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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Los Oceanos de Venus (14 page)

BOOK: Los Oceanos de Venus
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—¿Crees que tropezaremos con algún pesquero, Lucky?

—No es probable.

Se hallaban ya a sólo quinientos metros.

—Oye, Lucky —exclamó Bigman, con un visible esfuerzo por cambiar el curso de sus propios pensamientos—, ¿por qué hay tanto anhídrido carbónico en la atmósfera de Venus? Con tantas plantas... Se supone que los vegetales convierten el anhídrido carbónico en oxígeno, ¿no?

—En la Tierra, sí. Sin embargo, recuerdo mi cursillo de xenobotánica. La vida vegetal de Venus posee una cualidad propia. Las plantas terrestres envían su oxígeno al aire; las de Venus almacenan el suyo en forma de compuestos de alto contenido de oxígeno en sus tejidos. —Hablaba distraídamente, como sí también utilizase sus explicaciones para no pensar—. Por esto no respira ningún animal venusiano. Obtienen todo el oxígeno necesario con sus alimentos.

—¿Cómo lo sabes? —se admiró Bigman.

—En realidad, su comida probablemente posee demasiado oxígeno para ellos, de lo contrario no les entusiasmarían tanto los alimentos con poco oxígeno, como la grasa de motores que tú le diste a aquella V-rana. Al menos, ésta es mi teoría.

Se hallaban a sólo doscientos metros de la superficie.

—A propósito —comentó Lucky—, buena navegación. Me refiero a la forma en que atravesaste el monstruo, Bigman.

—Oh, no fue nada —repuso el marciano con modestia, aunque enrojeciendo de placer por la alabanza de Lucky.

Este contempló el cuadrante de la presión. Faltaban cien metros para la superficie.

Reinó el silencio.

De pronto se oyó un sonido chirriante, rasposo, arriba; hubo una súbita interrupción del suave ascenso; un jadeo de los motores, y una rápida claridad a través del mirador, junto con una visión parpadeante de un cielo nublado y una superficie marina fangosa por entre restos y fibras de algas. El agua estaba agitada por diminutos chapoteos.

—Está lloviendo —observó Lucky—. Y ahora temo que tendremos que aguardar a que las V-ranas vengan por nosotros.

—Bien... —añadió Bigman en voz baja—, pues... aquí están ya.

¡Porque moviéndose al otro lado del cristal, observando el submarino con sus ojos negros y acuosos, las largas patas plegadas bajo el cuerpo y los membranosos pies asiendo firmemente el tallo de un alga marina, se hallaba una V-rana!

13 - ENCUENTRO DE MENTES

El Hilda continuó navegando por las agitadas aguas del océano venusiano. Las salpicaduras de la lluvia, fuerte y constante, —tamborileaban sobre el casco exterior en una especie de ritmo terráqueo. Para Bigman, criado en Marte, la lluvia y el océano eran algo extraño, pero a Lucky le recordaban su hogar con añoranza.

—¡Mira esa V-rana, Lucky! —le instó Bigman—. ¡Mírala!

—Ya la miro —respondió Lucky calmosamente.

Bigman limpió el cristal con la manga y pegó la nariz al mismo para ver mejor.

«¡Eh —se dijo de pronto—, será mejor que no la mire muy de cerca!"

Saltó hacia atrás, y deliberadamente metió el meñique de cada mano en las comisuras de la boca, separándolas a la máxima distancia. Sacó la lengua, bizqueó y movió los demás dedos.

La V-rana le miró solemnemente. No había movido un solo músculo desde su aparición ante el mirador. Se limitaba a balancearse al impulso del viento. No parecía importarle, o no estaba enterada, de la lluvia que se abatía a su alrededor y sobre su cuerpo.

Bigman contorsionó su rostro de manera aún más horrible y le gritó: «¡A... aaa... aaahhh!" al extraño ser.

—¿Qué estás haciendo, Bigman? —le preguntó Lucky por encima del hombro.

El marciano saltó, se quitó las manos de la boca y su cara volvió a adoptar su expresión normal.

—Le estaba demostrando a esa V-rana —sonrió luego— lo que pienso de ella.

—¡Y yo voy a demostrarte ahora mismo lo que pienso de ti!

El corazón de Bigman perdió un latido. La voz de Lucky contenía una nota de reprobación. Claro, en una crisis semejante, en momento de tanto peligro, él, Bigman, se dedicaba a hacer muecas como un tonto. Se ruborizó.

—No sé qué me ha pasado, Lucky —tartamudeó.

—Fue cosa de las V-ranas —le explicó Lucky—. Compréndelo. Esos bichos están buscando nuestros puntos débiles. Y cuando puedan, penetrarán en nuestras mentes, y una vez en ellas tal vez nos incapaciten para combatirlas. De modo que no cedas a ningún impulso hasta que estés seguro de ti mismo.

—Sí, Lucky —asintió Bigman, muy contrito.

—Bien, ¿y ahora qué?

Lucky paseó la mirada por el interior del submarino. Lou Evans dormía, moviéndose agitadamente y respirando con dificultad. Los ojos del terráqueo se posaron en él unos instantes y después los desvió.

—Lucky... —le llamó Bigman casi con timidez.

—Dime.

—¿No piensas llamar a la estación espacial?

Por un momento, Lucky contempló a su compañero sin entender la sugerencia. Luego, lentamente, desaparecieron las arrugas que rodeaban sus ojos y susurró:

—¡Grandes galaxias! Lo había olvidado. ¡Bigman, lo había olvidado! No había vuelto a acordarme de ello.

Bigman señaló con el pulgar por encima del hombro, en dirección al mirador, por el que todavía estaba atisbando la V-rana como un mochuelo.

—Quieres decir que...

—Sí, ellas. ¡Por todos los espacios, debe de haber millares ahí fuera!

Medio avergonzado, Bigman admitió esta declaración casi con alegría, al comprobar que Lucky también se había dejado atrapar por aquellas ranas venusianas. Esto le libraba de la vergüenza que, de otro modo, le habría abrumado. En realidad, Lucky ahora ya no tenía derecho a reñirle ni a...

El marciano cortó aquella corriente de ideas, sumamente confuso. Estaba experimentando rencor hacia Lucky. Ah, no era él, no... ¡Eran ellas!

Ferozmente, apartó toda idea de su cerebro y lo concentró en Lucky, cuyos dedos se hallaban ya en el transmisor, ajustando la longitud de onda necesaria para poder radiar al espacio.

De pronto, la cabeza de Bigman cayó hacia atrás ante un nuevo y extraño sonido.

Era una voz átona, sin acento alguno.

—No hagas nada con tu máquina de enviar sonidos muy lejos... Nosotros no lo queremos.

Bigman dio media vuelta. Abrió mucho la boca y, por un momento, fue incapaz de cerrarla.

—¿Quién ha hablado? —inquirió—. ¿Dónde estaba la voz?

—Tranquilo, Bigman —le aconsejó Lucky—. Ha sonado dentro de tu cabeza.

—¡No habrá sido la V-rana!

—¡Grandes galaxias! ¿Quién, si no?

Bigman se volvió hacia el mirador, para contemplar otra vez las nubes, la lluvia... y la sinuosa V-rana.

Una vez más en su azarosa existencia, Lucky experimentaba el dolor de que mentes ajenas a la suya imprimiesen sus pensamientos en su cerebro. La primera fue cuando encontró a los seres de energía inmaterial que moraban en las profundas oquedades de Marte. Allí, dichos seres también se apoderaron de su mente, pero la entrada de las nuevas ideas no fue penosa, al contrario, casi agradable. Se daba cuenta de su desvalimiento, pero a la vez se hallaba desprovisto de todo temor.

Ahora se enfrentaba con un peligro muy distinto. Los tentáculos mentales que sondeaban el interior de su cráneo se habían abierto paso a la fuerza, y los sentía con dolor, con odio, con resentimiento.

La mano de Lucky se apartó del transmisor, sin urgencia para volver al aparato. Lo había olvidado nuevamente.

—Haz vibrar el aire con tu boca —resonó la voz por segunda vez.

—¿Quieres decir que hable? —preguntó Lucky—. ¿Puedes oír nuestros pensamientos cuando no hablamos?

—Sólo confusa y vagamente. Es muy difícil, a menos que hayamos examinado muy bien una mente. Cuando habláis, vuestros pensamientos son más intensos y podemos oírlos.

—Nosotros os oímos a vosotras sin dificultad alguna —dijo Lucky.

—Sí. Nosotras podemos enviar nuestros pensamientos con gran poder y energía. Vosotros, no.

—¿Habéis oído todo lo que hemos dicho hasta ahora?

—Sí.

—¿Qué deseáis que haga?

—En tus pensamientos hemos detectado una organización de seres como tú muy lejos, más allá del fin, al otro lado del cielo. Tú la llamas Consejo. Deseamos saber más del mismo.

Interiormente, Lucky experimentó un chispazo de satisfacción. Al menos, tenía contestada una pregunta. Mientras se presentó como un ser individual, solo, el enemigo se contentaba con matarle. Pero en las últimas horas, el enemigo había descubierto que él conocía ya gran parte de la verdad, y esto le preocupaba con exceso.

¿Eran capaces los demás miembros del Consejo de aprender con tanta rapidez? ¿Cuál era la naturaleza de ese Consejo?

Lucky comprendía la curiosidad del enemigo, su nueva cautela, el súbito deseo de saber un poco más por medio de Lucky antes de eliminarle. No era extraño ya que el enemigo no hubiese intentado que Evans le matase, cuando le apuntó con el desintegrador y Lucky se halló indefenso, por un descuido demasiado largo.

Lucky enterró más profundamente sus ideas sobre el tema. Era posible, según lo declarado, que las V-ranas no pudiesen oír con claridad los pensamientos no formulados de viva voz. Pero también podían mentir al respecto.

—¿Qué tenéis contra mi raza? —inquirió bruscamente.

—No podemos decir lo que no es cierto —replicó la voz átona, sin emoción.

Lucky apretó la mandíbula ante estas palabras. ¿Habrían captado su último pensamiento respecto a si mentían? Debía mostrarse muy cauteloso, muy prudente.

—No nos gusta tu raza —prosiguió la voz—. Pone fin a la vida. Comen carne. Es malvado ser inteligente y comer carne. Quien come carne termina con la vida, y un carnívoro inteligente hace más daño que otro sin raciocinio porque inventa más métodos de acabar con la vida. Poseéis unos tubitos que pueden poner fin a las vidas de muchos seres a la vez.

—Pero no matamos a las V-ranas.

—Lo haríais si os lo permitiésemos. Incluso os matáis unos a otros, en grandes y pequeños grupos.

Lucky evitó comentar la última observación.

—Entonces —preguntó en cambio—, ¿qué queréis de mi raza?

—Sois ya muy numerosos en Venus —prosiguió la voz—. Os propagáis y ocupáis mucho sitio.

—Sólo podemos ocupar algunas zonas —razonó Lucky—. Sólo podemos construir ciudades en aguas superficiales. Los abismos siempre serán vuestros, y forman la novena parte del océano. Además, podemos ayudaros. Si vosotras poseéis el conocimiento de la mente, nosotros conocernos la materia. Ya habéis visto nuestras ciudades y las máquinas de brillantes metales que van por el aire y el agua a los mundos del otro lado del cielo. Con este poder, podríamos ayudaros mucho.

—No necesitamos nada. Nosotras vivimos y pensamos. No tenemos miedo ni odiamos. ¿Qué más podemos desear? ¿De qué nos servirían vuestras ciudades, vuestros metales y vuestras naves? ¿Cómo mejorarían nuestra existencia?

—Entonces, ¿intentáis matarnos a todos?

—No deseamos poner fin a la vida. Nos basta con dominar vuestras mentes, para que de este modo no podáis hacernos daño.

Lucky tuvo una fugaz visión (¿propia o implantada?) de una raza de hombres viviendo y moviéndose en Venus bajo las directrices de los nativos dominadores, gradualmente apartados de toda conexión con la Tierra. Generaciones de seres humanos cada vez más acostumbrados a ser esclavos mentales.

—Los hombres no pueden verse sujetos a un control mental —exclamó Lucky, con una confianza que no compartía por entero.

—Es la única forma, y tú has de ayudarnos.

—¡Jamás!

—No te queda otro remedio. Tienes que hablarnos de esas tierras que se hallan más allá del cielo, de la organización de tu raza, de lo que piensan hacer contra nosotros, de cómo podemos protegernos.

—No conseguiréis de ningún modo que os diga todo eso.

—¿No? —se burló la voz—. Entonces, reflexiona. Si no nos das la información que necesitamos, te obligaremos a descender a las profundidades del océano con tu máquina de brillante metal, y una vez abajo abrirás la máquina para que penetre el agua.

—¿Y moriremos? —preguntó Lucky, torvamente.

—Será necesario el final de vuestras vidas. Con lo que sabes, no sería prudente permitir que regresaras junto a tus semejantes. Podrías hablar con ellos, y tal vez intentasen represalias. Y esto no sería bueno.

—Entonces, si no hablo no pierdo nada.

—Pierdes mucho. Si te niegas a lo que te pedimos, tendremos que escudriñar tu cerebro a la fuerza. Lo cual no es eficaz, ya que perderíamos gran parte de la información. Para reducir este peligro, tendremos que separar tu cerebro molécula a molécula, cosa que te resultará sumamente penosa. Para nosotros, y también para ti, sería mucho mejor que nos ayudaras por tu propia voluntad.

—¡No!

Se produjo una pausa.

—Aunque tu raza gusta de poner fin a la vida, temen morir —continuó luego la voz—. Nosotras te ahorraremos ese temor si nos ayudas. Cuando desciendas al fondo del océano para poner fin a vuestras vidas, eliminaremos el miedo de vuestras mentes. Si pese a todo no quieres ayudarnos, pondremos fin a vuestras vidas, mas sin eliminar el temor. Al contrario, lo intensificaremos.

—¡No! —repitió Lucky, con más energía.

Otra pausa, más prolongada.

—No deseamos tus conocimientos —manifestó la voz— por nuestra seguridad, sino para no vernos obligados a adoptar medidas de naturaleza desagradable. Si nos quedáramos con un conocimiento incierto respecto a cómo protegernos contra tu raza del otro lado del cielo, nos veríamos obligados a terminar con esa amenaza poniendo fin a las vidas de todas las personas de este planeta. Haríamos penetrar el océano en las ciudades, como hicimos casi con una. Para los de tu raza, la vida terminaría como la extinción de una llama. Se apagaría, y la vida no ardería más.

—¡Obligadme! —rió Lucky, ferozmente.

—¿A hablar?

—Sí, obligadme a hablar. Obligadme a hundir el barco. Obligadme a lo que queráis.

—¿Crees que no podemos?

—Sé que no podéis.

—Entonces, mira a tu alrededor y ve lo que ya hemos logrado. Tu compañero atado se halla en nuestras manos. Y el que estaba a tu lado también.

Lucky giró sobre sí mismo. Durante la larga conversación, no había oído ni una sola vez la voz de Bigman. Era como si se hubiese olvidado por completo de su existencia. Y ahora vio al marciano a sus pies, con el cuerpo retorcido, hecho un guiñapo.

Lucky se dejó caer de rodillas, sintiendo un nudo de desesperación en su garganta.

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