Los niños del agua (18 page)

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Authors: Charles Kingsley

BOOK: Los niños del agua
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Sin embargo, todo lo que dijo fue:

«¡Ay, queridito mío! Eres como los demás.»

Pero lo dijo para sus adentros y Tom ni la oyó ni la vio. Ahora bien, no pienses que era muy sentimental. Si crees que es así y que a ti te va a perdonar, o a mí, o a cualquier ser humano, cuando actuamos mal, porque tiene un corazón demasiado tierno como para castigarnos, estás muy equivocado, como les ocurre a muchos hombres cada año y cada día.

¿Qué crees que hizo la extraña hada cuando vio que Tom se había comido todas sus piruletas?

¿Crees que se abalanzó sobre él, que lo agarró por el pescuezo, lo sujetó, lo empujó, lo inclinó, lo acució, le pegó, lo golpeó, lo arrastró, lo pinchó, lo aporreó, lo puso en una esquina, lo sacudió, lo abofeteó, lo desterró a una roca fría para que recapacitara, etc.?

En absoluto. Si sabes dónde encontrarla podrás ver cómo trabaja. Pero nunca la verás hacer algo así. Porque, si lo hubiera hecho, sabía perfectamente que en ese preciso instante Tom habría peleado, habría dado patadas, habría mordido, habría dicho palabrotas y se habría vuelto a convertir en un pequeño deshollinador malo y pagano, con su mano contra todo el mundo —como la de Ismael en la antigüedad— y la mano de todo el mundo contra él.

¿Crees que lo interrogó, lo presionó, lo asustó y lo amenazó para que confesara? En absoluto. Como te he dicho, si sabes dónde encontrarla, a menudo podrás ver cómo trabaja. Pero nunca la verás hacer eso. Pues, si lo hubiera hecho, con lo asustado que él estaba, lo habría tentado a contar mentiras y eso incluso habría sido peor, si cabe, que volver a convertirse en un deshollinador pagano.

No. Todas esas medidas las deja para los padres y los profesores ansiosos (hay quien los llama holgazanes) que, en lugar de ofrecer a sus niños un juicio justo, como el que esperarían tener y reivindicarían para ellos, los fuerzan asustándolos para que confiesen sus culpas. Eso es tan cruel e injusto que no hay ningún juez en la judicatura que se atreva a practicarlo ni con los ladrones o los asesinos más malvados, pues la gran ley británica lo prohibe. Sí, sí, e incluso hay quien los castiga para que confiesen, lo cual es un crimen tan detestable que hoy en día ya nadie lo comete, salvo los inquisidores, los reyes de Nápoles y unos cuantos desgraciados de los cuales el mundo ya está harto. Y luego dicen: «Nosotros hemos instruido al niño en el camino por el que debería ir y al crecer se ha apartado de él. Entonces, ¿por qué dijo Salomón que no se apartaría?». Sin embargo, el camino de pegar, acuciar, asustar e interrogar quizá no sea el camino por el que el niño debería ir, pues ni siquiera es el camino por el que debería ir un potro, si lo que quieres es domarlo y hacer que sea un caballo tranquilo y útil.

Algunas personas dirán: «¡Ah!, pero al Hada no le hace falta hacer eso si ya lo sabe todo». Es verdad. Pero, si no lo supiera, seguro que no se comportaría peor que un juez y un jurado británicos, y los padres y los profesores tampoco deberían hacerlo.

De modo que no dijo nada de nada sobre el asunto, ni siquiera cuando, al día siguiente, Tom se acercó con los demás para recibir golosinas. Tenía un miedo terrible de ir, pero aún tenía más miedo de no ir, por si alguien sospechaba de él. También temía que no hubiera golosinas —como era de esperar, dado que se las había comido todas—, por si en ese caso el hada preguntaba quién se las había llevado. Pero, mira por dónde, sacó tantas como siempre, lo cual dejó a Tom atónito y lo asustó más todavía.

Cuando el hada lo miró directamente a los ojos, Tom se estremeció de pies a cabeza; no obstante, le dio su parte, como a los demás, y para sus adentros pensó que no podía haberlo descubierto.

Sin embargo, cuando se metió las golosinas en la boca, le repugnó el sabor que tenían y le dolió tanto la barriga que tuvo que huir tan rápido como pudo. Durante toda la semana se sintió fatal, y muy enojado y triste.

A la semana siguiente, volvió a recibir su parte y el hada volvió a mirarlo directamente a los ojos, pero tenía un aspecto triste como nunca antes lo había tenido. Tom no podía soportar las golosinas, pero se las volvió a comer en contra de su voluntad.

Cuando vino la señora Hazcomoquisierasquetehicieranati, quiso que lo abrazara como a los demás, pero ella dijo, muy seria:

—Me encantaría abrazarte, pero no puedo. Tienes muchos callos y espinas.

Tom se miró: estaba lleno de espinas como un erizo de mar.

Lo cual era muy natural, pues tienes que saber y creer que el alma de las personas constituye su cuerpo, igual que un caracol hace su concha (no lo digo en broma, chiquitín, lo digo muy en serio y muy solemnemente). Por lo tanto, cuando el alma de Tom empezó a espinarse con mal genio, su cuerpo no pudo evitar que le crecieran espinas. Por eso nadie quería abrazarlo ni jugar con él; ni siquiera lo miraban.

¿Qué podía hacer Tom ahora sino huir, esconderse en una esquina y llorar? Porque nadie quería jugar con él y él sabía perfectamente por qué.

Durante toda esa semana se sintió tan miserable que cuando el hada fea vino y volvió a mirarlo directamente a los ojos, más seria y triste que nunca, no lo pudo aguantar más y tiró los dulces, diciendo: «No, no quiero. Ya no me sientan bien». Y entonces el pobrecito rompió a llorar y le contó detalladamente a la señora Hagancontigocomohiciste todo lo que había sucedido.

Después de contárselo se sintió terriblemente asustado, pues esperaba que el hada lo castigara con gran dureza. Sin embargo, en lugar de eso, sólo lo cogió y lo besó, lo cual no era muy agradable, pues realmente tenía una barbilla muy peluda. Pero se sentía tan solo en el fondo de su corazón que pensó que era mejor que le dieran besos ásperos a que no le dieran ninguno.

—Te voy a perdonar, pequeño —dijo ella—. Siempre perdono a todo el mundo cuando me cuentan la verdad voluntariamente.

—Entonces, ¿me quitarás todas estas espinas asquerosas?

—Eso ya es algo muy distinto. Has sido tú el que las ha puesto ahí y solamente tú puedes quitarlas.

—¿Y cómo lo hago? —preguntó Tom, empezando a llorar otra vez.

—Bueno, creo que ya es hora de que vayas a la escuela, de modo que voy a ponerte una maestra que te enseñe a deshacerte de las espinas.

Y se fue.

A Tom le asustó la idea de tener una maestra, ya que pensó que vendría con una vara de abedul o con un bastón. Finalmente se consoló pensando que podría ser como la anciana de Vendale. Pero no lo fue en absoluto. Pues, cuando el hada la trajo, pudo comprobar que se trataba de la niñita más bonita jamás vista, con largos rizos flotándole por detrás de la espalda como una nube dorada y largas ropas flotando a su alrededor como una nube plateada.

—Aquí está —anunció el hada—. Debes enseñarle a ser bueno, te apetezca o no.

—Ya lo sé —dijo la niñita. Pero no parecía apetecerle, pues se metió el dedo en la boca y miró a Tom por debajo de las cejas. Tom también se metió el dedo en la boca y la miró por debajo de las cejas, pues estaba terriblemente avergonzado.

La niñita apenas sabía por dónde empezar y puede que nunca hubiera empezado si el pobre Tom no se hubiese puesto a llorar y le hubiera suplicado que le enseñara a ser bueno y le ayudara a curar sus espinas. Al oír esto, a la niñita se le enterneció tanto el corazón que empezó a enseñarle de la forma más bonita que jamás se le haya enseñado a un niño en el mundo.

¿Qué le enseñó la niñita a Tom? Primero, le enseñó lo que a ti siempre te han enseñado desde que rezaste las oraciones por primera vez sobre las rodillas de tu madre, aunque se lo enseñó de un modo mucho más simple. Pues en aquel mundo, hijo mío, las lecciones no tienen las palabras difíciles de las lecciones de éste y, por lo tanto, a los niños del agua les gustan más que a ti y desean aprenderlas con más insistencia. Los mayores no pueden cavilar ni discutir sobre su significado, como hacen aquí, en tierra, pues esas lecciones surgen nítidas y puras, como el Test cuando nace en el Estanque de Overton, de la tierra eterna de toda la vida y de toda la verdad.

Así pues, enseñaba a Tom cada día de la semana, sólo que los domingos ella siempre se iba a casa y el hada amable ocupaba su lugar. Y antes de que hubiera estado muchos domingos enseñando a Tom, las espinas se esfumaron y su piel volvió a estar suave y limpia.

—¡Dios mío! —exclamó la niñita—. Caray, ahora te reconozco. Eres el mismo deshollinador que entró en mi habitación.

—¡Dios mío! —gritó Tom—. Ahora también te reconozco. Eres la misma pequeña dama blanca que vi en la cama.

Entonces saltó hacia ella y deseó abrazarla y besarla, pero no lo hizo, ya que recordó que era una dama de nacimiento. Así que saltó dando más y más vueltas alrededor de ella hasta que se cansó.

Luego empezaron a contarse sus respectivas historias: cómo él se había metido en el agua y ella se había caído de la roca, cómo él había nadado hasta llegar al mar y cómo ella había salido volando por la ventana, y cómo esto y aquello y lo de más allá, hasta que se lo contaron todo. Entonces los dos volvieron a empezar y no sabría decir cuál de ellos hablaba más rápido.

Después volvieron a trabajar en sus lecciones y les gustó tanto que continuaron hasta que pasaron y se les fueron siete años enteros.

Pensarás que durante todos esos años Tom se sintió muy contento y feliz, pero la verdad es que no. Siempre tuvo una cosa en la cabeza, y era la siguiente: ¿adonde iba la pequeña Ellie cuando volvía a casa los domingos?

A un lugar muy bonito, decía ella.

Pero, ¿cómo era ese bonito lugar y dónde estaba?

¡Ah!, eso es precisamente lo que no podía decir. Lo raro, pero cierto, es que nadie puede decirlo. Y que los que han estado allí más a menudo, o incluso más cerca, aún pueden decir menos y menos pueden hacer entender a la gente cómo es. Hay muchísimas personas por El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio (donde Tom fue más tarde) que pretenden conocerlo de norte a sur con la misma certeza que si hubieran trabajado allí de carteros.

Sin embargo, como están a buen recaudo en El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio, a novecientos noventa y nueve millones de kilómetros, lo que digan no nos concierne.

Pero las personas queridas, dulces, afectuosas, sabias y sacrificadas que realmente van allí nunca pueden contarte nada, salvo que es el lugar más bonito del mundo. Si les haces más preguntas, se vuelven reservados y guardan silencio, por miedo a que se rían de ellos; y tienen mucha razón.

Así que todo lo que la pequeña Ellie podía decir era que aquel lugar valía tanto como el resto del mundo entero. Evidentemente, eso sólo hizo que, a pesar de todo, Tom estuviera aún más ansioso de conocerlo.

—Señorita Ellie —dijo finalmente—, si no me dices por qué no puedo ir contigo los domingos cuando te vas a casa, no me voy a estar quieto y no voy a dejarte tranquila.

—Eso tienes que preguntárselo a las hadas.

De modo que, cuando al día siguiente vino el hada —la señora Hagancontigocomohiciste—, Tom se lo preguntó.

—Los niñitos que sólo saben jugar con las bestias de mar no pueden ir —explicó ella—. Los que van allí, primero tienen que ir adonde no les apetece, hacer lo que no les apetece y ayudar a alguien que no les apetece.

—Anda, ¿y Ellie lo hizo?

—Pregúntaselo a ella.

Ellie se sonrojó y confesó: «Sí, Tom, al principio no me apetecía venir aquí. Era mucho más feliz en casa, donde siempre es domingo. Al principio, Tom, me dabas miedo, porque... porque...»

—¿Porque estaba lleno de espinas? Pero ahora ya no tengo, ¿no es verdad, señorita Ellie?

—No —respondió Ellie—. Ahora me gustas mucho y también me apetece venir aquí.

—Quizás —continuó el hada— aprendas a que te apetezca ir adonde no te apetece y ayudar a alguien que no te apetece, como ha hecho Ellie.

Pero Tom se metió el dedo en la boca y se quedó cabizbajo, pues no lo entendía en absoluto.

Así que cuando vino la señora Hazcomoquisierasquete-hicieranati, Tom se lo preguntó, pues su cabecita pensó: «Ella no es tan estricta como su hermana y puede que me perdone con más facilidad».

Ay, Tom, Tom, ¡qué bobo eres! Y, sin embargo, no sé por qué tendría que culparte mientras haya tantos mayores que tengan la misma idea en su cabeza.

A pesar de todo, cuando lo intentan, reciben la misma respuesta que Tom. Porque al preguntárselo a la segunda hada, ella le dijo exactamente lo mismo que la primera y con las mismas palabras.

Y al oírlo, Tom se sintió muy decepcionado. Cuando el domingo siguiente Ellie se fue a casa, se disgustó y estuvo llorando durante todo el día, y se negó a escuchar los cuentos de las hadas sobre niños buenos, aunque fueran más hermosos que nunca. Efectivamente, cuanto más los oía de refilón, menos le gustaba escucharlos, porque todos eran sobre niños que hacían lo que no les apetecía, se esforzaban por otras personas y trabajaban para alimentar a sus hermanitos y hermanitas en lugar de pensar sólo en jugar. Cuando el hada empezó a contar un cuento sobre un niño sagrado de la antigüedad que fue martirizado por los paganos porque no quería rendir culto a los ídolos, Tom no aguantó más, se fue corriendo y se escondió entre unas rocas.

Cuando Ellie volvió, él se comportó con timidez, porque creía que lo menospreciaba y lo consideraba un cobarde. Después, se sintió muy enojado con ella, porque era superior a él y hacía lo que él no podía hacer. La pobre Ellie se quedó muy sorprendida y triste; finalmente, Tom se echó a llorar, pero no le dijo lo que realmente pensaba.

Mientras tanto, como le corroía por dentro la curiosidad de averiguar adonde iba Ellie, empezó a desinteresarse por sus compañeros de juego, por el palacio de mar y por cualquier otra cosa. Puede ser que eso lo hiciera todo más fácil para él, ya que se sentía tan descontento con todo lo que le rodeaba que no tenía ningún interés en quedarse ni le importaba adonde pudiera ir.

—Bueno —anunció finalmente—, aquí soy miserable. Me voy. Me encantaría que vinieses conmigo.

—¡Ay! —se lamentó Ellie—, ojalá pudiera, pero lo malo es que el hada dice que, si vas, debes ir solo. Ah, y no molestes a ese pobre cangrejo, Tom (pues éste estaba teniendo pensamientos muy malos y traviesos), o el hada no tendrá más remedio que castigarte.

Tom estuvo a punto de decir: «Y a mí qué, si me castiga», pero se detuvo a tiempo.

—Ya sé lo que quiere que haga —aseguró, gimoteando, muy compungido—. Quiere que busque al espantoso Grimes. Está claro que no me apetece. Y si lo encuentro, va a volver a convertirme en un deshollinador, lo sé. Eso es lo que siempre me ha asustado más.

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