Se sonrieron y permanecieron un momento silenciosos. Después Philippe Dupin se levantó y fue a consultar su agenda.
—Digamos mañana a las tres de la tarde. ¿Te viene bien? Te presentaré a la persona encargada de supervisar las traducciones…
—Gracias, Philippe. Muchas gracias.
Se llevó el dedo a la boca para recordarle el secreto que se había comprometido a guardar. Ella afirmó con la cabeza.
En el salón, sentada sobre las rodillas de Marcel Grobz, pasando una y otra vez la mano sobre su calva cabeza, Hortense Cortès se preguntaba lo que su madre y su tío podrían estar contándose para permanecer encerrados tanto tiempo en el despacho, y cómo podría reparar la enorme metedura de pata cometida esa noche por su madre.
Joséphine echaba cuentas sobre la mesa de la cocina.
Octubre. La vuelta al colegio había pasado. Lo había pagado todo: el material escolar, las batas de laboratorio, las carpetas, la ropa de gimnasia, el comedor de las niñas, los seguros, los impuestos y las letras del piso.
—¡Yo sólita! —suspiró soltando el bolígrafo.
Un auténtico desafío.
Por supuesto, había contado con las traducciones para el gabinete de Philippe. Había trabajado encarnizadamente en julio y agosto. No se había ido de vacaciones y se había quedado en el piso de Courbevoie. Su única distracción había sido regar las plantas del balcón. La camelia blanca le había dado muchos problemas. Antoine se había llevado a las niñas en julio, según lo convenido, e Iris las había invitado a su casa en Deauville en agosto. Jo se había tomado apenas una semana de descanso a mediados de agosto para estar con ellas. Las niñas parecían en plena forma. Bronceadas, descansadas, más altas. Zoé había ganado el concurso de castillos de arena y blandía su premio: una cámara de fotos digital. ¡Guau! había dicho Jo, se ve que esto es un lugar de ricos. Hortense había adoptado cierto aire reprobador. «Ay, mi niña, ¡sienta tan bien relajarse y decir tonterías!». «Sí, pero, mamá, puedes molestar a Iris y a Philippe, que han sido tan buenos con nosotros…».
Joséphine se había prometido tener cuidado y nunca más dejarse llevar y decir lo que pensase. Estaba mucho más cómoda con Philippe. Se sentía como una colaboradora, aunque la palabra estuviese muy por encima de sus funciones. Un anochecer, se habían encontrado los dos, solos, sobre el pontón de madera que se introducía en el mar; él le había hablado de un asunto que acababa de concluir y del que ella sería la primera en traducir las primicias. Habían brindado a la salud de ese nuevo cliente. Ella se había emocionado.
Era una hermosa casa, suspendida entre el mar y las dunas; había fiestas todas las noches, iban a pescar, se asaba pescado en grandes barbacoas, improvisaban nuevos cócteles y las niñas se dejaban caer sobre la arena simulando estar borrachas.
Había vuelto a París con pena. Pero cuando vio el montante del cheque que le había enviado la secretaria de Philippe, no se arrepintió. Creyó que era un error. Sospechaba que Philippe le pagaba de más. Le veía pocas veces; siempre era su secretaria la que la recibía. A veces él escribía unas palabras o le decía que estaba muy satisfecho con su trabajo. Un día, había añadido: «P.D.: No me extraña de ti».
Su corazón estaba lleno de alegría. Recordaba la conversación en el despacho de Philippe la noche en la que… la noche en la que discutió con su madre.
Y después, recientemente, una colaboradora de Philippe, la que le entregaba el trabajo, le había preguntado si se sentía con fuerzas para traducir obras del inglés. «¿Libros de verdad?», había preguntado Jo con los ojos como platos. «Sí, claro», «¿Pero libros… libros?», «Sí», había respondido la empleada, un poco molesta por las preguntas de Jo. «Uno de nuestros clientes es editor y necesita una traducción rápida y de calidad de una biografía de Audrey Hepburn; he pensado en ti…». «¿En mí?», había contestado Joséphine con una voz ligeramente áspera que demostraba hasta qué punto estaba sorprendida. «¡Pues, sí! ¡En ti!», había respondido Caroline Vibert, que mostraba ahora signos reales de exasperación. «Oh, sí… ¡por supuesto!», había dicho Jo para intentar arreglarlo. «No hay problema. ¿Para cuándo la quiere?».
La abogada Vibert le había dado el teléfono de la persona a la que debía dirigirse y todo se había acordado muy deprisa. Tenía dos meses para acabar la traducción de
Audrey Hepburn, una vida
, ¡352 páginas en letra pequeña! Y dos meses, calculó, ¡significa que tengo que terminarla a finales de noviembre!
Se secó la frente. No era su única tarea. Se había inscrito para dar una conferencia en la universidad de Lyon; tenía que redactar más de cincuenta páginas sobre el trabajo femenino en los telares en el siglo XII. En la Edad Media, las mujeres trabajaban casi tanto como los hombres, pero no realizaban el mismo tipo de trabajo. Según los libros de cuentas de los pañeros, de cuarenta y un obreros, veinte eran mujeres y veintiuno hombres. A ellas les estaban prohibidos los trabajos considerados demasiado cansados. Así como la tapicería en lizo, porque obligaba a trabajar con los brazos extendidos. A menudo tenemos ideas preconcebidas sobre esta época, imaginándonos a las mujeres retiradas en sus castillos, escondidas entre su sombrero de capirote y su cinturón de castidad, y sin embargo eran activas, sobre todo entre los sectores populares y artesanos. Mucho menos en la aristocracia, por supuesto. ¿Cómo empezar? ¿Con una anécdota? ¿Con una estadística? ¿Con una visión general?
Joséphine pensaba con el bolígrafo en mano. Cuando, de pronto, le vino una idea a la cabeza que estalló como una bomba: ¡Había olvidado preguntar cuánto le pagarían por lo de Audrey Hepburn! He realizado mi trabajo como una buena obrera y lo he olvidado. La inundó una oleada de pánico y se imaginó caída en una trampa. ¿Qué hacer? ¿Volver a llamar y decir: «Perdón, me gustaría saber cuánto me van a pagar, porque, mire usted, he olvidado preguntárselo antes»? ¿Preguntar a la abogada Vibert? Imposible. Blandengue y lela, blandengue y lela, blandengue y lela. ¡Todo va demasiado deprisa! Se lamentó. Pero ¿qué hacer si no? La gente no tiene tiempo que perder, tiempo para pensar. Habría tenido que anotar en un papel todas mis dudas antes de presentarme a la cita. Tengo que aprender a actuar deprisa, a ser eficaz. Yo, que llevaba una vida de ratón de biblioteca…
Shirley le ayudaba con la traducción de la biografía de Audrey Hepburn. Joséphine subrayaba las palabras o expresiones que le daban problemas y se las planteaba a Shirley. Sus puertas no paraban de abrir y cerrarse.
Pero allí, sobre el papel, las cifras no mentían. Se las arreglaba bastante bien. Sintió una sensación de euforia y extendió sus brazos para representar su triunfo. ¡Feliz! ¡Feliz! Después se calmó e invocó al cielo para que durase el milagro. Ni por un segundo pensó: es porque trabajo, porque no paro de trabajar. ¡No! Joséphine no relacionaba nunca el esfuerzo con la recompensa. Nunca se concedía una felicitación. Daba gracias a Dios, al cielo, a Philippe o a la abogada Vibert. Nunca pensaba en ponerse algún laurel por las horas pasadas inclinada sobre el diccionario o la hoja de papel.
Tendría que comprarme un ordenador si sigo haciendo esta clase de trabajo. Otro gasto, pensó, y borró el pensamiento con la mano.
Había puesto los ingresos en una columna y en otra, los gastos. Marcaba a lápiz las eventuales entradas y salidas, con bolígrafo rojo lo que era seguro. Y redondeaba, redondeaba mucho. En su contra. Así, se decía, las sorpresas sólo podrán ser positivas y tendría un pequeño margen. Es lo que le aterrorizaba: no tener margen. Cualquier golpe duro significaría la catástrofe.
Ya no tenía a nadie en quien apoyarse.
Debe de ser ese el auténtico sentido de la palabra «sola». Antes eran dos. Antes, sobre todo, Antoine se encargaba de todo. Ella firmaba allí donde él le indicaba. Él reía y decía: «¡Podría hacerte firmar lo que quisiera!», y ella contestaba: «Sí, claro, confío en ti». El la besaba en el cuello mientras ella firmaba.
Ya nadie la besaba en el cuello.
Todavía no habían hablado de separación ni de divorcio. Había continuado, dócilmente, firmando todos los papeles que él le presentaba. Sin hacer preguntas. Cerrando los ojos para que ese lazo durara todavía. Marido y mujer, marido y mujer. Para lo bueno y para lo malo.
El continuaba «cambiando de aires». Con Mylène. Va a hacer seis meses que se airea, pensó, sintiendo cómo montaba en cólera. Hundirse en esos ataques de rabia era cada vez más frecuente.
Cuando él vino a buscar a las niñas a principios de julio, fue doloroso, muy doloroso. La puerta del ascensor que se cierra. «¡Adiós, mamá, trabaja bien!». Y después el silencio en el hueco de la escalera. Y después… había corrido hasta el balcón y visto a Antoine que cargaba el coche, abría el maletero, colocaba las dos maletas y… delante, en el lugar que antes ocupaba ella, un codo que sobresalía. Un codo de algodón rojo.
¡Mylène!
Se la llevaba de vacaciones con sus hijas.
¡Mylène!
Estaba sentada en su sitio.
¡Mylène!
Sin esconderse, el codo apoyado fuera del coche. Su codo rojo.
Jo sintió, por un instante, ganas de correr y coger a sus hijas por el cuello y arrancarlas de las garras de su padre, pero se lo pensó. Antoine tenía todo el derecho, el más estricto derecho. No había nada que decir.
Se había dejado caer sobre el suelo de cemento del balcón. Se había tapado la cara con los puños y llorado, llorado. Un buen rato. Sin moverse. Pasando y repasando sin parar la misma película. Antoine presentando a Mylène a sus hijas, Mylène sonriéndolas. Antoine conducía. Mylène llevaba el mapa. Antoine proponía detenerse en un restaurante, Mylène lo elegía. Antoine había alquilado un piso con las niñas y Mylène. La habitación de sus hijas, su habitación con Mylène. El dormía con Mylène y sus hijas, en la habitación de al lado. Por la mañana, preparaban el desayuno juntos. ¡Todos juntos! Antoine iba al mercado con sus hijas y Mylène. Corría por la playa con sus hijas y Mylène. Llevaba a la feria a sus hijas y a Mylène. Compraba algodón de azúcar a sus hijas y a Mylène. Las palabras formaban una única cantinela que recitaba «sus hijas y Mylène, Antoine y Mylène». Entonces había respirado profundamente y gritado: «¡Familia recompuesta y una mierda!». Se había extrañado de oírse gritar así y había dejado de llorar.
Ese día, Joséphine había comprendido que su matrimonio había terminado. Un codo de tela roja había sido más eficaz que todas las palabras dichas entre Antoine y ella. Se acabó, se había dicho dibujando sobre una hoja de papel un triángulo que había coloreado de rojo chillón. Se acabó. Punto y final.
Había colgado el triángulo rojo en la cocina encima de la tostadora con el fin de contemplarlo todas las mañanas.
Al día siguiente, había retomado sus traducciones.
Más tarde, cuando viajó a Deauville, a casa de Iris, supo que Zoé había llorado mucho durante ese mes de julio. Se había enterado por Iris, que lo sabía por Alexandre, a quien Zoé se había confiado. «Antoine les ha dicho que tendrían que ir acostumbrándose a Mylène porque pensaba vivir con ella, y tenían un proyecto para después del verano… ¿Qué proyecto? Nadie lo sabe…». Las niñas no hablaban de ello. Joséphine se había mordido la lengua para no hacerles preguntas.
«¡Esas pobres niñas han empezado mal la vida!», había declarado su madre a Iris. «¡Dios mío, lo que se obliga a sufrir a los niños en nuestros días! Y luego nos extrañamos de que la sociedad vaya mal. Si los padres no saben comportarse, ¿qué se puede esperar de los hijos?».
Su madre. Ya no la veía. Desde el mes de mayo. Desde su enfrentamiento en el salón de Iris. Ni una palabra. Ni una llamada de teléfono. Ni una carta. Nada. No pensaba en ello continuamente, pero cuando oía, en la calle, a una mujer de su edad inclinada sobre una anciana a la que llamaba «mamá», sentía cómo sus rodillas flojeaban y buscaba un banco para sentarse.
Y, sin embargo, se negaba a dar el primer paso. Y, sin embargo, no quitaba ni una sola coma al discurso que había pronunciado esa noche.
Se preguntaba incluso si no había sido esa escena con su madre la que le había dado la energía para trabajar. Nos sentimos muy fuertes cuando dejamos de hacer trampas. Esa noche dejaste de fingir y, desde entonces, ¡mira cómo avanzas! Esa teoría era de Shirley. Y Shirley podía no estar equivocada.
Sola. Sin Antoine, sin su madre. Sin hombre.
En la biblioteca, en los estrechos pasillos, entre los estantes de libros, había chocado contra un hombre que caminada en sentido contrario. Ella llevaba los brazos cargados de libros y no lo había visto. Todos los volúmenes habían caído al suelo con gran estruendo, y el desconocido se había agachado para ayudarla a recogerlos. Él la había mirado con los ojos como platos, lo que había provocado a Joséphine un ataque de risa que le obligó a salir para calmarse. Cuando volvió, él le guiñó un ojo en señal de connivencia. Se había sentido turbada. Toda la tarde estuvo buscando su mirada, pero él había mantenido los ojos fijos en sus papeles. Una de las veces que levantó la mirada, él ya se había ido.
Lo había vuelto a ver y él le había hecho una señal con la mano con una sonrisa muy dulce. Era alto, flaco, el pelo castaño le caía en los ojos, y sus mejillas parecían aspiradas de lo hundidas que estaban. Colocaba delicadamente su parka azul marino sobre el respaldo de la silla antes de sentarse, le quitaba el polvo, la alisaba y se dejaba caer como un bailarín sobre la silla girando el respaldo. Tenía las piernas largas y delgadas. Jo le imaginaba bailando claqué. Con medias negras, chaqueta negra y chistera negra. Su rostro cambiaba a menudo de apariencia. A ella le parecía guapo y romántico, y un instante después pálido y melancólico. Nunca estaba segura de recordarlo. A veces perdía su imagen y debía mirar varias veces antes de reconocerlo, en carne y hueso.
No se había atrevido a contarle la historia del hombre joven a Shirley. Se habría reído de ella. Pero tendrías que haberle invitado a un café, preguntado su nombre, saber sus horarios. ¡Qué tonta eres!
Pues, sí… ¡Soy tonta y eso no es nada nuevo!, suspiró Joséphine, garabateando en su hoja de cuentas. Lo veo todo, lo siento todo, capto miles de detalles como astillas que me despellejan viva. Miles de detalles que a otros no les afectan porque tienen la piel de cocodrilo.
Lo más duro era el no dejarse invadir por el pánico. El pánico llegaba siempre por la noche. Sentía crecer dentro de ella el peligro del que no podría huir. Daba vueltas y vueltas en su cama sin conseguir dormirse. Pagar la letra del piso, la comunidad, los impuestos, la bonita ropa de Hortense, el mantenimiento del coche, los seguros, la factura del teléfono, el abono de la piscina, las vacaciones, las entradas de cine, los zapatos, los aparatos dentales… Enumeraba los gastos y, con los ojos abiertos, aterrorizada, se acurrucaba entre las mantas para dejar de pensar. A veces se despertaba, se sentaba en la cama, y hacía y rehacía las cuentas de arriba abajo y constataba que no, que no lo conseguiría a pesar de que, de día, las cifras habían dicho que sí. Encendía la luz, presa del pánico, iba a buscar el trozo de papel en el que había escrito sus cuentas y las repasaba de arriba abajo hasta conseguir cuadrar… su conciencia, y apagaba la luz, agotada.