Read Los mundos perdidos Online
Authors: Clark Ashton Smith
Llegamos por fin al precipicio vertical, en el cual se dice que habita el espíritu de Aforgomon. Había luces, débiles y repartidas en la distancia, que brillaban en él como estrellas al borde de una inmensidad de espacio cósmico, sin verter rayo alguno en las profundidades.
Allí, en un trono de tosca piedra, situado al borde del abismo temible, fui colocado por los verdugos; y una pesada cadena de negro metal sin herrumbre, sujeta a la roca firme, fue enroscada, una y otra vez, en torno a mi cuerpo desnudo y a cada uno de mis miembros por separado, de la cabeza a los pies.
A esta sentencia, otros habían sido condenados por su herejía o su impiedad..., aunque nunca por un pecado semejante al mío. Después de que la víctima fuese encadenada, él fue abandonado durante un intervalo preestablecido, para que meditase sobre su crimen... y para que, miserable, se enfrentase a la oscura divinidad de Aforgomon.
Al cabo, desde el abismo cuya postura le obligaba a mirar, una luz se encendería, y un relámpago de extrañas llamas saltaría hacia arriba, golpeando la cadena de muchos eslabones que le rodeaba, calentándola a la incandescencia del rojo vivo. La fuente y la naturaleza de la llama eran misteriosas, y muchos la atribuían al propio dios antes que a un agente mortal...
Así fue como me abandonaron, y se han marchado. Hace tiempo que la carga de los masivos eslabones, hundiéndose cada vez más profundamente en mí carne, se ha convertido en una agonía. Estoy mareado de mirar hacia abajo en el abismo..., y, sin embargo, no puedo caerme. Abajo, a una distancia inconmensurable, escucho, a intervalos repetidos, un sonido hueco y solemne.
Quizá sea producido por las aguas sumergidas... o los vientos que se han perdido en las cuevas... o la respiración de Uno que habita en la oscuridad, midiendo con su respiración los lentos minutos, las horas, los días, las épocas... Mi terror se ha vuelto más fuerte que la cadena, mi vértigo es causado por un abismo doble...
Han transcurrido evos, han menguado hasta la nada, como escombros arrastrados por un torrente que da a una catarata, llevándose con ellos el rostro perdido de Belthoris. Estoy colocado sobre la mandíbula abierta de la Sombra... De alguna manera, en otro mundo, un fantasma exiliado ha escrito estas palabras... Un fantasma destinado a desvanecerse por completo del tiempo y el espacio, al igual que yo, el sacerdote condenado Calaspa, no puedo recordar el nombre de ese fantasma.
Debajo de mí, en las negras profundidades, hay un brillo temible...
—Es un lugar muy extraño —dijo Amberville—; pero a duras penas sé cómo transmitir la impresión que me causó. Todo sonará muy simple y ordinario. No hay nada más que un prado en el que abundan las juncias, rodeado por tres lados por cuestas de pinos amarillos. En el lado abierto, corre un arroyo, pequeño y melancólico, que se pierde en un cul-de-sac de espadañas y suelo pantanoso. El arroyo, corriendo cada vez más lentamente, forma un charco estancado de cierto tamaño, desde el cual parecen retroceder varios alisos de aspecto enfermizo, como si no deseasen aproximarse. Un sauce muerto se apoya en el estanque, mezclando su reflejo, descolorido, como de esqueleto, con la porquería verde que jaspea el agua. No hay mirlos, ni frailecillos, ni siquiera libélulas como las que uno encuentra normalmente en sitios semejantes. Todo está silencioso y desolado. Ese lugar es malo..., está maldito de una manera que, sencillamente, no soy capaz de describir. Me sentí impulsado a hacer un dibujo del mismo casi contra mi voluntad, teniendo en cuenta que algo tan extremado difícilmente se encuentra en mi línea. De hecho, hice dos dibujos. Te los mostraré, si quieres.
Teniendo en cuenta que tenía una opinión muy elevada de las habilidades artísticas de Amberville, y le consideraba, desde hacía largo tiempo, uno de los principales pintores paisajistas de su generación, estaba naturalmente bastante ansioso de ver esos dibujos. Él, sin embargo, ni siquiera hizo una pausa para esperar mi muestra de interés, sino que comenzó inmediatamente a abrir su portafolios. Su expresión facial, los propios movimientos de sus manos, eran una mezcla, de alguna manera elocuente, de atracción y de repugnancia, mientras sacaba y mostraba los dos bocetos a la acuarela que él había mencionado.
No fui capaz de reconocer la escena mostrada en ninguno de los dos. Claramente, se trataba de una que se me había pasado por alto durante mis caprichosos correteos por los contornos de la colina al pie de las montañas, donde estaba situada la diminuta aldea de Bowman, en la cual, hacía dos años, había adquirido un rancho sin cultivar y me había retirado en busca de la soledad que resultaba tan esencial para un esfuerzo literario prolongado.
Francis Amberville, durante la quincena de su visita, a través de su sagacidad para las potencialidades pictóricas del paisaje, sin duda se había familiarizado más con el paisaje que yo.
Había sido su costumbre vagar errante por la mañana, equipado con los materiales para hacer un boceto; y, de esta manera, ya había encontrado el tema para más de una hermosa pintura.
El arreglo nos resultaba mutuamente conveniente, dado que yo, durante su ausencia, estaba acostumbrado a aplicarme asiduamente a una antigua máquina de escribir Remington.
Examiné los dibujos con atención. Ambos, aunque de ejecución apresurada, eran de mucho mérito, y mostraban la gracia y el vigor característicos del estilo de Amberville. Sin embargo, incluso durante este primer vistazo, descubrí una cualidad que resultaba algo más que ajena al espíritu de su obra. Los elementos de la escena eran aquellos que él había descrito. En uno de los dibujos, el estanque quedaba medio oculto por una orla de espadañas, y el sauce muerto estaba descansando sobre él en un ángulo postrado y decaído, como si misteriosamente se hubiese detenido en su caída a las aguas estancadas. Más allá, los alisos parecían alejarse del estanque, dejando al descubierto sus raíces nudosas en un eterno esfuerzo.
En el otro dibujo, el estanque formaba la porción principal del primer plano, con el árbol esquelético alzándose siniestramente a un lado. En el extremo opuesto del agua, las espadañas parecían agitarse y murmurar entre ellas bajo un viento agonizante; y la cuesta de pinos que se elevaba abruptamente en la frontera del prado estaba indicada mediante una muralla de siniestro verdor que se cerraba en el dibujo, dejando tan sólo una pálida franja de cielo otoñal por encima.
Todo esto, como había dicho el pintor, resultaba bastante ordinario.
Pero me sentí impresionado inmediatamente por un terror que habitaba en estos sencillos elementos y era expresado por ellos como por las facciones malignamente contorsionadas de un rostro demoníaco. En ambos dibujos, el carácter siniestro era igualmente evidente, como si el mismo rostro hubiese sido retratado de frente y de perfil. Pero no podía distinguir los detalles aislados que producían esta impresión; siempre, mientras miraba, la abominación de un extraño mal, un espíritu de desesperación, malignidad y tristeza se burlaba desde los dibujos de una manera cada vez más abierta y odiosa. El lugar parecía tener una mueca, macabra y satánica. Uno sentía que podría hablar en voz alta, podría pronunciar las imprecaciones de algún gigantesco demonio, o las burlas broncas de un millar de pájaros de mal agüero.
El mal transmitido era algo por completo ajeno al género humano..., más antiguo que el hombre. De alguna manera..., por fantástico que esto pueda parecer..., el prado tenía el aspecto de un vampiro, que había envejecido y se había vuelto deforme en medio de infamias inenarrables. Sutilmente, indefiniblemente, tenía sed de otras cosas que no eran el torpe goteo de agua que lo alimentaba.
—¿Dónde está este lugar? —pregunté al cabo de un minuto o dos de silencioso examen. Era increíble que algo de esa clase pudiese realmente existir..., e igualmente increíble que una naturaleza tan robusta como la de Amberville se hubiese mostrado sensible a dicha cualidad.
—Está al fondo del rancho abandonado, a una milla o menos, por la carretera pequeña hacia Bear River —replicó—; debes conocerlo. Hay un pequeño jardín en torno a la casa, en la parte superior de la colina; pero toda la parte inferior, terminando en ese prado, es silvestre.
Comencé a visualizar el vecindario en cuestión.
—Supongo que debe tratarse de la vieja granja de los Chapman —declaré—; ningún otro rancho, a lo largo de esa carretera, responde a tu descripción.
—Bien, pertenezca a quien pertenezca, el prado es el lugar más horrible que nunca he encontrado. He conocido otros paisajes en los que algo está mal. Pero nunca algo semejante a esto.
—Quizá esté hechizado —dije medio en broma—. De acuerdo con tu descripción, tiene que ser el mismo prado en que el viejo Chapman fue encontrado muerto por su hija más joven una mañana. Sucedió unos pocos meses después de que me mudase aquí. Se supone que murió de un paro cardiaco. Su cuerpo estaba muy frío, y seguramente había estado tirado allí durante toda la noche, ya que la familia le había echado de menos a la hora de la cena. No le recuerdo con mucha claridad, pero sé que tenía cierta fama de excéntrico. Desde algún tiempo antes de su muerte, la gente decía que se estaba volviendo loco. Se me olvidan los detalles. De todos modos, su esposa y sus hijos se marcharon, no mucho después de que él muriese, y nadie ha ocupado la casa ni cultivado el jardín desde entonces. Fue una tragedia rural corriente.
—Yo no soy muy creyente en los fantasmas —comentó Amberville, que parecía haber tomado mi sugerencia sobre fantasmas en un sentido literal—. Lo que quiera que sea la influencia, difícilmente es humana en su origen. Ahora que lo pienso, sin embargo, recibí una impresión bastante tonta un par de veces...; la idea de que alguien me estaba vigilando mientras realizaba esos dibujos. Qué raro..., casi me había olvidado de eso, hasta que tú mencionaste la posibilidad de fantasmas. Me parecía verle por el rabillo del ojo, justo fuera del radio que estaba incluyendo en mi dibujo: un viejo sinvergüenza en estado ruinoso, con sucios mostachos grises y un gesto malvado. Además, resulta extraño que haya recibido una impresión tan definida de él, sin nunca llegar a verle directamente. Pensé que se trataba de un vagabundo que se había metido hasta el fondo del prado. Pero, cuando me volví para mirarle de frente, él, sencillamente, no estaba ahí. Era como si se hubiese derretido en el suelo pantanoso, en las espadañas, en las juncias.
—Ésa no es una mala descripción de Chapman —dije—; recuerdo sus bigotes: eran casi blancos, excepto por las manchas de jugo de tabaco. Una antigüedad maltratada, si alguna vez hubo una, y, además, bastante antipático. Hacia el final, tenía una mirada venenosa, lo que sin duda ayudó con la leyenda de su locura. Algunos cotilleos sobre él me vienen ahora a la memoria. La gente decía que abandonaba el cuidado de su jardín cada vez más. Los visitantes solían encontrarlo en el prado inferior, parado sin hacer nada, mirando con expresión vacía a los árboles y al agua. Probablemente esa fue una de las razones por las que pensaron que estaba volviéndose loco. Pero estoy seguro de que nunca escuché nada respecto a que el prado tuviese algo fuera de lo usual o raro..., ni en el momento de la muerte de Chapman ni desde entonces. Es un lugar solitario, y no creo que nadie pase por ahí ahora.
—Yo lo encontré más bien por accidente —dijo Amberville—; el lugar no es visible desde la carretera, debido a la densidad de los pinos... Pero hay otra cosa rara: salí esta mañana con una intuición muy fuerte y clara de que podría encontrar algo de un interés fuera de lo común. Fui derecho a por ese prado, por así decirlo; y tengo que admitir que la intuición resultó justificada. El sitio me repele..., pero me fascina al mismo tiempo. Sencillamente, tengo que resolver el misterio, si es que tiene solución —añadió con aire ligeramente a la defensiva—. Voy a volver mañana temprano, con mis óleos, para comenzar un verdadero cuadro de él.
Me quedé sorprendido, conociendo la preferencia que Amberville sentía hacia la alegría y la brillantez paisajística, que habían hecho que se le relacionase con Sorolla.
—El cuadro representará una novedad para ti —comenté—. Tendré que acercarme y echar un vistazo al lugar, antes de que pase mucho tiempo. Debe estar más en mi línea que en la tuya. Debe tener material como para un cuento de miedo en alguna parte, si está a la altura de tus dibujos y de tu descripción.
Pasaron varios días. Estuve en aquel momento profundamente preocupado con los laboriosos e intrincados problemas que ofrecían los capítulos finales de una nueva novela; y fui retrasando mi visita al prado descubierto por Amberville. Mi amigo, por su parte, estaba claramente absorbido por su nuevo tema. Salía cada mañana con su paleta y sus óleos, y volvía cada día más tarde, olvidándose de la hora de la comida, que antes le impulsaba a regresar de estas excursiones.
Al tercer día, no regresó de vuelta hasta la puesta de sol. Contrariamente a su costumbre, no me mostró lo que había hecho, y sus respuestas a mis preguntas relativas al progreso de su pintura eran algo vagas y evasivas.
Por algún motivo, no deseaba hablar de esto. Además, se mostraba aparentemente reacio a discutir el propio prado, y, como respuesta a preguntas directas, simplemente repetía, de una manera ausente y para cubrir las formas, el informe que me había dado siguiendo su descubrimiento del lugar. De una manera misteriosa, que yo no era capaz de definir, su actitud parecía haber cambiado.
Hubo, además, otros cambios. Él parecía haber perdido su habitual alegría. A menudo, le pillaba muy ceñudo y sorprendía una sombra que acechaba en su franca mirada. Había un mal humor, una morbidez, que, hasta el punto que nuestra amistad de cinco años me permitía observar, eran una faceta nueva de su carácter.
Quizá, si yo no hubiese estado tan sumido en mis propias preocupaciones, me hubiera ocupado más de las causas de su tristeza, que estaba bastante dispuesto a atribuir a algún dilema técnico que le estaba confundiendo. Era cada vez menos el Amberville que yo conocía: y, al cuarto día, cuando regresaba durante el crepúsculo, noté una auténtica aspereza que era completamente ajena a su naturaleza.
—¿Qué es lo que anda mal? —me atreví a preguntarle—. ¿Has encontrado algún tropiezo? ¿O es que el prado del viejo Chapman te está poniendo nervioso con influencias fantasmales?
Pareció, por una vez, hacer un esfuerzo para apartar su tristeza, su taciturnidad y su mal humor.