Los niños del agua (11 page)

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Authors: Charles Kingsley

BOOK: Los niños del agua
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—Así pues, ¿hay niños en el mar? —gritó Tom y aplaudió con sus manitas—. Entonces, ¿voy a tener a alguien con quien jugar? ¡Qué maravilla!

—¿No había niños en este arroyo? —preguntó la dama salmón.

—¡No! ¡Y me he sentido tan solo! Ayer por la noche creí ver a tres, pero se marcharon al instante hacia el mar. Así que yo también fui, pues no tenía a nadie con quien jugar, salvo con las larvas de frigánea, las libélulas y las truchas.

—¡Puaj! —exclamó la dama asqueada—. ¡Qué compañía más baja!

—Cariño, si ha estado en baja compañía, seguro que no ha adquirido sus bajos modales —afirmó el salmón.

—Claro que no. Mi pobre pequeñín. ¡Qué triste ha debido ser para él vivir entre gentuza como las larvas de frigánea, que tienen seis patas, las muy asquerosas, o como las libélulas! Por Dios, pero si ni siquiera son buenas para comer. Una vez las probé y están duras y vacías. En cuanto a las truchas, todo el mundo sabe lo que son —y al decir eso curvó el labio, adoptando una actitud ostensiblemente desdeñosa. Su marido hizo lo mismo hasta parecer tan orgulloso como Alcibíades.

—¿Por qué tenéis tanta aversión a las truchas? —preguntó Tom.

—Cariño, ni siquiera las mencionamos, si podemos evitarlo, pues lamento decirte que son relaciones que no nos honran. Hace muchísimos años eran igual que nosotros. Pero eran tan perezosas, cobardes y avariciosas que, en lugar de descender hacia el mar cada año para ver el mundo, fortalecerse y engordar, decidieron quedarse, husmear en los riachuelos y comer gusanos y larvas. Y han sido merecidamente castigadas, porque ahora son feas, marrones y pequeñas, están llenas de manchas y sus gustos se han degradado tanto que se comen a nuestros niños.

—Y luego van y pretenden restablecer las relaciones con nosotros —añadió la dama—. Caray, pero si me he enterado de que una de esas criaturitas pequeñajas le pidió la mano a una dama salmón, ¡la muy descarada!

—Espero —dijo el caballero— que haya muy pocas damas de nuestra raza que se degraden a sí mismas escuchando, ni aunque sea por un instante, a una criatura como ésa. Si viera ocurrir algo así, consideraría un deber ejecutarlos allí mismo.

Así habló el viejo salmón, igual que un viejo hidalgo español de sangre azul. Es más, cumpliría su palabra. Pues, verás, no hay enemigos que se traten con mayor encono que los de la misma raza. Igual que algunas personas grandes con algunas personas pequeñas, los salmones ven a las truchas demasiado parecidas a ellos como para tolerarlo.

CAPÍTULO IV

Dulce es el conocimiento que la naturaleza otorga;
nuestro intelecto entrometido
desfigura las formas hermosas de las cosas;
—asesinamos para diseccionar.
Basta ya de ciencia y de arte;
cierra esas hojas yermas;
tráete un corazón, acércate,
para que, con él, contemples y recibas.

W
ORDSWORTH

Los salmones continuaron río arriba, después de que Tom les advirtiera de las malvadas y viejas nutrias, y éste continuó río abajo bordeando la ribera, aunque despacio y con cautela. Pasaron muchos días, pues distaban muchas millas hasta el mar. Quizá Tom no habría encontrado nunca el camino si las hadas no lo hubieran guiado sin que él les viera la cara o sintiera sus tiernas manos.

Entonces, mientras avanzaba, tuvo una extraña aventura. Era una clara y sosegada noche de septiembre, y la luna brillaba con tanto resplandor a través del agua que Tom no podía dormir, a pesar de que tenía los ojos bien cerrados. Finalmente, subió hasta la superficie, se sentó en la punta de una roca y miró la luna ancha y amarilla. Se preguntó qué debía ser y pensó que lo estaba observando. Entonces contempló el reflejo de la luna sobre el río susurrante, las puntas negras de los abetos y los pastos cubiertos de escarcha plateada, y escuchó el lamento de la lechuza, el balido de la agachadiza, el aullido del zorro y la risa de la nutria. Olió el suave perfume de los abedules y las bocanadas de miel de brezo provenientes del páramo de los urogallos, allá arriba, y se sintió muy feliz, aunque no sabía por qué. Evidentemente, tú habrías pasado mucho frío sentado allí, en una noche de septiembre, sin una mínima pieza de ropa sobre tu espalda mojada; pero Tom era un niño del agua y, por lo tanto, sentía el mismo frío que podía sentir un pez.

De repente, vio algo muy hermoso. A lo largo de la orilla del río se movía una luz roja brillante que lanzó sobre el agua una raíz alargada en llamas. Tom, que era un granuja muy curioso, tuvo la necesidad de ir a ver lo que era, así que nadó hasta la ribera, se quedó delante de la luz cuando ésta se paró y en el extremo de una roca bajita se asomó a un tramo poco profundo.

Allí, bajo la luz, había cinco o seis salmones mirando hacia la llama, con los ojos abiertos como platos y meneando la cola como si les deleitara.

Tom se acercó a la superficie para ver más de cerca aquello tan maravilloso y salpicó agua.

Oyó una voz que dijo:

—Ahí ha picado un pez.

No sabía lo que significaban esas palabras, pero le pareció conocer su sonido y la voz que las pronunció. En la orilla distinguió a dos grandes criaturas bípedas: una de ellas sostenía la luz, que llameaba y chisporroteaba; y la otra, una vara alargada. Supo que eran hombres, se asustó y se arrastró hasta un agujero en la roca, desde donde podía ver lo que ocurría.

El hombre de la antorcha se inclinó sobre el agua y miró hacia dentro concienzudamente. Luego dijo:

—Tú, agarra ese pedazo de pez que pesa siete kilos. Y aprieta bien la mano.

Tom sintió que acechaba algún peligro y le entraron ganas de avisar a ese salmón bobo que no dejaba de contemplar la luz como si estuviera hechizado. Pero antes de que se decidiera, la vara atravesó el agua, que salpicó; entonces tuvo lugar una lucha aterradora. Tom descubrió que habían arponeado al pobre salmón de arriba a abajo y que lo sacaban del agua.

Luego, desde atrás, otros tres hombres saltaron encima de los primeros y hubo gritos, golpes y palabras que Tom recordaba haber oído antes; se estremeció y sintió repulsión hacia ellos, pues de alguna forma notaba que eran extraños, feos, malos y horribles. Empezó a rememorarlo todo. Eran hombres y estaban peleándose; era una pelea salvaje, desesperada, que se desarrollaba de aquí para allá, como las que ya había visto antes demasiadas veces.

Se tapó las orejitas y deseó irse de allí nadando. Se alegró mucho de ser un niño del agua y no tener que relacionarse más con hombres brutos y horripilantes que se cubrían las espaldas con ropa sucia y la boca con bajas palabras; pero no se atrevió a moverse de su escondrijo. Mientras tanto, la roca temblaba sobre su cabeza con los pisotones y los forcejeos que tenían lugar entre los guardianes y los pescadores furtivos.

De repente, se produjo una salpicadura de agua tremenda, un rayo de luz aterrador y un siseo; entonces todo quedó en silencio.

Cerca de Tom, uno de los hombres había caído al agua. Era el que aguantaba la luz con la mano. Se hundió en el rápido del río y dio vueltas y más vueltas en la corriente. Tom oyó que allá arriba los hombres lo seguían, corriendo; parecía que lo buscaban, pero el agua se lo llevó hacia dentro, al hondo agujero que había en las profundidades. Entonces se quedó allí quieto y no lo pudieron encontrar.

Tom esperó mucho rato hasta que todo se calmó y luego echó un vistazo y vio que el hombre estaba tumbado. Finalmente, se armó de valor y nadó hacia él. «Puede ser —pensó—, que el agua haya hecho que se duerma, como me pasó a mí.»

Se acercó más. Le entró cada vez más curiosidad, sin saber por qué. Tenía que ir a echar una ojeada. Tenía que avanzar muy silenciosamente, claro, así que dio más y más vueltas alrededor del hombre, cada vez más cerca y, por último, como éste no se inmutó, se acercó mucho y le miró la cara.

La luna estaba tan resplandeciente que Tom pudo ver todas sus facciones y, poco a poco, fue recordando que se trataba de su viejo patrón, Grimes.

Tom puso pies en polvorosa y se alejó nadando tan rápido como pudo.

«¡Ay madre! —pensó—. Ahora se convertirá en un niño del agua. ¡Vaya si dará la lata, el muy asqueroso! Puede que me encuentre y vuelva a pegarme.»

De modo que volvió a subir un tramo, río arriba, y se quedó allí el resto de la noche, debajo de la raíz de un aliso. Al llegar la mañana, quiso descender otra vez hasta el gran remanso para ver si el señor Grimes ya se había convertido en un niño del agua.

Se acercó con mucho cuidado, escudriñando todas las rocas y escondiéndose debajo de las raíces. El señor Grimes aún estaba allí tumbado: no se había convertido en un niño del agua. Por la tarde, Tom volvió otra vez. No podría estar tranquilo hasta descubrir qué había sido del señor Grimes. Pero esta vez el señor Grimes no estaba y Tom llegó a la conclusión de que se había convertido en un niño del agua.

Pero el pobre chiquitín podía estar tranquilo, puesto que el señor Grimes no se había convertido en un niño del agua ni en nada que se le pareciese. Sin embargo, continuó receloso porque durante mucho tiempo temió encontrarse repentinamente con su antiguo patrón en algún remanso profundo. No sabía que las hadas se lo habían llevado y lo habían puesto donde ponen todo lo que cae al agua: justo donde tiene que estar. Pero, verás, lo que le pasó al señor Grimes le afectó tanto que nunca más volvió a pescar salmones furtivamente. Porque está claro que cuando un hombre se hace pescador furtivo declarado, la única manera de curarlo es poniéndolo bajo el agua durante veinticuatro horas, como a Grimes. Así que, cuando crezcas y te conviertas en un hombretón, compórtate como los tipos honestos y nunca toques un pez o una pieza de caza que pertenezca a otro hombre sin su consentimiento expreso. Si actúas así la gente te llamará caballero y te tratará como a tal, y quizá te invite a cazar o a pescar en vez de pegarte y tirarte al río o llamarte miserable pescador furtivo.

Después, Tom se fue más abajo, pues le asustaba quedarse cerca de Grimes. Y mientras se alejaba, todo el valle parecía triste. Las hojas rojas y amarillas caían como gotas al río, las moscas y los escarabajos se habían muerto o ya no estaban, y la gélida niebla otoñal yacía, baja, sobre los cerros y, a veces, se tumbaba sobre el río con tanto espesor que Tom no veía el camino. En lugar de verlo, lo sentía, siguiendo la corriente del arroyo día tras día, pasando bajo grandes puentes, al lado de botes y barcazas, por la gran ciudad, con sus embarcaderos, sus fábricas, sus altas chimeneas humeantes y sus barcos anclados en el arroyo. De vez en cuando chocaba con cabos gruesos, se preguntaba qué debían ser, echaba una ojeada y veía a los marineros holgazaneando a bordo, fumando sus pipas. Luego se volvía a sumergir, pues le asustaba terriblemente la posibilidad de que los hombres lo agarraran y se convirtiera otra vez en un deshollinador. No sabía que las hadas siempre estaban cerca, cerrando los ojos a los marineros para que no pudieran verlo y apartándolo de los canales de los molinos, de las bocas de las alcantarillas y de todas las cosas malas y peligrosas. Pobrecillo, para él fue un viaje espantoso y en más de una ocasión anheló regresar a Vendale a jugar con las truchas bajo el brillante sol del verano. Pero no podía ser. Lo pasado, pasado está. Y las personas pueden ser niños pequeñitos, incluso niños del agua, sólo una vez en la vida.

Además, las personas que deciden ir a ver el mundo, tal como hizo Tom, necesariamente lo encuentran al final de un viaje muy cansado. Dichosos son los que no se descorazonan ni se paran a medio camino y continúan adelante valientemente hasta el final, como hizo Tom. Ya que, de no ser así, entonces, no serán ni chiquillos ni hombres, ni peces, carne o arenque ahumado: habrán aprendido muchas cosas y, sin embargo, nunca las suficientes.

No obstante, Tom siempre fue un pequeño bulldog inglés valiente y decidido que no aceptaba la derrota, y siguió adelante hasta que divisó a través de la niebla una gran anchura más allá de la boya roja. Entonces, para sorpresa suya, vio que el arroyo daba la vuelta, tierra adentro.

Era la marea, claro. Pero Tom no sabía nada acerca de la marea. Él sólo sabía que a su alrededor el agua, que era dulce, se haría salada en cuestión de un minuto. Entonces sufrió un cambio. Se sentía igual de fuerte, ligero y fresco que si le corriera champán por las venas y dio, sin saber por qué, tres saltos de un metro fuera del agua, boca arriba, como hacen los salmones cuando tocan por primera vez la noble y rica agua salada, que, como dicen algunos sabios, es la madre de todos los seres vivos.

Ahora no le importaba que la marea viniera en dirección contraria. La boya roja estaba a la vista, bailando en el mar abierto; quiso ir hacia ella y hacia ella fue. Atravesó grandes cardúmenes de lubinas y salmonetes, que saltaban y se hundían en el agua persiguiendo a las gambas, pero no les hizo ningún caso ni ellos a él. En una ocasión pasó por el lado de una gran foca negra y brillante que venía detrás de los salmonetes. Sacó la cabeza y los hombros fuera del agua y miró a Tom con el mismo aspecto que un negro gordo y viejete con una calva gris. Tom, en vez.de asustarse, saludó: «¿Cómo está, señor? Qué sitio más bonito es el mar, ¿verdad?». Y la vieja foca, en vez de intentar morderlo, lo miró con sus ojos suaves, soñolientos y parpadeantes, y respondió: «Que tengas una buena marea, pequeño. ¿Buscas a tus hermanos y hermanas? Los he visto a todos allí fuera, mientras jugaban».

—Qué bien —dijo Tom—, por fin voy a tener compañeros de juego.

Y nadó hasta la boya, se subió a ella (pues se había quedado sin aliento), se sentó y buscó niños del agua a su alrededor. Pero no vio a ninguno.

La brisa marina venía junto con la marea y su frescor ahuyentó a la niebla; las pequeñas olas bailaban de alegría alrededor de la boya y la boya bailaba con ellas. Las sombras de las nubes hacían carreras a lo largo de la bahía azul y brillante y, sin embargo, nunca se alcanzaban las unas a las otras; las olas se zambullían alegremente sobre las amplias arenas blancas, saltaban por encima de las rocas para ver cómo eran los campos verdes que había dentro, se desplomaban y se fragmentaban en pedazos, y les importaba un pepino, puesto que se reintegraban y volvían a saltar. Las golondrinas de mar revoloteaban por encima de Tom como si fueran inmensas libélulas blancas con la cabeza negra, las gaviotas se reían como las niñas cuando juegan y los ostreros, con sus picos y patas rojos, volaban arriba y abajo, de punta a punta de la costa, y silbaban con dulzor y bravura. Tom miraba y miraba, y también escuchaba. Si hubiera podido ver a los niños del agua habría sido muy feliz. Entonces, cuando la marea repuntó, dejó la boya y dio vueltas y más vueltas, buscándolos; pero fue en vano. A veces creía oír cómo reían, pero sólo eran las risas del oleaje. A veces creía verlos en el fondo, pero sólo eran conchas blancas y rosadas. En cierta ocasión, se convenció de que había encontrado uno, pues vio dos ojos brillantes asomándose fuera de la arena. Se sumergió, empezó a escarbar y gritó: «¡No te escondas, me encantaría tener a alguien con quien jugar!». Y, de un salto, salió un rodaballo, con sus feos ojos y su boca torcida, y se alejó dando coletazos por el suelo, arrollando al pobre Tom. Entonces éste se sentó en el fondo del mar y derramó lágrimas saladas debido a su gran desilusión.

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