Los ojos amarillos de los cocodrilos (48 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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A punto está de renunciar a todo, de perder su fortuna, cuando la fiel Isabeau vuelve con una tropa de caballeros para liberarla. Al registrar el castillo para socorrerla, Isabeau descubre un verdadero tesoro: el de Guibert y todas las viudas que ha embrujado antes de encontrar a Florine. Se lo entrega a Florine que ha recobrado la cordura. Florine decide entonces dejar de perseguir la perfección y retomar una vida normal, sin esperar la santidad en la tierra, pues es pecado de orgullo creerse igual a Dios en pureza. Mira cómo Guibert arde en la hoguera y no puede evitar llorar al ver a ese hombre que tanto ha amado convertirse en antorcha ardiente sin gritar ni pedir perdón. ¡Irá derecho al infierno y lo tendrá bien merecido!, declara Thibaut el Joven. Y ella quedará viuda de nuevo y aún más rica que antes.

Un poco como yo, pensó Joséphine levantándose para estirarse. Pronto me pagarán veinticinco mil euros más y no tengo hombre en mi vida. Cuanto mejor me va, más rica y sola estoy. Luca había desaparecido otra vez. No tenía noticias suyas desde hacía diez días. Ya no venía a la biblioteca. Ha debido de marcharse a hacer fotos al otro lado del mundo. Suspiró, se masajeó los riñones y volvió a sentarse delante de su ordenador. Sólo le quedaba un marido para Florine… El último. Este, decidió, será el bueno. Quiero un final feliz. Ya tenía alguna idea. Se llama Tancredo de Hauteville. Florine lo conoce desde hace mucho tiempo. Es un señor vecino. Un desaliñado, sin fe ni ley, codicioso. Formaba parte del complot urdido contra ella por Etienne el Negro en el momento de la muerte de su primer marido. Intentó secuestrarla para quedarse con su castillo y sus tierras. Está muy arrepentido de aquel episodio, vuelve de las cruzadas, y quiere vivir como un buen cristiano, lejos de las tentaciones terrenales. Viene a pedirle a Florine perdón por su crimen de antaño. Florine se casa con él, deja el castillo a su hijo, que se ha hecho mayor, y se va a vivir con Tancredo a sus tierras. Por el camino, se refugian en un bosque de Poitou, en la región de Melle, encuentran una cabaña, se instalan allí y viven rezando, comiendo los frutos que cultivan, bebiendo agua de lluvia, vestidos con pieles y durmiendo al lado del fuego. Son felices, se aman con un amor sereno hasta el día en que Tancredo, yendo a buscar agua, descubre galena de plata. ¡Un enorme yacimiento de plata!, con la que fabricar muchos denarios, moneda acuñada por Carlomagno. Van a ser inmensamente ricos. Florine se muestra primero desolada y después ve una señal de Dios en la repetición de su destino. Debe aceptar su suerte y ese dinero. Acepta por fin su nueva riqueza, abre un hospicio para los desheredados y los que no tienen casa, que dirigirá con Tancredo, a quien dará muchos hijos. FIN.

Sólo faltaba escribirlo. Al menos vislumbro el final. Un último esfuerzo y habré terminado. Y entonces… entonces tendré que entregar el libro a Iris. Eso será duro. No debo pensar en ello, no debo pensar en ello. Lo acepté. Por razones equivocadas, es cierto, pero lo acepté. Debo separarme de este libro y no preocuparme más de él.

Temía ese momento. El libro se había convertido en un amigo, los personajes del libro llenaban su vida, les hablaba, les escuchaba, les acompañaba. ¿Cómo voy a aceptar separarme de ellos?

Para no pensar más, fue a consultar sus correos. Había uno de Antoine. La última vez que habían hablado casi se habían peleado. Por culpa de la señora Barthillet.

Mi querida Jo:

Sólo unas palabras para darte noticias. Te sentirás contenta de saber que seguí finalmente tus consejos y me puse en huelga. ¡Aquello fue un desastre! Lee no podía con todo el trabajo. Corría por todos lados, los ojos desorbitados. Los cocodrilos, hambrientos, demolieron las barreras y devoraron a dos obreros. Hubo que matarlos, a ellos y a todos los que escaparon. No es fácil disparar a los cocodrilos. Las balas rebotan por todos lados y hubo varios heridos. Los obreros han estado a punto de amotinarse. Todo el mundo hablaba de ello, fue la noticia principal del periódico local, y míster Wei me envió un suculento cheque, pagándome por fin todo lo que me debía.

Dicho esto, me di cuenta de que Lee estaba del lado de Wei. Cuando declaré que ya no quería trabajar, no me creyó. Me observaba con sus ojitos amarillos preguntándose si creerme o no. Me seguía por todos lados, surgía detrás de mí cuando no me lo esperaba, me seguía cuando iba a la tienda de Mylène y le sorprendí varias veces hablando por teléfono, hablando en voz baja como un conspirador. Escondía algo. Si no, ¿por qué murmuraba si no entiendo una palabra de chino? Desde entonces, desconfío de él. He adoptado un perro y le hago probar discretamente bajo la mesa un bocado de todo lo que como. Me dirás que estoy paranoico, pero tengo la impresión de ver cocodrilos por todos lados.

Mientras estaba en huelga, eché una mano a Mylène. Es una chica estupenda, sabes. Con muchos recursos. Se mata trabajando, pasa doce horas seguidas diarias dedicada a ello, incluso los domingos. Su tienda está siempre llena. Gana dinero a raudales. La apertura fue un triunfo y, desde entonces, el éxito no ha disminuido. Las chinas se gastan todo su dinero para volverse tan guapas como las occidentales. Realiza tratamientos y vende productos de belleza. Tuvo que volver dos veces a Francia para abastecerse. Mientras estaba ausente, me ocupé de la tienda y, oye, eso me ha dado algunas ideas. No te sorprendas si me hago rico e importante y, si es necesario, me vaya a vivir a China. Pues es evidente que si los chinos nos inundan de productos fabricados a bajo precio, podemos devolverles la jugada vendiéndoles nuestro
savoir faire.

¡Ya está!, se dijo Joséphine desolada. Otra vez con sus aspiraciones demasiado grandes, demasiado rápidas. No ha entendido nada.

Ya casi no bebo. Sólo un whisky por la noche cuando se pone el sol. Pero eso es todo, te lo prometo… En fin, soy un hombre feliz y ya veo la luz al final del túnel. De hecho pienso que vamos a tener que divorciarnos. Sería más práctico si voy a lanzarme en nuevas actividades…

¡Divorciarse! La palabra golpeó a Joséphine. Divorciarse… Nunca se lo había planteado. «Pero tú eres mi marido», dijo en voz alta mirando la pantalla. «Nos hemos unido para lo bueno y para lo malo».

Hablo con las niñas regularmente y parece que les va muy bien. Estoy muy contento. Espero que los Barthillet se hayan marchado y que vas a dejar de jugar a los san bernardos. Esa gente parásita la sociedad. Y son muy mal ejemplo para nuestras hijas…

¿Pero quién se cree que es? Ahora que su chica se hace rica quitando espinillas y vendiendo maquillaje, ¡me da lecciones!

Tendremos que hablar de las vacaciones de este verano. Todavía no sé cómo me voy a organizar. No creo que pueda alejarme de los cocodrilos. Pronto deberían producirse los nuevos nacimientos. Dime lo que tengas previsto y me adaptaré. Un beso muy fuerte, Antoine.

P.D.: Ahora que gano dinero, voy a poder pagar el préstamo. Ya no tienes de qué preocuparte. Voy a llamar a Faugeron. Va a tener que hablarme en otro tono.

P.D.: Ayer, en la tele, he descubierto que podía ver
Cuestión para un campeón.
Lo retransmiten con un día de retraso. ¿No es genial?

Joséphine se encogió de hombros. La lectura del correo de Antoine le producía sentimientos tan contradictorios que permaneció anonadada delante de la pantalla.

Miró la hora. Iris traería pronto a los niños. La señora Barthillet estaba a punto de volver de su cita con Alberto. Hortense de su jornada de trabajo en la empresa de Chef. ¡Se acabó la tranquilidad! Mañana volvería al trabajo. Estaba deseando retomarlo.

Cerró el ordenador y se levantó para preparar la cena. Sonó el teléfono. Era Hortense.

—Voy a volver un poco tarde. Han organizado una fiesta en
el
taller…

—¿Qué entiendes tú por «un poco tarde»?

—No lo sé… No me esperéis para cenar. No tendré hambre.

—Hortense, ¿cómo vas a volver?

—Alguien me acompañará.

—¿Y quién es ese «alguien»?

—No lo sé. Ya encontraré a alguien. ¡Mamaíta, por favor… No me lo estropees! Estoy tan contenta de trabajar, todo el mundo parece encantado conmigo. Me hacen muchos halagos.

Joséphine miró su reloj. Eran las siete de la tarde.

—De acuerdo, pero no vuelvas más tarde de las…

Dudó un instante. Era la primera vez que su hija le pedía autorización para salir, no sabía qué convenía decir.

—¿De las diez? De acuerdo, mamaíta, estaré ahí a las diez, no te preocupes. ¿Ves? Si tuviese un móvil, sería más práctico. Podrías tenerme localizada siempre y estarías más tranquila. En fin…

Su voz había bajado un tono y Joséphine podía imaginar la mueca que estaba haciendo. Hortense colgó. Joséphine se quedó aturdida. ¿Debía llamar a Chef para pedirle que cuidara de que Hortense volviese en taxi? Hortense se pondría furiosa de que ella pusiese una carabina a sus espaldas. Además, no había hablado con Chef desde la pelea con su madre…

Permaneció cerca del teléfono mordiéndose los dedos. Intuyó surgir un nuevo peligro: controlar la libertad de Hortense. Dibujó una pequeña sonrisa; dos palabras que no riman para nada, «controlar» y «Hortense». Nunca había sabido «controlar» a Hortense. Siempre se extrañaba cuando su hija la obedecía.

Oyó una llave girar en la cerradura de la puerta de entrada, la señora Barthillet entró en la cocina y se sentó en una silla.

—¡Ya está!

—¿Ya está qué?

—Se llama Alberto Modesto y tiene un pie deforme.

—Es bonito, Alberto Modesto…

—Sí, pero tiene un pie deforme, eso no es nada bonito. Menuda suerte que tengo. Voy a caer sobre un tullido.

—Pero, bueno, Christine, eso no tiene importancia.

—No es usted la que está obligada a caminar por la calle al lado de un zapato gigante. ¿Qué cara voy a poner?

Joséphine la observó estupefacta.

—Y encima, me he dado cuenta porque he desconfiado. Si no, me la habría pegado otra vez. Cuando llegué al café, estaba allí, perfectamente vestido, perfectamente perfumado, sentado en su silla, con el cuello de su camisa abierta y un paquetito de regalo… ¡Mire!

Tendió la mano, exhibiendo lo que parecía un pequeño diamante en su anular.

—Nos besamos, me suelta un par de agasajos sobre mi indumentaria, pide un vaso de agua con sirope de menta para él y un café para mí, y hablamos, hablamos… Me dice que le gusto cada vez más, que lo ha pensado bien, que va a alquilarme ese apartamento que tanto necesito. Entonces le beso con cariño, me agarro a su cuello, doy palmitas, en fin, ¡hago el ridículo! A él se le cae la baba y sigue sin proponerme ir al hotel. El tiempo pasa, empiezo a decirme que no es normal y pretexto una cita para largarme. Entonces Alberto me besa la mano y me dice: la próxima vez, compramos el periódico y leemos los anuncios por palabras juntos. Me levanto y me escondo detrás de la esquina esperando a que él se largue. Así fue como le vi pasar. ¡Con su pie cojo! Se diría que ha metido el pie en una caja de herramientas. Cojea, señora Joséphine, cojea. Está completamente tullido.

—¿Y bien? Tiene derecho a vivir, ¿no?

Joséphine expresaba su disgusto.

—Tiene derecho a tener un pie deforme lo mismo que tiene usted derecho a sacarle el dinero.

Christine Barthillet escuchaba a Joséphine con la boca abierta.

—Pero, bueno, señora Joséphine… No hace falta que se enfade.

—¿Quiere que le diga algo? ¡Me da usted asco! Si no fuera por Max, la echaría a la calle. Vive en mi casa, sin hacer nada, absolutamente nada, se pasa el tiempo tonteando en Internet o mascando chicle delante de la tele y se queja de que su amigo no se adapta a la idea que se ha hecho usted de él. Es usted lamentable… No tiene usted ni corazón ni dignidad.

—Pero, bueno… —gruñó Christine Barthillet—. Si ya no se puede ni hablar.

—Debería usted buscar trabajo, levantarse pronto, vestirse, ocuparse de su hijo y echarme una mano. ¿No se le ha pasado eso nunca por la cabeza?

—Creía que a usted le gustaba ocuparse de la gente. Yo la dejaba hacer…

Joséphine se calmó y, poniendo los codos sobre la mesa como si se dispusiera a entablar negociaciones, prosiguió:

—Escúcheme… Estoy desbordada de trabajo, usted no es mi única preocupación. Estamos a 10 de junio, quiero que a finales de mes se haya ido usted. ¡Con o sin Alberto! No me importa, porque soy demasiado buena, ocuparme de Max el tiempo que encuentre usted una auténtica solución, pero no quiero nunca más, escúcheme bien, nunca más, tener que ocuparme de usted.

—Creo que lo he entendido… —murmuró Christine Barthillet soltando un suspiro de incomprendida.

—Pues bien, me alegro mucho porque no tenía ganas de hacerle un croquis. La bondad tiene sus límites y, francamente, creo que ya he llegado a los míos.

* * *

Josiane vio llegar a la pequeña Cortès. Puntual como cada mañana. Entraba en la empresa con sus andares sinuosos, una cadera a la derecha, una cadera a la izquierda, desplazándose con la elegancia y el porte de un figurín de moda. Cada gesto era preciso y estudiado. Daba los buenos días a cada uno de los empleados, sonreía, ponía cara de atención y se acordaba de cada uno de sus nombres. Cada día cambiaba un detalle de su vestimenta, pero, cada día, no se podía hacer otra cosa que admirar sus largas piernas, su talle fino, sus senos altos como si hubiese aprendido a revalorizar cada parte de su cuerpo sin que pudiese acusársele de hacerlo conscientemente. Para trabajar, se ataba sus largos cabellos morenos y los soltaba con un gesto teatral cuando terminaba la jornada, colocándose mechones detrás de las orejas para marcar el grácil óvalo de su rostro, el brillo nacarado de su piel y la delicadeza de sus rasgos. ¡Pero trabajaba! No se podía decir que no se ganaba el sueldo, eso estaba claro.

Ginette la había recogido bajo sus alas y le había enseñado la gestión de stocks. La pequeña sabía utilizar un ordenador y había comprendido enseguida su tarea. Tenía ganas de pasar a otra cosa y revoloteaba en torno a Josiane.

—¿Quién se ocupa de las compras aquí? —le preguntó ella con una gran sonrisa que desmentía el brillo metálico de su mirada.

—Chaval —respondió Josiane abanicándose.

Hacía un calor sofocante y Marcel no había instalado todavía el aire acondicionado en los despachos. Este calor me va a bloquear la ovulación.

—Creo que voy a trabajar con él… He comprendido lo de los stocks, es apasionante, pero me gustaría aprender otra cosa.

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