hubo concluido hasta la última gota, lanzó un hondo suspiro que obligaba a pensar que acababa de escapar de los mismísimos infiernos.

—Nunca lograré comprender cómo consigue nadie sobrevivir en un lugar como éste… —musitó—. ¡Nunca!

—«Nadie» consigue nunca sobrevivir en un lugar como éste… —le hizo notar Gacel con una levísima sonrisa—. Ni siquiera los tuaregs que se supone que estamos acostumbrados. Por eso, cuando vuelvas a tu país, si es que vuelves, deberías aconsejar a tus paisanos que no continúen arriesgándose a sufrir la más terrible de las muertes por seguirles el juego a unos embaucadores que se están aprovechando de ellos, al igual que se están aprovechando de nosotros. Sin tanto estúpido como acepta ese estúpido reto, no habría carreras.

—¿Me estás llamando estúpido?

—A las pruebas me remito. ¿Acaso no resulta estúpido que a tu edad, y cuando podrías estar disfrutando del yate de tu padre y la compañía de una hermosa muchacha, la diferencia entre estar vivo y estar muerto sea este cazo de agua y mi buena voluntad?

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