Los masones (8 page)

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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Los masones
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La masonería, según Cagliostro, no implicaba, desde luego, una ruptura con concepciones ya muy extendidas en aquella época. La referencia a Isis y Osiris, a los arquitectos egipcios, a Platón y los misterios y a tantas referencias al país del Nilo en la Antigüedad ya había sido adelantada por autores masónicos y, como vimos en el primer capítulo, sigue siendo común en la actualidad. Cagliostro, sin embargo, la sistematizó en un libro titulado
Ritual de la masonería egipcia
, donde pueden percibirse influencias de distintos masones de la época y que presenta claros paralelos con obras masónicas posteriores debidas a autores de la talla de Albert Pike o Manly P. Hall.

El rito egipcio de la masonería —que tenía una versión masculina y otra femenina— estaba presidido por el Gran Copto (un sobrenombre de Cagliostro), del que dependían doce maestros a los que se denominaba profetas y siete maestras llamadas sibilas. Los mandamientos del rito eran los propios de la masonería, como, por ejemplo, el amor a Dios y al prójimo, y el respeto al soberano y a las leyes. Sin embargo, lo realmente atractivo e interesante era lo que prometía el rito a los adeptos. Fundamentalmente, eran cuatro cosas: la visión beatífica, la perfección, el poder de invocar a los espíritus y las regeneraciones física y moral. En resumen, se trataba de un programa gnóstico —como gnóstica es esencialmente la masonería— que pretendía levantar al hombre de los efectos de la caída de Adán, reuniéndole con la divinidad (la visión beatífica), enseñarle un camino de Bien, Virtud y Sabiduría (la perfección), dotarle con los secretos de la nigromancia grecoegipcia, y, finalmente, proporcionarle la inmortalidad. ¿Funcionaban los ritos de regeneración encaminados a proporcionar la eterna juventud? Desde luego, Cagliostro no se sometió a los mismos.

No hace falta ser un experto en teología para percatarse de que una visión espiritual de este cariz casaba mal con el cristianismo, por mucho que Cagliostro, como otros maestros masones, insistiera en la posibilidad de una doble militancia. Para colmo, el emblema del rito egipcio era una serpiente que erguía la cola, traspasada por una flecha dirigida hacia abajo, y con una manzana en la boca, un simbolismo que no pocos cristianos interpretaron como una manifestación de culto a la serpiente que tentó a Adán y Eva en el paraíso, es decir, con Satanás que pre-tendía abrir el camino hacia el conocimiento secreto y otorgar la inmortalidad a los hombres. Cuando además se estableció como condición esencial para la iniciación en el rito egipcio la previa en la masonería, la controversia quedó servida.

En el curso de los años siguientes, Cagliostro tuvo un éxito verdaderamente espectacular en la Europa central, donde decenas de miles de personas se sumaron a su rito masónico. Las historias que corrían sobre él eran, desde luego, impresionantes. Se decía, por ejemplo, que había logrado que se apareciera el arcángel san Miguel, que había conseguido que se presentara el espíritu del hermano difunto de la baronesa Der Recke, que había obrado curaciones prodigiosas en la corte de Catalina de Rusia… lo cierto es que, efectivamente, docenas de personas afirmaban haber sido curadas por él e incluso llegaron a dispensarle el tratamiento de «Dios mío», que a Cagliostro, ciertamente, no le disgustaba. A esas alturas, la popularidad de Cagliostro era igual a la de Voltaire, quizá incluso mayor entre las clases populares.

No cabe duda de que el camino recorrido por el humilde siciliano era extraordinario y por ello no resulta extraño que intentara crearse —como tantos fundadores de sectas antes y después de él— un pasado totalmente falso, pero enormemente atractivo. Lo que contaba a sus íntimos era que había nacido de una estirpe nobiliaria en Oriente, antes del Diluvio Universal —lo que obliga a preguntarse cómo llegó a embarcarse en el arca de Noé sin ser familiar suyo ni uno de los animales salvados por Dios—, que ha-bía sido amigo de Moisés y Salomón, discípulo de los faraones y de Sócrates, compañero de Hermes Trimegisto y de Jesús, al que incluso había dado consejos para salvarse la noche del Viernes Santo.

El relato no estaba, desde luego, mal, aunque —justo es decirlo— no siempre contaba el mismo. Por ejemplo, otra versión le presentaba como hijo del jerife de La Meca y de la princesa de Trebisonda, discípulo de un sabio llamado Altotas y converso al cristianismo, a la vez que amigo del cardenal Orsini y del papa Rezzonico.

Sin duda, todo ello resultaba espectacular, aunque no tanto si se tiene en cuenta que Cagliostro también relataba que había dado la vista a los ciegos, la movilidad a los paralíticos, la juventud a los ancianos, la vitalidad sexual a los impotentes y la vida a los muertos. En París se dedicaba, sobre todo, a invocar a los muertos en sesiones de espiritismo como las que se repetirían a uno y otro lado del Atlántico décadas después y a las que supuestamente asistían los espíritus de Voltaire, D'Alembert, Diderot, Montesquieu o Choiseul.

El éxito de Cagliostro resultaba, a esas alturas, espectacular. El duque de Chames, a la sazón Gran Maestro de la masonería, se deshizo en alabanzas de Cagliostro tras asistir a una de sus sesiones de espiritismo; el príncipe de Montmorency aceptó entusiasmado el título de Gran Maestro protector de las logias egipcias y el arzobispo de Brujas, monseñor Phelipeaux d'Herbault, fue iniciado en la masonería por el siciliano a la vez que le prometía que intercedería ante el papa para que se levantase la prohibición que pesaba sobre ella. El único cambio que pedía era que se eliminasen los ayunos. Claro que si enorme era el triunfo entre nobles y prelados, extraordinario resultó entre las mujeres a las que permitía entrar en la masonería vedada durante tanto tiempo. Como carnada, Cagliostro utilizó no sólo la referencia a los secretos que serían revelados, sino, especialmente, al hecho de que la entrada en la masonería permitiría a las féminas sacudirse el yugo al que las tenían sometidas los varones. La iniciación en el rito egipcio les permitiría «alzarse con una fuerza invencible». El triunfo resultó extraordinario.

A esas alturas, ante Cagliostro sólo se presentaban dos desafíos. El primero era ser recibido por Luís XVI de Francia y su esposa; el segundo, imponerse en la asamblea de los filatetas. Curiosamente, las amistades de Cagliostro operaron en esta ocasión en su contra. La reina María Antonieta aborrecía a Rohan y a sus amigos, entre los que se hallaba el siciliano, e insistió ante el monarca para que no lo recibiera. Se salió con la suya. Por lo que se refiere a los filatetas, no tenían la menor intención de disolverse y verse absorbidos en el rito egipcio de Cagliostro.

En realidad, se trataba de reveses menores en medio de una cadena ascendente de éxitos. Lo que nadie podía sospechar entonces era que el astuto aventurero había llegado al cenit de su carrera v que el desastre le esperaba a la vuelta de la esquina, un desastre, por cierto, vinculado estrechamente a la reina María Antonieta.

El escándalo del collar de la reina ha sido objeto de los más diversos tratamientos, incluyendo el que lo ha presentado como una conspiración tramada por la masonería —y en la que Cagliostro tuvo un papel esencial— para desacreditar a la Corona y así precipitar la caída de la monarquía. Que la masonería acabaría poniendo en marcha un proceso que segaría las cabezas de Luis XVI y de su esposa, y que inundaría de sangre Francia, ofrece, como veremos más adelante, pocas dudas. Sin embargo, su papel en el asunto del collar es, hasta donde sabemos, fruto más de la imaginación que de la realidad histórica. Aunque algunos autores como Alejandro Dumas han convertido el episodio en una trama masónica con Cagliostro en el papel protagonista y destinada a hundir a la monarquía francesa y a desencadenar la Revolución, los hechos fueron muy diferentes y podemos reconstruirlos con notable facilidad.

Rohan, uno de los amigos de Cagliostro, sorprendió al siciallano a inicios de 1785, cuando le confesó entusiasmado que la reina María Antonieta no sólo había abandonado la animosidad que sentía hacia él, sino que además apoyaba su candidatura como primer ministro. Cuando Cagliostro se interesó por las razones de aquel cambio, Rohan le respondió que se debía a la accion de la condesa Juana Valois de la Motte. Supuestamente, esta aristócrata se había puesto en contacto con Rohan por cuenta de la reina y, a cambio de ciertos favores económicos, le había concedido su apoyo político. Ese respaldo además se había fortalecido más allá de lo esperable gracias al hecho de que había adquirido un valioso collar del que se había encaprichado María Antonieta.

La historia que relató Roban sonaba bien pero tenía un inconveniente sustancial, y era el de no corresponderse con la realidad. No sólo eso. El pobre cortesano era víctima de una estafa urdida por Juana de la Motte, que desde hacía tiempo tenía gastos situados muy por encima de sus posibilidades y necesitaba liquidez para mantener su tren de vida. Inicialmente, Juana de la Motte había obtenido de Rohan cantidades bastante elevadas supuestamente con el argumento de que la reina las necesitaba para socorrer a gente necesitada. La verdad es que ni la soberana tenía necesidad de ese dinero ni los menesterosos en cuestión existían. Con todo, la estafa adquirió unas dimensiones fabulosas —y peligrosas— cuando entró en escena el collar.

Originalmente, la joya había sido confeccionada para satisfacer el gusto por las alhajas que tenía madame Du Barry, la amante de Luis XV. La obra —que incluía las 575 perlas más hermosas de Europa— fue encomendada a los joyeros Bohmer y Bassenge. Lamentablemente para ellos, el rey falleció sin concluir la transacción y los joyeros se encontraron con una seria amenaza de ir a la cárcel por deudas. Como era lógico, intentaron vender al nuevo monarca Luis XVI la joya, pero, o porque a María Antonieta no le gustó o porque resultaba demasiado costosa, la compraventa no se consumó. A punto estaba el joyero Bohmer de suicidarse cuando le hablaron de Juana de la Motte como una persona que era consejera íntima de la reina.

La señora De la Motte —que como muchos estafadores que no son atrapados en un primer momento había perdido el sentido del riesgo— aseguró a los joyeros que el collar sería adquirido por la reina aunque a través de un personaje relevante. Como resulta fácil de sospechar, éste no era otro que Rohan, al que Juana de la Motte aseguró que servir de avalista en la compra del collar destinado a María Antonieta tendría magníficos resultados para su carrera. Fue así como los joyeros entregaron el collar a Rohan y éste aceptó garantizar el pago a plazos.

En ese momento en que Rohan se sentía entusiasmado por las buenas perspectivas que despertaría el asunto fue cuando informó a Cagliostro de todo. El siciliano sentía una profunda antipatía por Juana de la Motte y aconsejó a Rohan que dejara de tener tratos con ella. No sirvió de nada. El 1 de febrero, Rohan, provisto de un cofrecillo en el que estaba guardado el collar, se dirigió a casa de Juana de la Motte. Allí, la noble le enseñó una carta, supuestamente de María Antonieta, en la que ordenaba entregar la joya a un joven. Así lo hizo Rohan. Aquella misma noche, Juana de la Motte, su marido, cómplice entusiasta de sus estafas, y el muchacho, que se llamaba Villette, se dedicaron a desmontar el collar.

Durante las semanas siguientes, los estafadores se dedicaron a vender las joyas. Por lo que se refiere a Rohan, pasó casi medio año antes de que concibiera sospechas, y lo hizo, fundamentalmente, porque no veía que la reina llevara el collar. Sin embargo, cuando se lo comentó a Juana de la Motte, ésta le dijo que la soberana no quería lucir la joya sin que antes estuviera pagada del todo, lo que, dicho sea de paso, parecía razonable.

El 12 de julio, Bohmer —que tenía que ir a la corte a entregar unas hebillas de diamantes a la reina— aprovechó para entregar a la soberana una nota en la que Rohan hacía referencia a la joya. María Antonieta no supo, como es natural, a qué se refería el billete, pero su silencio fue interpretado por Roban y por los joyeros como un claro asentimiento. Y así llegó el 1 de agosto, la fecha en que se esperaba que la reina llevara a cabo el primer pago de la compra garantizada por Rohan. Por supuesto, María Antonieta —que no sabía nada— no iba a aportar un céntimo y la estafa estaba a punto de descubrirse.

Cuando Bohmer vio que la soberana no hacía frente al primer pago, se dirigió a Versalles para reclamarlo, y entonces descubrió que había sido objeto de un engaño. Las noticias no tardaron en correr y el propio Cagliostro aconsejó a Rohan que fuera a ver a la reina y le dijera que él también era víctima de la estafa. Sin embargo, Roban no siguió la advertencia y el resultado fue fatal. El 8 de agosto, María Antonietta interrogó a Bohmer personalmente; una semana después, Luis XVI ordenó el ingreso de Rohan en la Bastilla. El 20, la detenida era Juana de la Motte.

La estafadora no sólo no se desmoronó, sino que decidió re-sistirse a las malas tornas y culpar de la estafa a Cagliostro y al infeliz Rohan. El 23, el siciliano era detenido.

La reacción de Cagliostro al verse en prisión fue terrible. Cayó en un acceso tal de desesperación que el alcaide de la cárcel dispuso que siempre hubiera alguien a su lado, incluso jugando a las cartas, para evitar que intentara quitarse la vida.

Si, al final, el enredo se solucionó, se debió a que Villette confesó toda la verdad y exculpó a Rohan y a Cagliostro. De nada sirvió entonces que Juana de la Motte dijera que era amante de Rohan y que éste a su vez lo era de la reina. En el curso del proceso, Cagliostro —que se expresó en latín, en griego y, según dijo, en árabe— cosechó los aplausos del público. El 30 de mayo de 1786 tanto él como Rohan fueron absueltos.

Pensaba el siciliano que había alcanzado el triunfo, pero se equivocaba. El 2 de junio recibió una orden del rey para que abandonara París antes de ocho días y Francia antes de tres semanas. Los soberanos estaban convencidos de que tanto Rohan como Cagliostro eran culpables e intuían el daño que aquel asunto iba a causar a la imagen de la monarquía. En esta última cuestión no se equivocaban.

El 18 de junio de 1786, Cagliostro llegaba a Londres. La acogida fue fría, sin duda, porque, a pesar de su absolución, persistían las dudas sobre su inocencia. No sólo eso. Si Cagliostro había sido capaz de tramar una estafa tan burda, ¿hasta qué punto no serían también un engaño sus otras afirmaciones? Por si fuera poco, la sífilis, que había contraído en la década anterior, comenzó ahora a manifestarse en un trastorno psíquico indudable.

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