Los navegantes (75 page)

Read Los navegantes Online

Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
12.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Un indio principal cometió la imprudencia de matar un puerco de la propiedad del capitán portugués. Jorge de Meneses, colérico por tal acción, cometió una increíble falta de sentido político, obligó al indígena a comer tocino bajo pena de muerte.

Como la mayoría de los habitantes eran musulmanes y su religión les prohibía comer cerdo, este gesto de Meneses provocó oleadas de indignación anticristiana. La afrenta del portugués hizo olvidar sus diferencias a los indígenas, que iniciaron en secreto preparativos para una sublevación destinada a extirpar de las islas todo rastro de enemigos de la fe mahometana.

De repente, entre las islas de Ternate y la de Gilolo ciertos paraos iniciaron los contactos necesarios para la sublevación. Quichil Humar y el gobernador de Ternate, Quichil de Rebes, firmaron un tratado de paz para, de común acuerdo, acabar en el Moluco con portugueses y españoles.

Aunque la ofensiva se concertó entre ambos jefes con el mayor sigilo, pronto la conoció Urdaneta, que no perdió el tiempo y acudió a su jefe.

—Capitán, tenemos problemas.

De la Torre levantó la mirada del documento que estaba escribiendo.

—¿Qué clase de problemas?

Andrés acercó una silla y se sentó.

—¿Habéis oído hablar del nativo al que Meneses obligó a comer tocino?

El capitán hizo un gesto vago con la pluma de ave con la que estaba escribiendo.

—Algo he oído. ¿Y qué tiene eso de particular?

—Sabéis que es una grave ofensa para ellos hacerles comer cerdo, tanto como para nosotros el comer carne los viernes...

—Sí, ¿y qué?

—Pues que una ola de indignación está recorriendo todas las islas.

—Ya se pasará.

Urdaneta negó con la cabeza.

—Parece que no. Los indígenas se sienten heridos en lo más profundo de sus creencias y están planeando matarnos a todos.

—¿Qué quieres decir, con matarnos a todos? En todo caso, estarán enfadados con Meneses. ¿Qué culpa tenemos nosotros?

—Somos cristianos y están planeando deshacerse de todos los que no sean de su religión.

De la Torre dejó su pluma sobre la mesa con gesto preocupado.

—¿Estás seguro?

—Completamente. Ya sabéis que cuento con muchos amigos entre los indígenas. Pues bien, ya son varios los que me han venido con la misma historia.

El capitán castellano se quedó pensativo un largo rato mesándose la barba.

—¡Por Dios!, ¿y ahora qué hacemos?

—Habrá que avisar a Meneses.

De la Torre levantó la cabeza.

—Avisar a nuestros enemigos de su posible liquidación...

Urdaneta asintió.

—Yo no les tengo a los portugueses más afecto que vos, pero veo que las alianzas han cambiado tan drásticamente que, si no lo hacemos, nosotros seremos los siguientes en ser liquidados.

De la Torre se quedó pensativo.

—Sí, creo que será mejor que te acerques a hablar con Meneses.

La reunión con el capitán portugués no fue en principio todo lo fructífera que pudiera esperarse. Meneses se negó a aceptar la verosimilitud de lo que le contaba el guipuzcoano.

—¡Así que tú eres el famoso Urdaneta de quien tanto he oído hablar! ¡Y

dices que hay una conjura para asesinar a todos los europeos...!

—A todos los cristianos, para ser más exactos.

—¿Y por qué iban a querer hacerlo?

—Vos obligasteis a comer tocino a un musulmán, y eso para ellos es una afrenta grandísima a su fe.

—¡Tonterías!

—No para ellos. Habéis ofendido sus creencias religiosas y eso para muchos es más importante que su propia vida.

—¿Cómo puedo saber que me estás diciendo la verdad? Según mis noticias, sois vosotros los que estáis en peligro de exterminio. Quichil Humi ha prometido acabar con los castellanos en Gilolo.

—Lo sé, pero eso es sólo parte de la verdad. Podéis hacer vuestras propias averiguaciones. Pero los hechos son que Quichil Humi y Quichil de Rebes han estado viéndose en secreto. Sé incluso que planean excluir a los carpinteros, herreros y lombarderos de la matanza para que enseñen el oficio a sus hombres.

—Está bien —admitió Meneses—, haré averiguaciones.

Poco después de la partida de Urdaneta, Jorge de Meneses mandó llamar al rey de Ternate, de trece años de edad, a Quichil de Rebes y a una docena de personajes importantes de la isla. Una vez en la fortaleza, ordenó prenderlos a todos y aislarlos en lo alto del fuerte. Tras un interrogatorio, en el que no se excluyó la tortura, los nativos confesaron los planes que había revelado Urdaneta.

El capitán portugués hizo degollarlos a todos, excepto al joven rey, al que mantuvo prisionero.

Al saberse las noticias, todos los nativos de Ternate huyeron de los poblados escapando a los montes. Las noticias de lo sucedido en Ternate llegaban confusas a Gilolo. Los indígenas de la isla pensaban que los españoles imitarían a los portugueses, y ya creían que había llegado el último momento de su vida. Por su parte, Hernando de la Torre no tenía las ideas claras de lo ocurrido en Ternate, por lo que, una vez más, se valió de los buenos servicios de Urdaneta.

—Necesito saber qué ha pasado en Ternate —le dijo al joven—. Coge un parao, acércate allá y averigua qué está ocurriendo. Te daré una carta para Meneses.

Esta nueva entrevista con el capitán portugués fue mucho más cordial que la primera.

—Debo agradecerte, joven, por habernos avisado del peligro. Tenías razón en lo de la conjura. Unos días más, y todos habríamos sido pasados a cuchillo.

Urdaneta asintió.

—Me alegro de haberos sido útil —le tendió la carta de Hernando de la Torre—. Mi capitán quiere saber si estáis dispuesto a firmar un pacto de no agresión con nosotros.

Meneses leyó la carta de De la Torre y cogió pluma y papel.

—No sólo firmaré un pacto de no agresión —dijo—, sino de mutua asistencia.

Cuando a la noche siguiente Urdaneta regresó a Gilolo, encontró a sus compañeros en máxima alerta. Rápidamente se entrevistó con su capitán, a quien contó lo sucedido en Ternate.

—Me temo —dijo—, que todos los indígenas están tan asustados como nosotros. Temen que nos unamos a los portugueses y acabemos con ellos.

De la Torre movió la cabeza preocupado.

—Tenemos que convencerles de que no tenemos nada contra ellos.

Avanzó hacia el joven guipuzcoano y puso una mano sobre su hombro.

—Sé que es mucho pedirte —dijo—, pero creo que tú eres la persona más indicada para hablar con ellos y tratar de convencerles. Tú hablas su idioma mejor que nadie, y además te tienen gran aprecio.

—De acuerdo, partiré inmediatamente —respondió Urdaneta.

Sin tiempo para descansar de la larga travesía, se puso en camino para entrevistarse con los jefes indígenas.

Se encontró que los ánimos estaban muy soliviantados entre sus antiguos aliados. Los que hasta hacía poco habían combatido a su lado contra los portugueses estaban ahora preparando sus armas para combatir contra ellos.

Todos acusaban a De la Torre de querer matar a su jefe. Por supuesto, nadie mencionó su fracasado intento de acabar primero con los portugueses y luego con los españoles.

Urdaneta aparentó ignorarlo todo y cumplió a las mil maravillas sus funciones de diplomático.

—No entiendo —les dijo—, que siendo tan grandes amigos haya ocurrido algo que nos mantenga en discordia...

Tras largas discusiones, en las que Urdaneta dejó que los indígenas se desahogaran, por fin consiguió que llegaran a un entendimiento final y juraran amistad eterna. Era el día 15 de octubre de 1530.

Apenas había transcurrido un mes desde el comienzo del nuevo estado de cosas cuando la llegada de tres naos portuguesas volvió a cambiar el panorama político de las islas.

Las naves venían al mando del almirante Gonzalo de Pereira, quien venía a sustituir al impolítico Meneses. Esta sustitución pretendía apaciguar los ánimos todavía resentidos de los nativos de Ternate.

El 20 de noviembre, Pereira recibió la visita de Urdaneta, representando a los españoles de Gilolo, que querían renovar la alianza hispanoportuguesa pactada con Meneses.

Sin embargo, una noticia inesperada aguardaba al joven guipuzcoano.

—Vuestro rey —le comunicó— ha vendido sus posibles derechos a las islas Molucas por trescientos cincuenta mil ducados al rey de Portugal. Siendo esto así, tendremos mucho gusto en consideraros nuestros huéspedes y podéis disponer de nuestras islas a vuestra merced.

Urdaneta se quedó tan sorprendido que durante algún tiempo fue incapaz de responder.

—¿Trae vuestra Merced algún mandato de su majestad? —consiguió, por fin, balbucear.

Pereira negó con la cabeza.

—No me pareció que fuera necesario traer tal documento, aunque creo que el gobernador de la India lo tiene.

La noticia fue recibida por los castellanos con grandes muestras de reservas.

—Resulta extraño —declaró De la Torre— que no nos hayan entregado una nota de una manera formal. Ésta es una forma muy poco diplomática de comunicar una noticia de tal envergadura.

—¿Creéis que puede ser falsa?

El capitán se encogió de hombros.

—No estoy muy seguro. De todas formas, continuaremos en Gilolo.

Urdaneta se quedó pensativo algunos instantes.

—Conozco a un caballero llamado Aníbal Cernichi —dijo—, que saldrá para Portugal en breve. Él podría llevar una carta al rey de Castilla relatándole todo lo sucedido aquí en los últimos tiempos.

—Es portugués, claro.

—Sí, pero es un caballero que ha andado mucho tiempo por Castilla, y es de fiar. De todas formas, le haré jurar ante un crucifijo que cumplirá lo prometido.

—Bien —dijo De la Torre—, te entregaré un memorial para que se lo confíes a ese hombre. Necesitaré que me ayudes a redactarlo, tú que tantas cosas apuntas en tu diario.

Una semana más tarde, Urdaneta partía hacia Gilolo con una doble misión: entregar la carta dirigida al emperador junto con una larga relación de todo lo acaecido durante los últimos años en las islas a Aníbal Cernichi, y entrevistarse con Pereira.

Cumplida la primera misión, y satisfecho del juramento del caballero portugués, Urdaneta se dirigió al despacho de Pereira.

—Vengo a suplicar a vuestra merced —dijo— la devolución de dos esclavos huidos a Ternate; y a pediros que hagáis volver a Gilolo al calafate Melchor de Arena, que De la Torre os prestó para calafatear unos navíos.

El capitán portugués se arrellanó en su silla, depositando en la mesa una vistosa pluma de ave con la que estaba escribiendo.

—¡Joven! —dijo—, tienes que saber que Melchor de Arena me pidió permiso para quedarse con nosotros y se lo he concedido.

—Sin embargo —argumentó el joven—, nuestro capitán os prestó a ese hombre con la expresa condición de que sería devuelto, incluso en contra de su voluntad.

El portugués se encogió de hombros.

—No puedo pedirle que haga algo en contra de su voluntad.

Urdaneta sacó un documento.

—Tengo aquí el escrito que vuestra merced firmó en el que se comprometía a su devolución.

—La situación no es la misma —manifestó Pereira con un cierto aire de altanería—; cuando ese hombre decida volver con vosotros, os lo devolveré.

—Si no cumplís lo que prometéis —replicó Urdaneta conteniendo su ira—, nosotros también nos veremos liberados de juramentos hechos anteriormente.

Ante estas palabras, Pereira montó en cólera.

—¡Embárcate y vete —vociferó fuera de sí—, pues juro por Dios que antes de mucho he de tomar a los castellanos maniatados y os he de desterrar a las islas de Mandíbar...!

La necesidad de vestido y alimento era apremiante para la colonia castellana. El auxilio que recibían del regente de Gilolo no les alcanzaba ni con mucho. Para remediar este estado lastimoso de cosas se preparó una expedición a la isla de Gapi. Esta expedición, una vez más, estaría capitaneada por Urdaneta.

En esta ínsula se fabricaban herramientas de hierro, que pensaban cambiar por telas, baratijas y cosas de escaso valor, para después venderlas a buen precio en Gilolo e islas vecinas, y de este modo obtener algún dinero con el que subsistir. El guipuzcoano arribó a Gapi con tres paraos, e inmediatamente hizo saber al rey «que le pedía por merced le mandase dar audiencia».

Urdaneta esperaba audiencia inmediata; pero el rey le contestó rogándole le excusara por la muerte de una de sus esposas acaecida pocos días antes. Si Urdaneta deseaba algo —dijo—, debía manifestarlo a dos embajadores enviados por él.

El joven no se amilanó ante la negativa y se encaró con los embajadores.

—Comunicadle a vuestro rey —les dijo— que una embajada de un capitán de un tan gran príncipe no suele darse sino a la misma persona del rey o señor a quien se envía la embajada, y que, por lo tanto, solicito audiencia con él en persona.

Casi dos semanas tuvo que esperar Urdaneta a que el rey de Gapi se dignara concederle una audiencia. En la embajada que le envió le prevenía que debía presentarse solo, sin representantes de Gilolo. Como los acompañantes de Urdaneta insistieran en acudir con él a la recepción, el embajador del rey de Gapi les sonrió maliciosamente.

—Podéis venir si así lo deseáis, pero debo advertiros que mi señor ha preparado una recepción en la que se servirá carne de cerdo asada...

La triquiñuela surtió efecto y nadie se ofreció a acompañar a Urdaneta.

Sin embargo, a la llegada al palacio del rey, el joven guipuzcoano, que iba solo, se encontró con la sorpresa de que el rey había cambiado de opinión y no le recibiría.

Los dos emisarios que habían ido a verle le aguardaban a la entrada.

El joven tuvo que conformarse; después de todo, lo único que necesitaba del rey era licencia para negociar libremente con las gentes de su isla. Entregó a los enviados «cierta tela de Holanda y manteles alimañiscos y tres o cuatro libras de cuentas de vidrio».

Sin embargo, al rey no le satisfizo el regalo, y sólo aceptó los manteles y la tela de Holanda, devolviendo las cuentas de vidrio. Este desprecio no inmutó a Urdaneta, que, acto seguido, repartió aquella bisutería barata entre los presentes.

Cuando se hubo llevado a cabo la entrega de regalos, uno de los embajadores se acercó a Urdaneta.

—Su majestad me envía a deciros que él va a comenzar a comer y que desea que vos comáis aquí al mismo tiempo.

Other books

Heather Graham by Siren from the Sea
If Tomorrow Never Comes by Lowe, Elizabeth
Jane Goodger by A Christmas Waltz
The Big Nap by Bruce Hale
Risky Shot by Kathleen Brooks
The 13th Witch Complete Trilogy by Thompson-Geer, Stacey
China's Territorial Disputes by Chien-Peng Chung
Spoonwood by Ernest Hebert
Andrew: Lord of Despair by Grace Burrowes