Los milagros del vino (9 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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Hundido en la pena, Podalirio miró a su amigo, rechinó los dientes y gritó:

—¡Es verdad que le insulté! ¡Le mandé callar! Le llamé vieja plañidera y… ¡culona!

Galión se llevó la mano a la boca para contener la risa.

—¡Por favor, no te rías! —le rogó el sacristán, asiendo los pliegues de su toga.

El procónsul se apartó de él con ternura y fue hacia el gran armario que estaba a la derecha. Sacó dos copas y una bonita vasija de vidrio, sirvió vino y dijo:

—Es que la cosa tiene gracia… —soltó una risita—. En fin, bebamos un trago para serenarnos.

Podalirio refrescó su seca boca con el vino y luego suspiró profundamente. Con vergüenza y sinceridad, confesó de nuevo:

—Le insulté, amigo mío. Le insulté poseído por una ira más fuerte que mi voluntad.

—¿Y qué ibas a hacer? —dijo con tranquilidad Galión—. Es muy humano perder la paciencia. ¡Por Júpiter, no te mortifiques más con este asunto!

Podalirio fue hacia una de las ventanas y perdió la mirada en el limpio cielo. Estuvo así durante un rato, como meditando. Después, emocionado, le contó a Galión:

—Todo esto es muy extraño. Resulta que ese mismo día que insulté al hierofante, antes de despertar por la mañana, soñé en mi cama algo parecido a lo que en realidad sucedió después. Tuve una especie de pesadilla en la que me enfrentaba a Epafo y le gritaba enardecidamente. ¿Crees lo que te digo?

—Claro que sí, amigo mío —respondió Galión con franqueza—. Esas cosas suelen pasar. Digamos que fue el propio Asclepio quien quiso prepararte en sueños para lo que iba a suceder. O tal vez fue el mismo dios quien te impulsó a ello…

El sacristán se rascó la cabeza, nervioso.

—¿Qué quieres decir?

El procónsul se acercó a él y le llenó de nuevo la copa. Con gran sinceridad, le explicó:

—Querido amigo, bien sabes cómo me precio del tesoro de tu amistad. Eres ciertamente un hombre sereno y equilibrado. Muy escasas veces, creo que ninguna, te he visto tan desolado como ahora. Tu cordura es digna de toda admiración. Debió de ser en Epidauro, en aquel ambiente pacífico, salutífero y sosegado, donde adquiriste tan envidiable temperamento. Tu gran sabiduría, ese dominio de sí, esa entereza… En fin, ¿vas a perder ahora los pilares que sostienen tu alma grande y generosa? ¿No has llegado a pensar que tal vez se trate de justo lo contrario? ¿Que sea el dios quien quiere librarte de algunas cosas que amenazan el equilibrio de tu ser?

—Sigo sin comprender a qué te refieres —observó taciturno Podalirio.

El procónsul dejó su copa sobre la mesa y luego le quitó a él la suya. Agitando las manos con resolución y señalando hacia el cielo que se veía azul en la ventana, propuso:

—Hace un día precioso. ¿Vamos a dar un paseo?

—¿Ahora?

—¡Pues claro! De vez en cuando conviene ser indulgentes con el espíritu, y hay que darle descanso. A ti y a mí nos vendrá bien vagabundear por los campos, para que nuestras almas se sientan grandes y se levanten, bajo un cielo limpio y respirando aire puro.

Aunque estaba abatido por el ajetreo de los últimos días, a Podalirio no le pareció mal la idea. Ambos se echaron los mantos por los hombros y salieron del sólido edificio del pretorio. Un par de guardias robustos los seguían a distancia, escoltando al gobernador. En la calle, la gente saludaba con gran reverencia y se apartaba a su paso, muy sorprendida por ver así al procónsul romano, a pie y con la naturalidad propia de un ciudadano normal y corriente.

Como solían hacer, abandonaron el área central de la ciudad y fueron caminando hasta la puerta de Fliunte, que se abría hacia el norte. Había llovido y el aire estaba fresco y perfumado en los campos. Entre la hierba resplandecían los charcos, e inclinados sobre ellos, crecidas matas de malvas aún sin flores. Se divisaba el declive de las colinas y algún prado muy verde. Los pájaros cantaban, animados por el sol alto del mediodía. Entonces el empinado y serpenteante camino que ascendía hacia la Acrocorinto atrajo la atención de Podalirio, y el procónsul se percató de que miraba melancólicamente en aquella dirección.

—¿Estuviste con ella hace poco, verdad? —le preguntó Galión.

Sonrió él y musitó:

—¡Qué preciosa es! Si no fuera por ella…

Siguieron caminando en silencio y, como si estuvieran de acuerdo en el recorrido, emprendieron un sendero que discurría entre olivos viejos y retorcidos, hasta llegar al lugar donde se alzaba un enhiesto y altísimo ciprés, en un claro, junto a un túmulo pequeño de mármol, único indicio de lo que decían era la antiquísima tumba de un sabio.

Iban allí de vez en cuando, porque ambos compartían la admiración por el hombre cuyos huesos reposaban bajo esas piedras, Diógenes de Sínope, que había vivido en Corinto hacía más de tres siglos. El mismo de quien se contaba que, estando un día tomando el sol, el gran Alejandro, que pasaba por allí, se acercó para preguntarle qué podía hacer por él, pensando en concederle riquezas u honores, a lo que el sabio le contestó secamente: «¡Apártate!, que me tapas el sol».

Porque Diógenes perteneció al grupo iniciado por un discípulo de Sócrates y contemporáneo de Platón, llamado Antístenes, quien, más que una escuela, inauguró un modo de vida propio. Decidieron aquellos griegos de entonces ser francos al hablar, libres y faltos de pudor en sus costumbres; austeros, iban descalzos, barbudos y desaliñados; en lugar de túnica usaban una especie de ropón de tejido basto y sin forma concreta, con el que se abrigaban durante el día y que les servía de manta por las noches; con alforja al hombro y un bastón en la mano, andaban por ágoras y mercados, en lugares públicos y ciudades, con desprecio de los honores del mundo y los bienes materiales, predicando sin vergüenza alguna y sin miedo. De Diógenes en particular se recordaba que dormía en un tonel al aire libre y que defecaba y copulaba a la vista de todos.

No es que Podalirio desease para sí ese género de vida, pero se sentía seducido por algunas ideas de los cínicos; como evitar tener enemigos, ni siquiera adversarios, y la autosuficiencia y desprendimiento con respecto al dinero.

También Galión sentía cierta admiración por los cínicos. Aunque él era mucho más amigo de los estoicos, por haber sido discípulo en Roma del maestro Átalo, que dejó en él una profunda impresión.

El procónsul y el sacristán del Asclepion compartían muchas ideas. Ambos recordaban con pena el pasado glorioso de la Hélade y coincidían en querer descifrar los signos de estos tiempos nuevos tan extraños, en los que parecían descubrir una sociedad un tanto absurda, tal vez cansada, que se entregaba a la superstición y miraba encandilada hacia los misterios de ultratumba que exportaba el Oriente. Como hombres inteligentes, tenían la clara conciencia de que muchos de los ritos estaban corrompidos y de que las enseñanzas secretas habían sido imperfectamente transmitidas. Desconfiaban de la mayoría de las tradiciones y de los cultos de la religión, aunque no lo manifestaban en público, para no dar motivo de escándalo. Sin embargo, no podía decirse que se consideraban ateos. A pesar de que en cierto modo simpatizaban con éstos, por su sereno comportamiento, y por parecerles su actitud hacia los dioses más digna y eficaz, pues estimaban preferible no creer en ellos a imaginárselos como se los imaginaban algunos.

Y esa actitud de ambos, aunque lúcida, no estaba exenta de grandes contradicciones. En el caso de Podalirio, resultaba muy difícil conciliar las ideas cínicas y estoicas con los usos propios del Asclepion: los sacrificios de víctimas, las ofrendas consumidas delante del ara, el sueño de los incubantes, las serpientes sagradas que se criaban en el templo, los exvotos y, sobre todo, los delirios del hierofante. Quería el sacristán llevar una vida estricta, simplificada, renunciando a las pasiones, a la ira, endureciéndose frente a todo atentado exterior, en constancia y solidaridad con los sufrimientos humanos; orientándose en suma a vivir bien, en virtud, para aprender a bien morir. Cada día descubría que su lucha no tenía tregua. Le rodeaban demasiadas circunstancias adversas: la solicitud exasperante de su mujer, la irracionalidad de los fieles, las prácticas supersticiosas, la omnipresencia y la intransigencia del hierofante, así como muchas otras cosas, ¡nada más que eso, «cosas»!, como las cochinas habas que habían terminado de poner patas arriba todos sus denuedos por vivir en un orden sereno e inalterado.

Tampoco es que pudiera decirse que Galión fuese un hombre reconciliado consigo mismo. ¿Cómo podían convivir en su persona los ideales estoicos, la austeridad, la pobreza, con su cargo y sus muchas riquezas? Había un contraste demasiado evidente entre lo que predicaban esta clase de filósofos y su vida opulenta e influyente. Solía Galión ponderar la moderación en la comida y la bebida, el decoro, la prudencia y la templanza con respecto a los placeres. Pero de igual manera se pirraba por la buena mesa, los mejores vinos y las mujeres bellas. Raramente se perdía alguna fiesta.

El procónsul aprovechaba el paseo para disertar didácticamente:

—Hay que ser indulgentes con el espíritu, y hay que darle descanso una y otra vez. De vez en cuando, un viaje agradable y el cambio de aires nos darán fuerzas, como también un banquete o una bebida más generosa. Algunas veces incluso hay que llegar hasta la embriaguez… Porque, en efecto, el vino deshace las preocupaciones, remueve el espíritu desde lo profundo y cura la tristeza.

Podalirio, en su reflexiva y sobria manera de mirar el mundo, era reacio a seguir estos consejos.

—Puede que tengas cierta razón. Mas también debe considerarse que la bebida crea hábito primero y después vicio que terminará esclavizando al hombre.

—¡Oh, nada de eso! Precisamente al inventor del vino se le llamó
Líber
, no por licencia de la lengua, sino porque libera al espíritu de la esclavitud de las preocupaciones y lo desata, lo refuerza y lo hace más audaz.

Podalirio se sentó en una piedra grande, frente a la tumba de Diógenes. Permaneció en silencio con las manos entrelazadas sobre el regazo, como meditando y tratando de hacer suyos los consejos de su amigo. Una vez más de tantas, alguien le decía lo que debía hacer. Y pensó pues en obedecer aquellas recomendaciones, como se hace cuando el médico prescribe una medicina. Tal vez Galión tuviese razón y lo mejor fuera darse al vino por algún tiempo para liberar el espíritu oprimido. Pero le atemorizaba mucho la embriaguez, la privación del juicio. Dioniso, ciertamente, le parecía un dios extraño e inquietante.

Como si pensara en voz alta, dijo preocupado:

—Empiezo a temer volverme loco. Nunca antes me había sucedido algo semejante…

El procónsul rió a carcajadas. Pero, al ver la hosquedad del sacristán, calló enseguida.

Podalirio le miraba muy serio y, emergiendo de sus inquietudes, le preguntó:

—¿Por qué insinuaste antes, en el pretorio, que tal vez fue el propio Asclepio quien me empujó a insultar al hierofante?

—No me refería a eso exactamente —respondió con sencillez Galión—. Quería decir que posiblemente el dios influyó en ti mediante el sueño que tuviste con anterioridad a tu disputa con Epafo.

Escudriñándole con la mirada, preguntó entonces Podalirio:

—¿En verdad piensas que al dios le interesaba que yo enloqueciese de aquella manera?

—Bueno —sentenció Galión—. Si creemos al poeta griego: «Alguna vez incluso hasta estar loco es agradable». Y también dijo Platón: «En vano ha golpeado las puertas poéticas el que está cuerdo»; o Aristóteles: «Ningún gran genio existió sin mezcla de locura». Quieren decir con ello que no puede hacerse nada grande, sublime, que sobresalga por encima de los demás, si no es con la mente alterada. Creo, querido amigo, que fue Asclepio quien pidió socorro a su padre Apolo para que te encendiera con su ira sana y justa. Él te alejó ese día de tus habituales frenos y te arrastró, conduciéndote allí donde tú solo no te hubieses atrevido a llegar.

El corazón de Podalirio palpitó con fuerza. Replicó impaciente:

—¿Y con qué fin?

El procónsul suspiró.

—¿No te das cuenta? ¿Acaso no eres consciente de que lo justo, lo más adecuado en este caso es que tú, y no Epafo, seas el hierofante del Asclepion de Corinto? Por eso el dios te anunció en sueños que le gritarías a la cara, y por eso después te enardeciste despierto. Porque las supersticiones absurdas de Epafo no conducen a nada. En cambio, tú eres el hombre sereno, bueno y cabal que necesita ese santuario dedicado a la salud de las gentes.

Podalirio abrió los ojos de par en par y, desalentado, exclamó:

—¿También tú me vienes con eso? ¿Es que todo el mundo está empecinado en que le arrebate el cargo a Epafo?

—Debes ser capaz de comprender que ésa será la solución de todos tus problemas.

El sacristán se puso en pie desesperanzado y deambuló con pasos nerviosos por los alrededores de la tumba.

El procónsul le seguía, imprecándole:

—¡Sé razonable, hombre! Aprovecharemos este pleito para quitarnos de encima a Epafo. La sociedad de Corinto ganará mucho con el cambio. Al menos, si no lo haces por ti, hazlo por los fieles de Asclepio.

Podalirio opuso:

—¿Y él? ¿Qué hará? ¿Será entonces Epafo el sacristán y yo su superior? ¡Qué disparate!

El procónsul le asió por el manto y logró detenerle. Le miró fijamente a los ojos y apuntó:

—Que se marche él de Corinto. Ése será el comienzo de tu felicidad, amigo mío. Déjalo de mi cuenta…

Podalirio movió la cabeza con tristeza.

—¡Nunca he pedido nada! ¡Sólo quiero vivir en paz y con la conciencia tranquila!

Galión le puso las manos en los hombros, sonrió y propuso:

—Anda, vayamos a beber a mi casa. El vino nos ayudará a descubrir lo que será más conveniente. ¡Libera de una vez tu espíritu!

Podalirio, haciendo un gesto de desánimo con la mano, contestó:

—¡Ni hablar! Si me emborracho ahora me sumiré aún más en las sombras…

Dicho esto, se marchó de allí apresuradamente, ante los ojos estupefactos de su amigo. Éste, yendo tras él, le gritaba:

—¡Podalirio, hazme caso! ¡Podalirio, no regreses al Asclepion! ¡No vayas allí! ¡No empeores las cosas…!

El sacristán pasó por delante de los guardias, que le miraban con cara de no comprender nada. Uno de ellos le reconvino:

—El procónsul te llama. ¿Le vas a dejar con la palabra en la boca?

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