Los navegantes (43 page)

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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
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—Llevaremos a este hombre para que nos guíe —dijo Elcano—. ¡A toda vela rumbo sudeste!

Los expedicionarios dejaron marchar a los demás y observaron cómo se alejaban con su embarcación que los nativos denominaban
bignadai
. Sin perder el rumbo al sudeste, pasaron ante sus ojos cuatro islitas, que su guía llamó Ciboco, Biroham-Bataloch, Sarangani y Candigar.

El 26 de octubre, sábado, amaneció con un cielo límpido, de un azul intensísimo; sin embargo, pronto empezó a tachonarse con nubecillas que semejaban vellones de lana. El firmamento era un inmenso manto azul moteado de blanco. Con la consiguiente alarma de los navegantes, las motas aumentaron en tamaño, al tiempo que se multiplicaban y perdían su blancura para tintarse de un fuerte cárdeno primero, intensificándose luego en oscuro y siniestro. A media mañana, un fuerte trueno pareció dar la señal para que todos los cielos se abrieran y una tromba de agua cayera sobre los navíos, acompañada de la luz vivísima de los relámpagos. El cielo se oscureció hasta parecer que estaban en plena noche apocalíptica. El viento aullaba agorero y era tanta su fuerza, que Elcano dio orden de recoger hasta el último palmo de velamen. Así, las dos embarcaciones aguantaron con unos vaivenes tan pronunciados que parecía imposible salir de ellos. Durante toda la tarde y noche no dejó de soplar un viento huracanado que en las islas estaría arrasando las chozas y poblaciones, dejando a su paso caos y destrucción. En los barcos, al pasar silbando por el cordaje y mástiles producía un siniestro y espeluznante aullido que ponía los pelos de punta al más curtido de los marineros.

Olas enormes como casas se encrespaban desordenadas y avanzaban amenazadoras, dispuestas a tragarse a las dos pequeñas y osadas embarcaciones.

Los marineros, dominados por el pánico, rezaban fervorosamente al Señor, pidiendo su divina protección.

De madrugada pareció como si Dios hubiera atendido sus ruegos, pues en el tope de los mástiles, disipando la oscuridad, aparecieron en forma de fuego los tres santos milagrosos: San Telmo en el palo mayor, San Nicolás en el de mesana y Santa Clara en el trinquete. El viento huracanado cesó y la horrible tormenta desapareció tal como había aparecido. El día amaneció límpido y plácido como si las gigantescas olas hubieran sido solamente producto de una fértil imaginación.

El navegar de las dos naves, tan violentamente interrumpido, prosiguió siempre apuntando al sudeste, tal como les había indicado el hermano del rey de Mindanao. Sin embargo, resultó evidente que éste no conocía la posición exacta de las islas, sino únicamente su ubicación aproximada. Por medio de gestos, indicó a los castellanos que los habitantes de una pequeña isla que se adivinaba en el horizonte podían guiarles mejor que él.

Elcano dio órdenes de dirigirse hacia tal isla, que resultó ser Sarangani, cerca de la cual habían pasado dos días antes de que la tempestad les alejara.

Fondearon en un lugar abrigado de los vientos, y donde se podía ver la devastación causada por el huracán. Docenas de árboles habían sido arrancados de cuajo y las pocas chozas que se levantaban junto a la playa estaban siendo reconstruidas por sus habitantes, que iban completamente desnudos y parecían vivir en la más profunda miseria.

Espinosa destacó una chalupa con una docena de marineros con instrucciones de hacerse con dos indígenas, de grado o por fuerza. El jefe de aquellas gentes, bien fuera para evitar males mayores o tentado por los regalos que le ofrecían, envió a bordo a un hombre con un niño pequeño. Este hombre asintió vigorosamente cuando le preguntaron por las Molucas. Con un brazo señaló la dirección sur-sudoeste.

Las dos naves siguieron el rumbo indicado, cruzando por entre ocho islas que formaban como una calle; algunas de ellas estaban habitadas, otras no. Elcano apuntó sus nombres en el derrotero que iba levantando: Cheava, Caviao, Cabiao, Camanuca, Cabaluzao, Chesi, Lipan y Nuza. Al llegar al final de la calle, la vista de los navegantes se recreó ante las extraordinarias bellezas naturales de otra isla un poco más lejana, Sanghir, cuya punta no pudieron doblar a causa de un fuerte viento contrario que les forzó a pasar la noche dando bordadas.

A la mañana siguiente, un curioso personaje vistiendo un blusón multicolor se acercó a las naves en un pequeño parao. Además de él, iban en la canoa otros tres hombres. Al enterarse de que los castellanos buscaban las Molucas ofreció como piloto a uno de sus hombres, a cambio de una retribución generosa. Como no era cuestión de regatear, Elcano le ofreció un gran número de objetos de hierro, cuchillos y tijeras. El hombre indicó que se los entregaran por adelantado, lo que así hicieron los navegantes.

—Es curioso —masculló Juan de Acurio—, pero este hombre se parece al otro piloto como una gota de agua a otra...

Apenas acababa de hablar el contramaestre de la
Victoria
, cuando el recién llegado, que había intercambiado algunas frases con el otro hombre en su lengua nativa, saltó a su parao con intención de escapar. Sin embargo, varios marineros se lanzaron tras él y consiguieron asirlo y subirlo a bordo. Esto bastó para que los demás paraos que se habían ido situando alrededor de las naves se dispersaran.

—¡Cargad las bombardas! —ordenó Elcano—. ¡Todos a sus puestos! ¡Largad las velas!

Las dos naves todavía estaban maniobrando cuando una veintena de paraos se volvieron a reunir a su alrededor.

—¡Abrid fuego!

El tronar de media docena de bombardas fue suficiente para hacer desistir a los indígenas.

Pronto las dos naves dejaron atrás el cabo de Sanghir para seguir costeando la isla. A fin de evitar que los pilotos se escaparan pusieron grilletes en los pies de ambos hermanos y los colocaron en el alcázar de la
Trinidad
, junto al hijo de uno de ellos. No estaba dentro de las intenciones de los nativos, sin embargo, conducir a las naves castellanas a ningún sitio; a medianoche, y a pesar de los grilletes, los dos pilotos, junto con el niño y el hermano del rey de Mindanao, saltaron por la borda y huyeron a nado hacia la costa.

Elcano, alertado por los gritos de los marineros de guardia, corrió a cubierta. Nada se oía ya de los fugitivos.

—¡Poned las naves en facha! —ordenó—. Navegaremos en círculo hasta el amanecer.

—¡Se ahogarán todos! —murmuró Bustamante—. ¡No podrán nadar con los grilletes!

El horizonte se estaba apenas coloreando con los primeros tintes del alba cuando el vigía de la
Victoria
gritó desde la cofa.

—Veo algo flotando en el agua a estribor.

Todos los ojos de la dotación siguieron la mano extendida del joven grumete, tratando de penetrar en la semioscuridad del amanecer.

—¡Es un cuerpo!

—¡Parece muy pequeño!

—¡Cielo santo! ¡Es el niño! ¡Se ha ahogado el niño!

Elcano meneó la cabeza mientras sus labios formaban una delgada línea blanca.

—¡Lo siento por él! ¡No se fiaron de nosotros! ¡Nunca les habríamos hecho daño...!

Las miradas de toda la dotación se clavaron en el guipuzcoano. En todas ellas se reflejaba la misma pregunta: ¿y ahora qué?

—¡Sur-sudeste! ¡A toda vela! ¡A por las Molucas!

El grito del capitán de la Victoria se vio coreado de repente por un centenar de gargantas.

—¡A las Molucas!

Durante los días siguientes, las dos naves avistaron media docena de pequeñas islas, al parecer deshabitadas. Bustamante secaba en la popa de la
Victoria
las hierbas recogidas días atrás.

Elcano paseaba lentamente a su lado contemplando distraído la labor del viejo curandero. Cerca de él, un marinero sostenía la barra del timón. A su lado, una brújula le ayudaba a mantener el rumbo sur-sudeste.

—¿Has oído hablar alguna vez de Homero, capitán?

Elcano levantó la vista y fijó unos ojos oscuros en el emeritense.

—¿Homero? Creo que fue un griego.

—Escritor griego. Un poeta, para ser más exacto. Su gran obra fue la Odisea. ¿Te suena?

—Una epopeya griega, creo recordar.

—Exacto. La Odisea es una epopeya cuyo héroe es Ulises, quien, perseguido por unos dioses y protegido por otros, iba siendo juguete de sus caprichos, sus iras y sus benevolencias, siempre en persecución del vellocino de oro, que le daría unos poderes sobrenaturales. Su barco iba y venía por todos los mares conocidos empujando a él ya sus compañeros de isla en isla sin poder dar nunca con la de Ítaca, donde se suponía que estaba tal vellocino.

Elcano sonrió levemente.

—Y nosotros somos los Ulises modernos, ¿no es eso?

Bustamante asintió al tiempo que reducía a polvo unas hojas secas.

—Y las Molucas parecen la Ítaca famosa.

El guipuzcoano perdió la mirada en la lejanía.

—Me imagino que al final Ulises encontraría su isla, ¿no?

—En efecto, la encontraron.

Los ojos del navegante se volvieron hacia el cirujano con una mirada serena.

—Nosotros también encontraremos nuestra Ítaca.

—Pareces muy seguro.

—Lo estoy.

—¿Conoces algo que los demás ignoramos?

Elcano no contestó durante algún tiempo; después asintió.

—Creo que sí. Mostré a los prisioneros, antes de que se escaparan, las cartas de navegar con todas las islas con sus nombres dibujadas en el papel. Y aunque jamás habían visto nada semejante, uno de ellos pareció entender de lo que se trataba y me señaló con el dedo el lugar donde deberían estar las Molucas.

Parece ser que son cuatro islas grandes, mucho mayores que las que estamos viendo estos días.

—¿Y cuándo crees que llegaremos?

—Hemos dejado atrás algunas que ellos llaman Cheoma, Carachita, Pará, Zangalura y Cian. Pronto divisaremos otra que debe ser la que llaman Paghinzara.

Además, veremos otras tres pequeñas habitadas, si mal no recuerdo llamadas Talaut, Zoar y Mean.

—¿Y después?

—¿Después?, pues..., después veremos nuestra Ítaca...

—¡Las Molucas!

La predicción de Juan Sebastián Elcano se cumplió dos días más tarde; el 7 de noviembre de 1521, a media tarde, se avistaron cuatro islas, de bastante más altura que las que habían visto hasta ese momento, que parecían surgir de un vasto cristal azogado. Todos los ojos estaban clavados en la cabina del capitán de la
Victoria
, cuya puerta permanecía cerrada.

Dentro, Elcano estudiaba atentamente todas las cartas y derroteros de que disponía, incluyendo las de Magallanes. No podía cometer una equivocación. Por fin, lentamente, se levantó con gesto decidido, se dirigió a la puerta y la abrió.

Fuera, todos los marineros contuvieron la respiración. El capitán subió al castillo de popa y con una voz grave, pero clara y recia, se dirigió a la dotación:

—¡Compañeros! ¡Hemos llegado! ¡Éstas son las islas Molucas!

La emoción dejó un momento en suspenso a unos navegantes que, espontáneamente y de un modo natural, cayeron de rodillas dando gracias a Dios.

De aquellos labios resecos por el viento y endurecidos por las privaciones salieron las más fervientes y sentidas oraciones que jamás salieran de labios humanos. De ojos duros y acostumbrados al sufrimiento brotaron lágrimas de alegría y emoción. La explosión natural de júbilo se tradujo en un disparar de toda la artillería, cuyo tronar reverberó por la superficie de las olas, pregonando un entusiasmo exultante. Todos se abrazaban alborozados; unos cantaban, otros reían, los más lloraban en un mar de agitación.

Apenas faltaban un par de horas para que un sol radiante vestido de oro y púrpura se hundiera en el horizonte. La calma era total; ni la más ligera brisa agitaba las altas palmeras que parecían bajar a la playa para recibirlos. Un penetrante aroma, fuerte, sutil e intenso llegaba desde una tierra que se adornaba con sus más bellos motivos vegetales. Estaban tan cerca de tierra que casi se podía adivinar el fondo a simple vista.

—¡Veinte brazas!

Elcano agarrotó sus manos en la barandilla del puente de mando, llenó sus pulmones de aire y gritó lo que todos habían estado ansiando escuchar desde que salieron de Sanlúcar de Barrameda.

—¡Abajo las anclas! ¡Arriad las velas! ¡Hemos llegado al final del viaje!

En la popa de la
Victoria
, los labios de un viejo curandero se entreabrían para dar paso a una pregunta sin respuesta:

—¿Estará aquí nuestro vellocino de oro?

Antes de que despuntara el sol clareando débilmente la línea del horizonte, la dotación entera de las dos naves estaba ya ansiosa asomándose por la borda. Nadie había dormido, nadie quería perderse la primera impresión de las islas, tan largamente ansiadas, a plena luz del día. Y, si hay veces que el logro conseguido no cubre las expectativas de lo ansiosamente esperado, en esta ocasión, hasta los más exigentes no tuvieron más remedio que reconocer que aquella tierra era realmente paradisíaca.

A simple vista, todo era bello, tranquilo y reposado. Ahora habría que ver si los nativos les recibían como amigos o como enemigos; si estarían dispuestos a darles las especias a un precio razonable o habría que exigirla por la fuerza. La incógnita no tardó en ser despejada, pues pronto se ofreció a su vista una gran embarcación completamente dorada. En la mitad, sentado y protegido de los rayos solares por un gran quitasol de fina seda, se hallaba un personaje curiosísimo.

Hombre de mediana edad, de facciones duras, con barba frondosa y cerrada, vestía una túnica de seda muy fina con las mangas bordadas en oro. Debajo lucía algo que se asemejaba a una amplia camisa, sobre la cual se enrollaba a la cintura, para llegarle hasta los pies, una especie de falda; y complementando estas prendas, un velo también de seda finísima, y, como si se tratara de una novia, se ceñía en la cabeza una guirnalda de flores. No tenía nada de extraño que tal visión provocara primero estupor y luego una regocijada hilaridad.

—Pasa la voz de que corten las risas —ordenó Elcano a Juan de Acurio—, lo último que queremos es provocar la ira de su «majestad». No hemos recorrido medio mundo para echarlo todo a perder en el último momento.

Rápidamente, las carcajadas se cortaron en seco y se trocaron en gran seriedad, al ver que tal personaje era obedecido con el mayor respeto y sumisión por sus vasallos. En la misma embarcación, y delante del rey, venía un hijo suyo portador de un cetro de oro, que indudablemente representaba el poder, y varios sirvientes; dos de ellos sostenían unos vasos también de oro, cuyo fin resultó ser el que el soberano pudiera lavarse las manos si tenía que tocar una superficie sucia. Otros dos sirvientes mantenían en alto sendos cofres dorados llenos de betel.

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