Los navegantes (21 page)

Read Los navegantes Online

Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
9.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Se lo comunicaré en cuanto vuelva en sí. Eso le ayudará a sentirse mejor.

Estoy seguro de que él también os perdonará.

CAPÍTULO XI

LA EJECUCIÓN

Apenas había comenzado a despuntar el alba cuando Magallanes se asomó a cubierta. A juzgar por su aspecto, nadie podría adivinar lo que pasaba por la mente de aquel hombre. Sabía que había tomado una decisión que, sin duda, afectaría a su vida futura. Además, tarde o temprano la historia le juzgaría por lo que estaba a punto de hacer.

El viento, que durante toda la noche había traído los sordos golpes de los carpinteros que levantaban el patíbulo en tierra, soplaba frío y cortante. El aliento se helaba al entrar en contacto con el aire. De las jarcias y masteleros colgaban gruesas estalactitas de hielo que daban a los barcos un aspecto fantasmal. Aquí y allá algunos hombres se preparaban para llevar a cabo los amargos cometidos que les habían tocado en suerte. De entre ellos, quizás el más afectado era Luis de Molins. El sirviente de Quesada había estado toda la noche tiritando, temblando como un azogado, acurrucado en un rincón. De su mente no se apartaba ni por un segundo el terrible acto que iba a verse obligado a llevar a cabo por la mañana.

En dos ocasiones había sentido arcadas y arrojado la bilis de su vacío estómago por la borda. Con verdadero pánico vio cómo una ligera luz empezaba a teñir de índigo las nubes en el horizonte. El momento más horripilante de su vida estaba a punto de llegar. Luis de Molins prácticamente nunca había cogido una espada en sus manos. Siempre había tratado de huir de la violencia. Y ahora, de repente, se veía obligado a segar la vida, de una manera tan horrible, a quien había estado sirviendo durante tanto tiempo.

El contramaestre de la
Trinidad
, Francisco Albo, se le acercó y le tocó el hombro.

Luis de Molins dio un respingo al sentir el contacto de la mano y se quedó mirando al contramaestre con ojos rojos y llenos de pavor. Francisco Albo no pudo evitar el sentir pena por el pobre diablo.

—Se acerca la hora —dijo escuetamente—. Más vale que te prepares.

—Yo... —las palabras se negaban a salir de la garganta contraída y la boca reseca del forzado verdugo—. Yo nunca he empuñado una espada...

—Me la imaginaba. Ven conmigo —dijo el contramaestre—. Tendrás que practicar un poco si no quieres hacer una terrible chapuza.

Francisco Albo le llevó a la bodega y le señaló un barril vacío. Junto a él había una espada de asalto de grandes proporciones.

—Creo que ésta es el arma que mejor hará el trabajo. Cógela.

El criado se acercó como un sonámbulo a la terrible espada mirándola fijamente. Un temblor incontrolado hacía que las manos se agitaran violentamente, mientras que escalofríos le recorrían la espina dorsal. Todo su cuerpo se encontraba empapado en un sudor frío.

Por fin consiguió controlar un poco sus movimientos, se secó las manos en los pantalones y cogió el acero por la empuñadura. Pesaba mucho, más de lo que se había imaginado.

—Levántala por encima de tu cabeza y golpea el barril con todas tus fuerzas

—le indicó el contramaestre.

El joven obedeció y descargó un golpe en el barril.

—Creo que con ese golpe no matarías ni a una gallina —masculló Francisco Albo—. Golpea otra vez, y esta vez hazlo con el filo...

La dotación completa estaba ya en tierra cuando la barca que transportaba a Quesada y al sacerdote Sánchez de la Reina, este último con una cruz en la mano, se acercó a la playa pedregosa que servía de desembarcadero.

El reo traía las manos atadas a la espalda, pero mantenía la cabeza alta y su mirada no demostraba temor alguno. Miró, al pasar, a los tripulantes uno por uno. A un lado estaban los que habían sido fieles a Magallanes, y en el otro, con los pies encadenados, los que le habían seguido a él ya Cartagena en su malograda aventura. El sobrino del obispo Fonseca, así como Juan Sebastián Elcano, Andrés de San Martín, Antonio de Coca y Juan de Acurio se hallaban entre estos últimos.

Cuando Quesada llegó a la altura del capitán general, se detuvo y le miró a los ojos.

—No os guardo rencor por lo que vais a hacer, Magallanes. Espero que Dios os perdone, como lo hago yo.

El portugués hizo un ligero movimiento de cabeza asintiendo.

—Yo también espero que os perdone a vos, Gaspar de Quesada.

El condenado subió al cadalso, donde un tembloroso Luis de Molins le esperaba sosteniendo a duras penas la pesada espada.

El verdugo hincó una rodilla en el suelo delante del hombre que debía decapitar.

—Perdonadme, señor, por lo que voy a hacer.

El ex capitán le sonrió.

—No tengo nada que perdonarte, Luis. Siempre me has servido fielmente, y ahora vas a llevar a cabo tu último acto de servicio hacia mí. Sólo te pido que lo hagas limpiamente.

El azorado sirviente cogió una de las manos atadas de Quesada y se la acercó a sus labios.

—Así lo haré, señor. Prometo no haceros sufrir.

Un transformado Luis de Molins se levantó con los ojos empañados por las lágrimas, cogió la terrible espada y la levantó por encima de su cabeza mientras dos marineros colocaban al hidalgo español Gaspar de Quesada sobre el improvisado tronco que servía de cadalso.

Molina bajó el acero con toda la fuerza que fue capaz y de un solo tajo la cabeza quedó separada del tronco.

Con la ejecución de Quesada no habían terminado los hechos luctuosos que tuvieron lugar aquella nefasta mañana de abril. Magallanes mandó construir otros tres patíbulos en diferentes lugares de la bahía. En uno de ellos ordenó colgar el cuerpo de Luis de Mendoza después de haber sido arrastrado hasta allí, como si hubiera estado vivo. Luego ordenó que ambos cuerpos fueran descuartizados y sus restos expuestos en los cuatro patíbulos para que sirvieran de escarmiento.

Los días que siguieron a la ejecución fueron de normalidad, si por normalidad se entiende la situación de esclavitud a que se veían sometidos los cuarenta tripulantes encadenados y condenados a llevar a cabo todos los trabajos más pesados.

A las dos semanas, Espinosa, encargado de la vigilancia de los prisioneros, acudió a hablar con Magallanes.

—He notado que la gente está descontenta con el trato que damos a los prisioneros.

—¿Ah sí?, ¿y qué dicen?

—La mayoría tienen mucha estima a Juan Sebastián Elcano y Andrés de San Martín, sobre todo, los vascos. Murmuran que no deberían estar encadenados en condiciones humillantes.

Magallanes levantó la cabeza del pergamino donde había estado escribiendo.

—Esos hombres han sido unos traidores y deberían dar gracias por estar vivos. No habrá misericordia con ellos. Seguirán haciendo los trabajos más desagradables en las condiciones que ellos mismos se han buscado.

Espinosa era un hombre valiente, de lo cual había dado repetidas muestras, pero no era vengativo. Se encogió de hombros.

—Como queráis —dijo al retirarse.

A los pocos días, Magallanes llamó al portugués Mesquita.

—Os voy a poner al cargo de la vigilancia de los prisioneros—le informó—.

Me están llegando rumores de que Espinosa está siendo demasiado blando con ellos.

—Bien —el capitán de la
San Antonio
dejó entrever unos dientes irregulares en una sonrisa malévola—. Os aseguro que conmigo no tendrán ningún trato de favor. Se arrepentirán de haberse confabulado contra vos.

Efectivamente, a partir de aquel día las condiciones en que los prisioneros trabajaban se hicieron todavía más penosas. El carenar los barcos, cargados de cadenas, caminando sobre las piedras con dificultad, perpetuamente mojados y ateridos por un frío que la fuerza del viento aumentaba todavía más, era uno de los trabajos más duros que se podían imaginar. A esto había que añadir la mala y a menudo escasa alimentación que se les daba a los prisioneros desde que Mesquita se hizo cargo de la vigilancia.

—¿Cuánto tiempo durará esto, Juan? —Andrés de San Martín trabajaba junto al guipuzcoano limpiando el casco de la
Trinidad
de toda clase de moluscos y conchas incrustadas en la madera.

Juan Sebastián Elcano arrancó con su martillo y cincel una gran lapa adosada al buque.

—Eso quisiera saber yo —respondió amargamente—. Cada día parece una eternidad. Me imagino que el tiempo no mejorará hasta dentro de un par de meses, y hasta que no mejore no podremos salir de aquí, si es para entonces todavía estamos vivos...

—No entiendo a este hombre —murmuró el cosmógrafo—. Parece que disfruta con el sufrimiento ajeno. Por más que le doy vueltas no logro entender ni justificar la bárbara y brutal crueldad de la represalia. Este hombre, se recrea en el ensañamiento contra sus enemigos. Procede no ya como un hombre despiadado, sino como una bestia furiosa.

—Yo tampoco lo comprendo —convino Elcano—. Los capitanes no quisieron en ningún momento presentarle batalla, ni destituirle, ni hacerle daño alguno. Sólo querían que se cumplieran las órdenes reales, y esto no lo imponían por la fuerza, lo suplicaban con humildad. El castigo debería ser moderado. Este hombre lo que está haciendo es actuar con rencor, por mucho que haya rodeado al juicio de toda clase de apariencias legales. Como mucho, tenía que haberlos destituido de sus cargos, arrestarlos por la duración del viaje y entregarlos a la vuelta a las autoridades competentes para el fallo del asunto.

—Eso me parece a mí también. No concibo —masculló Andrés—, que se condene a un hombre a muerte y después se le descuartice. Esto es un ensañamiento monstruoso, propio de seres demoníacos, y encima llega a la befa de exponer el cadáver ensangrentado a la vista de todos y hacer que un desdichado sirviente se vea forzado a cortar la cabeza de su señor. Yo veo que todo esto es más propio de hienas que de hombres civilizados, y menos todavía de alguien tan puntilloso como él en puntos de hidalguía..., más me parecen actos de rufián que de hidalgo.

—Lo que veo yo todavía peor —confesó Elcano— es que este hombre, que juzga y castiga por traidores a capitanes que únicamente le ruegan el cumplimiento a cuanto le ordenó el rey, en realidad es él el traidor, pues no sólo no cumple lo que le ordenó el monarca, sino que engañó a éste al decirle que conocía dónde estaba el paso, cuando es evidente que no tiene ni la más remota idea ni siquiera de si existe.

—Efectivamente —masculló el cosmógrafo arrancando un crustáceo de un martillazo—. Hay que admitir que es un magnífico e intrépido marinero, pero un individuo carente por completo de corazón.

El aspecto de lúgubre puerto pesaba sobre todos. Los pingajos de carne humana que se ofrecían expuestos al macabro pasto de unas aves siniestras ofrecían un escarmiento que por lo cotidiano resultaba repugnante. Apenas se escuchaban conversaciones ruidosas; por el contrario, todo el mundo hablaba con un tono de voz apagado y medroso. Los corazones estaban dominados por el espanto y las mentes anuladas por el terror que infundían los patíbulos, con sus restos colgantes de carne humana. En el aire dominaba una especie de remordimiento general; en los prisioneros, por haber prestado obediencia a sus levantiscos capitanes, y en los demás, por haber llegado a tal ensañamiento en el castigo. Quizá fuera Magallanes el que más satisfecho estaba de la situación.

Había eliminado a todos los adversarios que pudieran habérsele enfrentado. Nadie osaría pedirle cuentas de sus derroteros, sus ideas y sus propósitos. El capitán general no se dejó llevar, sin embargo, por la euforia de su triunfo. Había que trabajar, y hacerlo con ahínco. El oleaje y los fuertes vientos habían sacado la estopa de las juntas, los aparejos fijos se habían aflojado, las jarcias estaban deterioradas, los mástiles bailoteaban en lo alto, las piezas de sostén de cuero estaban gastadas, en los cascos se acumulaban los moluscos, en las bodegas algunas barricas se habían roto y reinaba un completo desorden. Y; por si fuera poco, muchas provisiones empezaban a perderse.

Mientras los condenados carenaban los barcos aprovechando la enorme variación de la marea, que era de unos dieciséis pies entre las aguas altas y las bajas, los herreros y los carpinteros trabajaban febrilmente; partidas de leñadores cortaban y pulían docenas de troncos, se baldearon las bodegas, se reacondicionaron los bamboleantes barriles de provisiones sujetándolos con cuerdas. Para hacer las faenas más confortables en un clima tan duro, se levantaron en la costa unas barracas que caldeaban con grandes fogatas, y los hombres se vestían con cueros de focas y ropas hechas de plumón de aves marinas. Las pieles de estas aves eran de fácil curtido y muchas veces conservaban la capa de plumas y se prestaban a ser cosidas en el interior de ropas, gorras y botas. Con todo ello, el frío se mitigaba bastante.

En cuanto al avituallamiento, los hombres encontraron en las rocas puestas al descubierto en la marea baja gran cantidad de crustáceos y moluscos.

En tierra firme abundaban los conejos, las avestruces, los zorros y los grandes pájaros cuya carne, si no deliciosa, era al menos comestible.

La constante ocupación y el paulatino aclimatamiento fueron haciendo que el espíritu de aquellos hombres, tan decaído a raíz del motín, se fuera levantando poco a poco.

A pesar de que todos trabajaban con ahínco, el verdadero peso de las labores caía sobre los rebeldes, que muchas veces trabajaban con el agua hasta la cintura, siempre encadenados. El frío y la humedad continuas, unida a la escasez de las raciones, comenzaban a debilitarles y cada vez tenían menos fuerzas para tan ruda tarea.

Llevaban los expedicionarios dos meses en aquella región tan inhóspita como desoladora, cuando un día se dibujó borrosa una figura en lo alto de la colina. Uno de los leñadores que se encontraban trabajando en aquella zona corrió a informar a Magallanes.

—Señor —gritó jadeante por la carrera al entrar en el barracón—, ¡un hombre!

—¿Cómo, un hombre? —el portugués se levantó acercándose a la puerta—,

¿qué quieres decir con «un hombre»?

El marinero consiguió contener su excitación.

—Un individuo se acerca al campamento. Ha aparecido de repente en lo alto de la colina. Es enorme.

—¿Enorme?

—Sí, quizá más de dos metros de altura.

Magallanes se volvió a Espinosa.

—Coge a media docena de hombres armados y ven conmigo.

Mientras el alguacil reunía los hombres y las armas, Magallanes salió con el marinero y se dirigió hacia la colina.

Other books

La Vie en Bleu by Jody Klaire
In Bed with Jocasta by Richard Glover
The Angst-Ridden Executive by Manuel Vazquez Montalban
Just Give In… by O'Reilly, Kathleen
Phoenix by Cecilia London
Looking for a Ship by John McPhee
Haunted Ground by Irina Shapiro