Goffman se licencia en Sociología en junio de 1945. Curiosamente, su foto no aparece en el anuario de su promoción. Quizá se trate ya de esa aversión a ser fotografiado que lo perseguirá toda su vida. Es hora de elección: no puede quedarse en esta licenciatura, pero, ¿a dónde ir? Hay que elegir una universidad estadounidense, porque los departamentos canadienses no tienen todavía programas de tercer ciclo muy cumplidos. Columbia y Harvard parecen muy dinámicas: no dejan de enviar a sus figuras, Parsons y Merton, en giras de conferencias y de reclutamiento al Canadá. Pero Chicago sigue conservando todo su prestigio de departamento fundador, que ha colocado a sus ex-alumnos en todos los departamentos canadienses, y muy particularmente en la Universidad «McGill», de Montreal, donde Oswald Hall sólo tiene ojos para Chicago, y en la Universidad de Toronto, donde S. D. Clark anima a sus alumnos a continuar los estudios en la «ciudad ventosa». Goffman escoge Chicago, en efecto, bajo la influencia conjunta de Ray Birdwhistell y de Liz Bott. Esta, por su parte, opta por seguir un doctorado en Antropología. Pero Dennis Wrong y otro compañero, Muni Frumhartz, parten para Columbia. La hegemonía de Chicago ha pasado.
En 1945 va a obrar la segunda matriz intelectual. «El aprendizaje racional del oficio», por emplear la expresión de Boltanski, ha sido ofrecido por dos antropólogos de tradición inglesa, el australiano C. W. M. Hart y el estadounidense R. Birdwhistell. Adquiere la disposición a la lectura intensiva, esencial para un futuro investigador. Se encuentra con maestros: Durkheim, Radcliffe- Brown y Warner. También, más discretamente, Freud y Parsons. Además, libros-fetiche:
En busca del tiempo perdido,
por ejemplo.
Lo fascinante, podemos adelantar, es la manera como este hábito científico todavía en cierne viene a reforzar el hábito de clase y a reflejar la primera matriz intelectual, la aprehensión fílmica de la realidad. En su interés por localizar sobre el terreno los índices de posición propuestos por Birdwhistell basándose en Warner, observamos, por una parte, una nueva manifestación, de manera «científica», de las preocupaciones personales de Goffman en materia de categoría social y, por otra parte, un proceder muy visual, basado en la observación del detalle que revela el conjunto. Hay que «tener ojo» para practicar esta sociología etnográfica, y Goffman, formado ya por su experiencia en el National Film Board, no puede menos de sentirse cómodo en ella.
Además, la experiencia de Toronto recoge y amplía la de Ottawa en cuanto a la «socialización» del joven Goffman, que aprende a desenvolverse en un grupo intelectual. Vemos presentarse una actitud que conservará siempre: la de «espectador comprometido». Está en el grupo, pero se va de él y vuelve cuando él lo decide. Mira más que habla. Diríase que se plantea ya la cuestión de saber cómo cumplir las condiciones de un compromiso mínimo, pero suficiente. Aunque, sin duda, esto sería querer leer con demasiada facilidad la prefiguración de la obra en los detalles de la vida. En todo caso, la cuestión: «¿Cómo estar a la vez dentro y fuera?» (del grupo de amigos, de la clase de origen, del país, de la universidad, de la disciplina, de la profesión, de la tradición, etc.) puede plantearse constantemente a la trayectoria de Goffman. Parece que todo va a ocurrir como si el cambio de posición, de la originaria a la alcanzada, acarrease una oscilación en todos los órdenes, del más personal al más institucional.
Cuando Goffman entra en el Departamento de Sociología de la Universidad de Chicago, en septiembre de 1945, se encuentra embutido en una enorme masa de alrededor de doscientos estudiantes, por causa del célebre G.
I. Bill.
El Gobierno estadounidense ofrece becas a los soldados cuyos estudios interrumpió la guerra
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. Se trata, a la vez, de parar el golpe de los once millones de hombres que regresan (sin seguridad ninguna de encontrar trabajo) y de compensar el déficit educativo acumulado (cerca de quinientos mil diplomados universitarios menos). Así, todas las universidades quedarán desbordadas durante unos años. Hay que procurar alojamientos a toda prisa, buscar más docentes y producir gran cantidad de material pedagógico.
La Universidad de Chicago, si bien ofrece enseñanza de segundo ciclo (llamado el
collegé),
es esencialmente una universidad de investigación, que da prioridad a la licenciatura y al doctorado. Los cursos se dan en forma de seminarios y los programas se cortan a medida gracias a un sistema interdisciplinario de «comisiones». Esta flexibilidad pedagógica le permitirá a la universidad absorber sin demasiado perjuicio la masa de excombatientes. Así, en Sociología, el objetivo fijado a los estudiantes sigue siendo el mismo: aprobar los exámenes generales en tres materias a elegir entre las cinco ofrecidas: Historia del Pensamiento, Teorías y Métodos, Psicología Social, Organizaciones Sociales y Demografía. Todos los medios son buenos para prepararse: los cursos, dentro del departamento o fuera, las conferencias que se pronuncian acá y allá y, sobre todo, la lectura personal y la conversación entre condiscípulos. Cada uno está llamado a ser su propio profesor y el de los demás, de acuerdo con su ritmo y con sus posibilidades económicas (muchos trabajan al mismo tiempo que estudian). La decena de profesores están para aconsejar, animar los seminarios y orientar el trabajo de investigación
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. Hay muy pocos cursos obligatorios (Investigación sobre el Terreno, por ejemplo). La mejor enseñanza es la de la hora del café, que se celebra todos los días de la semana de las dos a las tres y media de la tarde en la
commons room,
donde se reúnen estudiantes y profesores de Sociología y Antropología. Son, por tanto, años de bastante entusiasmo. Los estudiantes que llegan a Chicago gracias al
G. I. Bill
no tienen ganas de perder el tiempo. Muchos son de origen modesto; son más maduros, mayores y, muchos, casados. Tienen que recuperar años, intelectual y económicamente. Y se lanzan a fondo a la aventura intelectual, como escribirá Joseph Gusfield, también excombatiente:
Vivíamos en el barrio de Hyde Park, cerca de la universidad. La vida de estudiante de tercer ciclo se llenaba con veladas, estudios y discusiones sin fin. Los profesores y los cursos eran el acompañamiento y el catalizador, pero las discusiones eran el lugar de la acción
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.
Está claro que este ambiente de trabajo desconcierta al joven Goffman, que sólo tiene 23 años, mide 1,65m y no posee ninguna experiencia de la guerra ni del mundo. Los dos primeros años en Chicago serán muy duros: aun con el apoyo de Liz, está angustiado, escribe con dificultad, entrega sus ejercicios con retraso y falta a clase. Se encierra en casa. Sus pocos compañeros lo encuentran en pijama a cualquier hora del día y de la noche, nervioso, agresivo y fatigado. Sus profesores no están nada contentos con él. Algunos hasta piensan en eliminarlo.
Sin embargo, a partir de 1947, parece que se endereza y se va imponiendo entre sus condiscípulos y profesores. Empieza a desenvolverse dentro de un círculo de compañeros, con los que va a beber una copa por la tarde y a jugar al béisbol los domingos por la mañana. A veces, llega incluso a burlarse de sí mismo: llega al refectorio con un «pastrami» (paletilla de buey ahumada) empaquetada en papel graso, como un emigrante de Europa Central, y, manejando el cortaplumas, reparte rodajas entre sus compañeros. Pero su humor más agudo lo practica con éstos. Cada uno de ellos sabe que, más tarde o más temprano, será objeto de un pullazo. La única contestación posible era devolvérselo. Entre ellos, lo llaman «puñalito». De hecho, quienes lo conocen íntimamente, como Saúl Mendlovitz, que va a comer con Erving muy a menudo a la esquina de las calles 63 y de Woodlawn, saben bien que no se trata sino de un rito judío en la conversación, el
kibbitz,
cuya única finalidad es la de consolidar las amistades. Gana el que tiene el ingenio más vivo, la palabra más penetrante, y la respuesta más terrible. «Charlábamos como dos rabinos, perdiendo el aliento, hasta las dos de la madrugada», recuerda Mendlovitz, que no ha olvidado, como si la reunión hubiese sido ayer, los nombres de los amigos de aquella época: Dick Jeffrey, Jerry Carlin, Bob Habenstein, Bill y Ruth Kornhauser, Joe Gusfield, Greg Stone, Fred Davis, Bill Westley y Howie Becker. Casi todos son judíos y casi todos se han labrado un nombre en la sociología estadounidense, conocidos no sólo en su país, sino en todo el mundo
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. A mediados casi del siglo, todavía están lejos de sospecharlo. Pero, cuando en una reunión, alguno lanza la pregunta: «¿Quién será famoso dentro de veinte años?», la respuesta es rápida: «¡Erving!». Ciertamente, esta anécdota es demasiado bonita para ser de todo punto verdadera, pero refleja bien el recuerdo que guardan de él sus compañeros: es patente que, como en Toronto, su ascendiente intelectual los ha impresionado a todos, de una manera u otra. Un día de 1947, recuerda Howard Becker, entonces muy joven estudiante de segundo año, uno mayor, Bernard Meltzer, le hace saber que Goffman quería comer con él: «Yo me sentí llamado por el Papa». La comida fue dura: Goffman quería saberlo todo sobre el mundo de los músicos de jazz, que Becker conocía bien, por ser pianista. «El examen fue más profundo que el de defensa de mi tesis», contará posteriormente, no sin ironía
[35]
.
Los compañeros son, pues, los primeros profesores de Goffman en Chicago. Todos leen una enormidad, y él más que cualquiera. Son diversas sus fuentes de inspiración. Conoce a muchos estudiantes de Antropología, probablemente por medio de Liz Bott, inscrita en los cursos de doctorado de esta especialización. Tiene otros compañeros en
Human Development
(psicología clínica de orientación psicoanalítica), que se psicoanalizan. Goffman parece que no lo hizo nunca, pero los escritos psicoanalíticos están lejos de serle desconocidos, de Freud a Reich.
Saúl Mendlovitz es otra fuente de aprovisionamiento. Hablan sin cansancio de sus lecturas, se intercambian títulos y tratan de convencerse de leer este u otro autor. Goffman lee una enormidad de literatura. Considera que Proust es extraordinario, pero Mendlovitz se opone: «No dice nada que no se vea en cinco minutos en una reunión». Evidentemente, se trata de una provocación deliberada para que Goffman vuelva a lanzarse al ataque, no enteramente victorioso. Pero sí logran intercambiarse los nombres de dos filósofos marginales, que merodean entonces por la universidad.
Mendlovitz ha descubierto a un exiliado austríaco, Gustav Ichheiser, que da un curso de Sociología de la religión en Chicago para ganarse unas perras, pero que es principalmente un gran fenomenólogo husserliano fracasado..., por ser demasiado agresivo con todos
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. Mendlovitz ha conseguido familiarizarse algo con él y ha leído todos sus libros y artículos, que pasa enseguida a Goffman. No hay duda: el largo texto de Ichheiser, que acaba por salir en 1949 en un suplemento del
American Journal of Sociology
bajo el título «Los Equívocos en las Relaciones Humanas
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», es una de las fuentes de inspiración de Goffman.
Este, por su parte, se ha prendado de un filósofo mucho más curioso, que dirigió un seminario sin creer demasiado en lo que decía (no paraba de contar chistes). Su nombre, ya célebre, pero sospechoso de herejía: Kenneth Burke
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. Goffman ha leído y releído sus libros
Permanence and Change
(publicado en 1935) y
A Grammar of Motives
(publicado en 1945). Quizá descubriese en ellos la noción de «perspectiva por incongruencia» y el modelo «dramático» de las relaciones humanas («Los hombres encarnan papeles, los cambian y participan de ellos»). Dos claves más para comprender la obra venidera.
Otros recursos bibliográficos, además de los compañeros, son los cursos y los profesores: no sólo los cursos del Departamento de Sociología, sino los de toda la universidad. Parece que Goffman va picoteando casi por todas partes, sobre todo, en el
college
, esa especie de facultad de segundo ciclo de la universidad. Hay un curso particularmente famoso: «Ciencias Sociales II», que se da a la vez bajo la forma de lecciones magistrales y de seminarios en los que se criban más a menudo los «textos sagrados»
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. Un grupo de profesores prestigiosos (o que pronto lo serían: Daniel Bell, C. Wright Mills y David Riesman, por no citar más que tres nombres de diecisiete) se reparten los ochocientos estudiantes, a los que hacen leer a Freud
(Malestar en ¡a Cultura),
Marx, Weber, Durkheim, Mannheim, Piaget, etc. Intervienen con regularidad conferenciantes de fuera. Uno de sus favoritos es Bruno Bettelheim. ¿Está Goffman entre el público? Nada nos permite afirmarlo, pero no es dudoso que, al menos, participase a menudo en el curso, como muchos condiscípulos suyos de Sociología.
Además, tenemos el mismo departamento. La Sociología de Chicago es el
non plus altra
americano, o por lo menos de eso están convencidos profesores y estudiantes (en la misma época, están menos seguros en Harvard y en Columbia). Cuando un estudiante entra en el Social Sciences Research Building, piensa que todos los grandes nombres de la Sociología americana han hecho el mismo gesto, desde William Thomas hasta Robert Park. Y a la vuelta de un pasillo, puede toparse con un Wirth, un Blumer o un Hughes, personalidades conocidas en todo el país, firmas regulares del
American Journal of Sociology,
la primera revista estadounidense de sociología, editada desde su fundación por el departamento. Por tanto, el joven estudiante de Chicago puede tener el orgullo de un normalista francés: está en el centro del mundo, no necesita saber más. Howard Becker explica bien este sentimiento:
Sabíamos que había otras maneras de hacer sociología, pero éramos muy pocos los que las tomábamos en serio. Al crecer dentro de esta tradición y en este lugar, adquirí una arrogancia teórica, es decir, el reconfortante convencimiento de que, en lo esencial, había aprendido toda la teoría general que me llegaría a hacer falta, desde Hughes a Blumer, y que esta teoría sería lo bastante buena para tratar cualquier problema que pudiera presentarse
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.
En el Departamento, y entre el cuerpo docente, la atmósfera de consenso es menor de lo que haría creer la expresión «escuela de Chicago»
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. Están los viejos y los jóvenes, los «cuantitativos» y los «cualitativos», los hombres de acción y los hombres de pensamiento. Estas diferencias son las que advierten los estudiantes y orientan su elección de los cursos optativos y de su director de tesis. Ciertas tensiones forman parte del folklore estudiantil. Otras parecen más reales, como la que hay entre Hughes y Blumer, a pesar de una afinidad de ideas y métodos que habría debido acercarlos. Pero, como ha dicho el maestro común de todos ellos, William Thomas, cuando los individuos definen una situación como real, ésta es real en sus consecuencias. Los estudiantes, como dirá posteriormente uno de ellos, al ver «divisiones» y «abismos» entre sus profesores
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, se adhieren a uno u otro, y estas adhesiones crearán generaciones paralelas que hoy todavía siguen siendo reales.