Los navegantes (37 page)

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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
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Consiguió ver, entre la sangre que le cegaba, cómo la mayoría eran recogidos por las barcazas. Por su parte, los supervivientes de la malograda expedición tuvieron que contemplar, indignados e impotentes, cómo su capitán general era masacrado por una jauría de salvajes. La predicción de Faleiro se había cumplido: Magallanes no vería el fin de su expedición. Y junto con él, otros siete expedicionarios tampoco lo harían.

CAPÍTULO XIX

LA TRAICIÓN

La inesperada muerte de Magallanes sacudió hasta los mismos cimientos de la expedición. La figura autoritaria del portugués, aunque muy cuestionada al principio, estaba tan firmemente aceptada en las mentes de los castellanos que nadie se había planteado, ni por un momento, qué sucedería si muriera.

Ahora, de repente, la dotación se veía en el dilema de elegir a un nuevo jefe. En la mente de todos rondaba la misma pregunta. ¿Tendría el nuevo líder el suficiente carisma como para sacar adelante la expedición?

A fin de resolver un asunto de tan vital importancia, se habían reunido en la
Trinidad
las dotaciones de las tres naves. Barbosa y Serrao, capitanes de la
Concepción
y la
Victoria
, tomaron la palabra. Primero habló el cuñado de Magallanes:

—Nos hemos reunido —dijo apoyándose en la barandilla del puente de popa, con un cierto aire pomposo— porque nos encontramos en un dilema. Cómo llegar a las Molucas. Magallanes era el único que conocía las islas. Desde ahora tendremos que guiarnos por lo que él nos contó. —Guardó un momento de silencio mientras paseaba la mirada por la dotación antes de continuar: el capitán Serrao y yo compartiremos la jefatura de la expedición. Luis Alfonso se hará cargo de la
Victoria
.

Un marinero sentado en la borda de estribor se dirigió a los nuevos capitanes expresando el parecer de muchos:

—¿Y qué haremos con los malditos salvajes de Mactán?, ¿dejaremos que se salgan con la suya?

Otra voz se alzó al lado de babor:

—¿Por qué no organizamos una expedición de castigo v rescatamos al mismo tiempo el cuerpo de nuestro capitán?

Los dos nuevos jefes se miraron cambiando impresiones. Por fin, Serrao negó con la cabeza.

—Ya vimos lo que le pasó a Magallanes. El riesgo es muy grande y las pérdidas pueden ser enormes. De todas formas, enviaremos a alguien para pedir su cadáver.

Juan Sebastián Elcano, sentado sobre una de las lombardas de estribor junto a su amigo San Martín, no pudo contenerse:

—Si no hacemos algo para recuperar el respeto de esa gente, más nos vale recoger todo lo que tenemos en tierra y levar anclas lo antes posible.

Duarte miró fríamente al guipuzcoano. A sus ojos, aquel hombre era todavía uno de los que se habían atrevido a levantarse contra Magallanes en San Julián, y un traidor como él no tenía ni voz ni voto en la expedición.

—Serrao y yo haremos lo que juzguemos más conveniente para el bien de todos —replicó secamente.

Tal como había anunciado Duarte Barbosa, poco después de la asamblea en la
Trinidad
el cuñado de Magallanes bajó por la escotilla y se dirigió al coy donde descansaba Enrique. Enviaría al malayo para pedir el cuerpo del capitán general. El esclavo de Magallanes, aunque herido en diversas partes del cuerpo, no tenía ninguna herida de gravedad que le impidiera desarrollar una actividad normal. Sin embargo, desde la muerte de su amo, se había refugiado en un mutismo absoluto. No hablaba con nadie y ni siquiera se había molestado en subir a cubierta durante la asamblea. Se diría que ya nada le importaba.

—Enrique, quiero hablar contigo.

El malayo no se molestó en volver la cabeza. No sentía ninguna simpatía por el lascivo joven.

Duarte sintió que la sangre se le agolpaba en las sienes ante el patente desprecio del esclavo. Le zarandeó y abofeteó brutalmente.

—¡He dicho que vengas aquí, esclavo asqueroso. Te voy a hacer probar el sabor del látigo!

Ante las palabras amenazadoras del joven, Enrique le miró con ojos cargados de odio. Magallanes le había prometido la libertad, a su muerte. Sin embargo, ahora no sabía cuál podría ser su destino con aquellos nuevos amos.

—¡Vas a ir ahora mismo a la isla de Mactán a pedir el cuerpo de Magallanes! —dijo amenazadoramente—. Y más vale que lo traigas contigo. En cuanto á tu supuesta libertad... no te hagas muchas ilusiones. Ya me las arreglaré yo para que eso no suceda nunca. ¡Siempre serás un cochino esclavo!

Enrique le sostuvo la mirada por un momento; después, sin decir palabra, se levantó y se dirigió hacia la escalera que subía a la escotilla. Sabía que le estaban enviando a una misión que le podía costar la vida, pero, por otra parte...

Miró con odio indisimulado a Duarte.

—Iré a hablar con Cilapulapu —masculló entre dientes.

Cilapulapu era un hombre todavía joven, de gran corpulencia, en cuyos ojos, oscuros e inteligentes, ardía una llama de soberbia y altanería. A diferencia de los demás nativos, cubría su piel morena con una especie de camisón amplio de satén blanco. Recibió al enviado de los extranjeros sentado en un gran trono de bambú en una enorme cabaña de más de doscientos metros cuadrados. Enrique, custodiado por media docena de hombres armados, se paró delante de él. No se anduvo por las ramas y fue directamente al grano:

—He venido —dijo con voz apagada por una mezcla de emociones— a pedirte el cadáver de mi amo.

Cilapulatu rió abiertamente ante tal pretensión.

—Por nada del mundo —dijo ferozmente— me desprendería del cadáver de un hombre como este jefe. Lo guardaré como trofeo de mi victoria sobre los hombres blancos.

El esclavo malayo insistió.

—Los hombres blancos estarían dispuestos a darte grandes riquezas por él.

Cilapulapu negó con la cabeza.

—Este cadáver recordará a mis enemigos quién es el jefe más poderoso y valiente de las islas. A partir de ahora todos me respetarán.

—¿Qué quieres que les diga a mis nuevos amos?

—¿Eres esclavo?

—Era esclavo del gran jefe —respondió Enrique con tristeza.

—¿Y te darán ahora la libertad?

El malayo se encogió de hombros.

—No lo sé.

Cilapulapu guardó silencio durante algún tiempo. Pensativo, dirigió sus ojos hacia la ventana. A lo lejos se adivinaba entre la bruma del mar, la isla de Cebú.

—¿Quieres ser libre?

Enrique se acordó de los malos tratos y amenazas de Duarte Barbosa.

Después de dudar un momento, asintió.

—Sí, creo que sí.

El jefe nativo se arrellanó en su asiento.

—Bien —dijo entornando los ojos astutamente—. Vas a ir a ver al rey de Cebú, Humabon, de mi parte. Le dirás que ahora poseo ocho armaduras capturadas a los hombres blancos, además de sus poderosas armas. Todo ello me hace invencible. Si quiere la paz tendrá que ayudarme a matar a todos los hombres blancos y capturar sus naves.

Enrique no pestañeó.

—¿Y cómo lo conseguirás?

Cilapulapu miró largamente al malayo. Por fin, explicó su plan sencillo y efectivo:

—Humabon es amigo de los blancos. Pues bien, no levantará sospechas que les ofrezca un banquete de consolación por la pérdida sufrida. Durante la cena, cuando hayan bebido mucho y estén borrachos, no será difícil matarlos o hacerlos prisioneros. Mientras tanto, yo, con mis guerreros, atacaré las naves.

El esclavo malayo vio ante sus ojos la posibilidad de vengarse de Duarte Barbosa.

—Acepto —dijo con voz rencorosa—, con una condición. El nuevo jefe blanco debe ser mi esclavo.

—De acuerdo.

Tal como había imaginado Cilapulapu, Humabon había visto derrumbarse todas sus esperanzas de verse convertido en el rey de todo el archipiélago. Ahora, su gran enemigo Cilapulapu no sólo había conseguido una gran victoria sobre los blancos, sino que se había apoderado además de muchas de sus armas, hechas de hierro, así como de las armaduras. Todo ello había cambiado totalmente el panorama. Los barcos no tardarían en zarpar y él se tendría que enfrentar a su viejo enemigo en inferioridad de condiciones. Todavía no entendía cómo sus amigos blancos, con todo su gran poderío, habían sido tan rotundamente derrotados. ¿Cómo era que su Dios había permitido que los aniquilaran?, ¿no les habían asegurado que su religión les hacía invencibles?

Por otro lado, el nuevo jefe de los blancos, Barbosa, era muy diferente de Magallanes, que tanto se hacía respetar y respetaba. Éste, desde la llegada de los buques no había hecho otra cosa que llevar una vida licenciosa en continua persecución de cuantas mujeres se presentaban ante su vista. No era de extrañar que, ante tal panorama, la visita de Enrique con la proposición de Cilapulapu le pareciera atractiva dentro de lo malo. Después de pensarlo detenidamente, decidió aceptar, si bien en su inquieta mente empezó a planear que sería su gente la que se apoderaría de las naves y así se haría dueño del enorme arsenal que portaban. Con estas armas no habría nadie que se le opusiera, ni siquiera Cilapulapu.

A partir de ese momento, la actitud de Enrique en la nave cambió totalmente. Su semblante hostil y rencoroso cambió por una sonrisa servil.

Especialmente con Duarte Barbosa se mostraba sumamente obsequioso, sin duda saboreando los planes de traición que revoloteaban por su mente. Tres días después de la muerte de Magallanes, Enrique regresaba a bordo con grandes noticias. El rey de Cebú le había mostrado una gran cantidad de diamantes, perlas, rubíes y pepitas de oro que había mandado engarzar, para ofrecer un regalo al ilustre monarca español. Para celebrar la entrega quería ofrecer un banquete a los españoles al que esperaba que no faltara nadie.

Barbosa sintió un estremecimiento de júbilo; el ser portador de un regalo tan espléndido al monarca español le otorgaría innumerables prebendas.

Comunicó de inmediato la buena nueva a los oficiales. Sin embargo, y sin saber por qué, Serrao se sentía inquieto.

—No entiendo a qué viene semejante invitación, cuando el cuerpo de Magallanes está todavía caliente. No me gusta.

—¿No me dirás que tienes miedo del «rey Carlos»? —se burló Duarte.

—No es eso, pero... no sé. No me gusta esta repentina invitación.

—Tonterías —dijo Barbosa chasqueando unos labios sensuales—, piensa en las mocitas con esos pechitos puntiagudos..., pienso tirarme a media docena esta noche, me siento en forma...

Veintiocho fueron los expedicionarios que saltaron a tierra luciendo sus galas de fiesta. Entre ellos estaba Andrés de San Martín, que no había podido convencer a su amigo Juan Sebastián Elcano para que asistiera al banquete con él.

—Francamente —había contestado el guipuzcoano—, no me apetece en absoluto. Apenas tres días después de la muerte de Magallanes, de repente nos invitan a una fiesta. No tiene sentido.

—Tonterías —había contestado San Martín—, lo único que quieren es seguir siendo nuestros amigos. Un regalo a nuestro rey les asegurará su amistad para cuando llegue otra expedición.

—Espero que lo pases bien. Ya me contarás mañana...

—Mañana te contaré mis conquistas.

A la caída del sol, el cosmógrafo se unió a los expedicionarios que habían decidido asistir al banquete. Los tres capitanes, Duarte Barbosa, Joan Serrao y Luis Alfonso encabezaban la partida.

El festín iba a celebrarse en un bosquecillo de palmeras, donde aguardaba el obsequioso y deferente reyezuelo acompañado por sus más altos dignatarios.

Todos estaban sentados en esterillas de palma y rodeados de gran cantidad de servidores. Un gran número de curiosos deambulaban por los alrededores, envidiando, sin duda, a los que habían sido invitados.

El corto paseo desde la playa hasta el bosquecillo fue un gran triunfo para los expedicionarios, que por doquier veían caras que reflejaban cordialidad.

Joan López Carballo y Gómez de Espinosa se habían retrasado un poco y caminaban un tanto por detrás del grupo. De repente, Carballo cogió a Espinosa del brazo, señalando entre los árboles.

—¿No es ése el capellán?

Espinosa miró en la dirección que le señalaba Carballo. Efectivamente, a menos de cincuenta metros, entre la espesura, el capellán estaba hablando con uno de los nativos. Evidentemente, tenían que hacerlo por señas, por lo que, aunque de lejos, ambos hombres podían adivinar lo que el hombre trataba de decir al sacerdote.

—Juraría que está tratando de decirle que no acuda al banquete —exclamó Espinosa.

—Por Belcebú que tienes razón —dijo Carballo—. Está clarísimo que le está diciendo que no vaya, pero, ¿por qué?

—Solamente puede haber una razón, y ésta es que quiere salvar su vida.

Ahora creo recordar que el padre Valderrama bautizó hace un par de días a su hijita moribunda.

—¡Tenemos que dar la voz de alarma!

—Es demasiado tarde para avisar a los que están en el banquete. ¡Están rodeados por cantidad de nativos!

—Y, curiosamente, todos parecen llevar algún arma encima...

—¡Retrocedamos lentamente hacia los botes sin levantar sospechas!

Los dos hombres consiguieron llegar a la playa, completamente desierta y bañada por una luna llena. Rápidamente bogaron en silencio hacia las tres embarcaciones ancladas en el medio de la bahía.

Solamente en la
Concepción
se adivinaba la sombra de algún centinela, en las otras dos naves no se habían molestado en dejar a nadie de vigilancia.

—¿Qué os pasa, que parece que os persigue el diablo? —preguntó la sombra que se inclinaba por la borda de la
Concepción
.

—Eres Juan Sebastián Elcano, ¿no? —preguntó jadeante Espinosa.

—Sí

—¡Da la alarma. Nos han traicionado!

El guipuzcoano no perdió el tiempo en preguntas superfluas, ya habría tiempo de indagar más adelante. Se precipitó por la escotilla mientras gritaba órdenes.

—¡Todo el mundo a cubierta! ¡A los cañones!

Juan de Acurio estaba a su lado en tres segundos.

—¿Qué pasa?

—¡Nos han traicionado! ¡Reparte las armas! ¡Que larguen las velas!

Antes de diez minutos los adormilados marineros habían sacado los cañones por los portones, mientras los grumetes jadeaban subiendo los cubos de pólvora y las balas de piedra y hierro.

—¡Largad las velas! ¡Recoged las anclas!

Juan de Acurio se desgañitaba dando órdenes, pero con toda la gente que había desembarcado y los que habían perdido a causa de la peste del mar, apenas disponían de treinta y cinco hombres hábiles en cada embarcación.

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