Los milagros del vino (25 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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—Oh, no; ahora no me interesa eso —respondió Podalirio—. Y no te preocupes, pues esto que me has recomendado es en verdad algo interesante.

El bibliotecario se puso muy contento.

Capítulo 23

Galión miraba a Podalirio desplegando una sonrisa escéptica mientras éste le contaba la conversación que había mantenido con Ródope en la casa de Titio Justo.

—En la biblioteca encontré lo que Publio Ovidio Nasón había escrito sobre esa leyenda de Frigia. Un cuento muy hermoso, sin duda. Pero nada pude hallar acerca de lo que esos extraños judíos les habían manifestado a las gentes de Listra sobre un dios venido a la Tierra.

El procónsul soltó una risa enigmática y luego dijo:

—Yo te puedo explicar algo al respecto.

El rostro de Podalirio se iluminó.

—¿De veras?

—Claro. En Roma, que es el vertedero de todas las estupideces que se inventan en el mundo, ya hemos tenido conocimiento de esas historias. Los judíos han estado aireando sus ansiedades últimamente y no me sorprende que ya haya alcanzado estas costas la ventolera de sus locuras.

—Por favor, cuéntame de qué se trata; me invade una gran curiosidad.

—No me extraña —comentó Galión—. Es algo verdaderamente sugestivo: las profecías que desde antiguo alimentan las esperanzas de una parte de la humanidad. Se vislumbra en ellas un tiempo en que todos los males de este mundo serán reparados, la Tierra conocerá una paz eterna y un gran rey, ungido por la divinidad, se sentará en el trono más excelso. A esta figura, a este ungido, se le conoce entre los judíos como el
Mesías
, que traducido al griego se dice
Christos
; una especie de hijo de dios reinando sobre los hombres.

Podalirio frunció el ceño y replicó:

—Si te refieres al viejo mito del rey de reyes que ya sedujera al gran Alejandro y a una parte de la humanidad hasta nuestros días, será mejor que no sigas dando explicaciones… Conozco muy bien las historias de esos soberanos exaltados como dioses por encima de sus súbditos y de los pueblos conquistados por ellos. ¿Qué diferencia hay entre esas fábulas y los inventos de Virgilio, por ejemplo, para hacernos creer que Augusto es un dios?

—¡Oh, no! No me refiero a los dioses reyes de hombres, ni a la égloga IV de
Las bucólicas
. Aunque, en cierto modo, este asunto de los judíos puede llegar a parecerse a eso, pues los hebreos conservan un buen número de escritos antiguos de oráculos que anunciaron la venida de ese…, llamémosle, «enviado de los dioses». Por eso andan ahora revueltos, porque una parte de ellos se empeña en demostrar que el ungido, el Christos, ya está aquí. Y mira si habrán llegado a ser tenaces y exaltados en esto que, en la misma Roma, los alborotos fueron de tal importancia que el emperador Claudio expulsó a todos los judíos de la urbe. Fue un gran escándalo el que se armó.

—En efecto —asintió Podalirio—. Eso que me cuentas guarda relación con lo sucedido en Listray Antioquía.

Pero ¿puedes darme algún dato acerca de los muertos vueltos a la vida y de otros milagros que dicen acaecer?

Al procónsul le brillaron, burlones, los ojos entreabiertos, y respondió:

—Ésa es precisamente la mayor necedad de todas. Y poco puedo decirte al respecto. Sólo sé que el tal Christos fue un agitador de las multitudes, lo cual le valió la condena a muerte; fue colgado en la cruz y, después de muerto y enterrado, empezaron sus seguidores a propagar el infundio de que había resucitado y andaba por ahí apareciéndose a la gente. ¡Patrañas de judíos!

—¡Qué raro! —suspiró Podalirio—. Todo esto me suena… Es como si tuviera la sensación de haberlo escuchado anteriormente…

—No me extraña. Es un cuento que está muy en boga de un tiempo a esta parte. Los soldados y los mercaderes, que se pasan la vida de una parte a otra del orbe, traen y llevan las más disparatadas historias entre Oriente y Occidente.

—Posiblemente me lo hayan contado antes y ya no recuerdo quién fue.

Galión le dirigió una mirada llena de curiosidad y le preguntó impulsivamente:

—Pero… ¿a qué se debe ese interés tuyo tan grande por todo esto?

—A decir verdad, no lo sé. Supongo que será porque se trata de un misterio novedoso. Todo eso que Ródope me contó despertó en mí una sensación difícil de explicar…

El procónsul se echó a reír.

—¡Ay, Podalirio, qué hombre tan peculiar eres! ¿Cuándo vas a empezar a disfrutar de la vida en vez de pasártela haciéndote preguntas?

El sacerdote ignoró la demanda de su amigo y permaneció durante un rato sumido en sus cavilaciones. Luego dijo:

—Me gustaría hablar con esos judíos acerca de todo esto.

—¿Para qué?

—¡Qué sé yo! Se me ha despertado la curiosidad.

Por primera vez durante aquella conversación, Galión se puso serio.

—¿Aceptas un consejo?

—Claro. Sabes que suelo tener muy en cuenta tus reflexiones. Pero te advierto de antemano que no beberé vino ni iré a danzar a parte alguna. A ti te servirán esos remedios; pero comprende que a mí, en vez de serenarme, me alteran y me causan complicaciones.

Galión soltó una carcajada.

—¡Qué exageración! A nadie puede sentarle mal un rato de diversión, amigo mío.

—No retornemos a esa discusión —replicó ceñudo Podalirio—. Esta vez no me convencerás para que caiga en brazos del Liber. Ve tú con Dioniso, si te apetece, pero a mí déjame con mis preguntas. Además, Nana se pone hecha una fiera cada vez que llego oliendo a vino.

—Está bien, está bien… No era mi intención esta vez llevarte a beber o a danzar. El consejo que quiero darte nada tiene que ver con eso.

—Entonces, soy todo oídos.

El procónsul meditó largamente antes de iniciar su perorata.

—Mi buen Podalirio, de ninguna manera pienses que no comprendo tus preocupaciones, esas ansiedades que agitan tu alma justa y pura. Pues he llegado a la conclusión de que el espíritu humano puede abrazar dos estados: uno grande, en el que se incluyen dioses y hombres, que es la contemplación, nos suscita todas las preguntas; el otro, en cambio, es menor, pero obligado, pues a él nos adscribe el solo hecho de nacer, y es simplemente vivir con todas sus consecuencias. Algunos se entregan al mismo tiempo a ambos estados, al mayor y al menor; algunos sólo al menor, otros sólo al mayor.

»La naturaleza nos concedió un carácter curioso y, consciente de su habilidad y su belleza, nos engendró como espectadores de un magno espectáculo. Algunos navegan y sufren las fatigas de su viaje larguísimo con la condición de conocer algo escondido y lejano; escudriñan lo que está encerrado, investigan lo que está oculto, tratan de resolver los enigmas del pasado, las antigüedades misteriosas de la humanidad, y para ello escuchan las costumbres de pueblos extranjeros, indagan en los viejos libros…

»Eso es lícito, porque quienes alcanzan ese estado mayor se sienten llamados a descubrir grandes cosas: si la verdad es una o múltiple, qué es la virtud, si la naturaleza o la enseñanza hace buenos a los hombres; si es uno lo que comprende mares y tierras, si está incluido en ellos, o si dios está esparcido en muchos cuerpos similares; si es continua y plena la materia de la que todas las cosas proceden, o si, por el contrario, el vacío está mezclado en lo sólido; cuál es la sede de dios, si contempla únicamente su obra o interviene en ella; si la rodea exteriormente o está incluido en el todo; si el universo es inmortal o hay que contarlo entre lo caduco; si nacemos o no con un fin…

Con expresión rebosante de emoción, Podalirio exclamó:

—¡Ése es mi estado, en efecto! ¡Qué bien has sabido expresarlo!

—Pues no debes renunciar a la búsqueda de tu verdad —le respondió Galión—. Ya ves, según lo que te he dicho, yo soy hombre de acción y a la vez contemplativo; me hago preguntas, como tú, mas no sufro inquietud alguna por ellas; a la vez me interesa la vida en sí misma y, ¿por qué negarlo?, amo el placer… Mas tú, amigo mío, no descansarás hasta que no des con eso que añoras en el fondo de tu alma… ¿verdad que lo sientes así?

Un reguero de lágrimas se deslizó por el rostro arrobado de Podalirio.

—¿Y qué puedo hacer? —sollozó—. ¡Oh, Asclepio! ¿Me volveré loco?

—No —contestó con una sonrisa consoladora el procónsul—. Déjate llevar e indaga; prosigue tu búsqueda, suelta las riendas y corre tras tu verdad… Eres tal vez un testigo llamado a contemplar ciertas cosas. ¡Encuéntralas!

—Pero… ¿dónde?

Galión sonrió enigmáticamente.

—Creo que debes ir al encuentro de esos judíos. En nada pueden perjudicarte sus necedades; sino que, por el contrario, sanarás esa curiosidad acuciante. El desengaño es doloroso, como algunas medicinas que en su desagradable sabor llevan la salud. Pero de eso tú sabes más que yo por ser médico.

—Sí —asintió feliz Podalirio—. ¡Qué buen consejo!

—Espera, porque aún no he terminado —repuso el procónsul.

—Tú dirás.

Galión le puso la mano en el hombro y dijo:

—Ve a Delfos.

—¿A Delfos?

—Sí.

—¿Para escuchar la voz de Apolo? —preguntó con extrañeza Podalirio.

El procónsul se quedó mirándole directamente a los ojos. Al cabo, respondió:

—Para escuchar tu propia voz. No olvides las sentencias fundamentales de la antigüedad que están inscritas en la fachada del templo. Una de ellas, tal vez la más importante, reza: «Conócete a ti mismo». También está allí inscrita en oro la simple letra «E», que, aunque nadie sabe a ciencia cierta su significado, tal vez quiera decir «Tú eres». No hay verdad más grande que ésa: todo lo que deseas saber ya está en ti mismo. La Pitia no podrá revelarte en su oráculo nada que en el fondo no sepas, aunque quieras ocultártelo. Por eso debes ir a Delfos después de escuchar lo que tengan que decirte esos judíos.

—Hablaré con los judíos —observó Podalirio—. Pero me pensaré mucho lo de ir a Delfos. Ya estuve allí en cierta ocasión, cuando era joven. Entonces no consulté a la Pitia, pero guardo un recuerdo un tanto confuso de todo aquello… No sabría decir por qué, así que no me preguntes.

—Pues insisto en que deberías ir.

—Me lo pensaré.

Galión sonrió e insistió reverentemente:

—Apolo no hará sino ayudarte a hablar contigo mismo. Igual que Baco te ayuda a liberarte de ti mismo…

—¡Oh, no empecemos con lo del vino! —replicó Podalirio con un tono alegre que disimulaba su turbación—. Estoy muy agradecido de tus sabios consejos, pero hoy no beberé; debo ir a la biblioteca para poner en claro mis ideas.

Capítulo 24

Era media tarde y Podalirio caminaba por el sendero que discurría entre almendros en dirección al Asclepion. Regresaba de la biblioteca, donde últimamente se entregaba durante horas a los libros intentando hallar respuestas a las preguntas tan acuciantes que se despertaban en su alma. Por encima de los laureles sagrados, divisó las terrazas y los tejadillos del templo. También se fijó en una bandada de aves que iba volando muy alto desde el mar, hacia el sur. A pesar de ser todavía temprano, un vientecillo fresco parecía provenir de las lejanas colinas. El verano empezaba a querer irse. Se percibía nítidamente el aroma del estío agotado y la luz de septiembre languidecía en el poniente, sobre las copas verdes de los pinos, en las pardas laderas y en las cresterías rocosas.

Antes de adentrarse en el bosque de cipreses, Podalirio vio una oscura corneja posarse en un arbusto. Se detuvo y se quedó como abstraído, mirándola, sin poder evitar que acudiera a su memoria el nombre de Corónide, la madre del divino Asclepio, que fue amada por Apolo. Poco después sintió un penetrante olor a flores marchitas que llenó su corazón de turbación y de una extraña tristeza cuya causa ignoraba. En alguna parte había un ser u objeto que angustiaba su espíritu, pero era algo completamente exterior. Tal lo sentía.

Al llegar frente al portal de su casa, comprendió qué era lo que tanto le desazonaba: había allí una de esas pequeñas carretas que se usaban para trasladar a los muertos. En ella descansaba el bulto de un cadáver, completamente tapado por el blanco sudario y rodeado de rosas y mustios hibiscos.

«¡Mira que tengo dicho que no traigan difuntos a las puertas del templo!», pensó Podalirio. Pues era ésa una desagradable costumbre que se iba imponiendo últimamente, pero que nada tenía que ver con el culto de Asclepio.

En ese momento, como una sombra que brotaba de entre los laureles, apareció una mujer pequeña, cubierta de la cabeza a los pies con un negro manto.

El sacerdote se sobresaltó. Pero enseguida reparó en que se trataba de la enana Nice. Ésta descubrió ante él su rostro menudo transido de dolor y unos ojos tristísimos.

Ambos se miraron durante un rato, sin decir nada; mientras, se iba acumulando en el pecho de Podalirio un vacío infinito.

—¿Qué ha pasado…? —preguntó él con una voz que no le salía del cuerpo.

Nice gimió sin poder hablar. Luego contestó, señalando hacia la carreta:

—Ella está ahí.

Podalirio palideció.

La enana fue entonces hacia donde estaba el cadáver y retiró las flores y el sudario delicadamente, con veneración: el rostro bello de Eos, sereno y lívido, apareció ante los ojos espantados de Podalirio.

—¡Oh, dios…! —exclamó, aproximándose estremecido hacia la carreta.

Como si estuviera ante una visión irreal, contempló el cuerpo inerte, tendido entre sedas y pétalos mortecinos, vestido con una túnica blanca de fiesta y adornado con oro y perlas; la piel brillaba por una mixtura de cera y los bonitos labios color cereza estaban entreabiertos.

Sobrecogido, paralizado, sintió cómo se le agarrotaba la garganta y le faltaba el aire. Luego estalló en una tormenta de lágrimas y sollozos, arrojándose sobre ella. El mundo desapareció entonces para dejar espacio a su inmensa congoja.

Anochecía mientras la pequeña criada de Eos, con entristecida voz, le contaba a Podalirio:

—Eos sabía que tenía un tumor en el pecho. Había visto padecer a otras mujeres de ese mal y siempre temió que Afrodita tuviese reservado para ella ese final. La diosa es vengadora, implacable… ¡Así es la Citera!

Podalirio preguntó, aturdido:

—¿Cómo fue?

Nice explicó con pena:

—Alguien le proporcionó un veneno; una pócima hecha con setas, creo… ¡Oh, dioses, no pude convencerla! Estaba tan decidida…

Él la reprendió:

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