Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (15 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote
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—Eso es lo que voy a tener que hacer yo —suspiró Mario Luján—. Aquí tiene uno de sus revólveres, señor
Coyote
.

Al decir esto, Mario Luján tendió por el cañón uno de los revólveres que había quitado al
Coyote
.

Fue tan inesperado este acto que
El Coyote
retiró el pie de la alfombra y quedó unos segundos completamente desconcertado, ya que Mario Luján había guardado su revólver y no parecía dispuesto a tender ninguna celada. Lentamente, guardó también
El Coyote
su revólver y preguntó:

—¿Por qué hace usted eso?

—No podía disparar sobre usted teniendo de mi lado todas las ventajas.

—Si tarda diez segundos más, las ventajas hubieran estado de mi parte —replicó
El Coyote
—. Al fin había hallado la forma de vencerle.

—¿Cómo lo habría hecho? —replicó, interesado, Luján.

Señalando la alfombra,
El Coyote
explicó el plan trazado en su mente. Cuando hubo terminado, Mario Luján comentó:

—Casi debe de lamentar que le haya devuelto su arma, ¿no? Le he impedido demostrar su listeza.

—Pero me ha dado la oportunidad de conocer a un hombre desconcertante. Hasta ahora nadie me había colocado en una situación tan apurada.

—¿Da usted por descontado que si luchásemos en igualdad de condiciones usted me vencería? —sonrió Mario Luján.

—Lo que doy por descontado es que usted no desea luchar conmigo. No creo que desconozca usted el viejo aforismo de que el fin justifica los medios. Lo importante para usted era matar al
Coyote
. Pudo hacerlo. No lo hizo. Eso quiere decir que no es el pistolero profesional que se supone. Por lo tanto, me va a ser fácil llegar a un acuerdo con usted.

—¿Va a intentar comprarme para que deje de luchar por los Matoso contra los Rubiz? —preguntó, con fruncido ceño, Mario Luján.

El Coyote
movió negativamente la cabeza.

—No —dijo—. A un caballero no se le puede tratar como a un mercenario. Lo que yo voy a ofrecerle es, tan sólo, que se aliste a mis órdenes, que sea uno de mis servidores, que obedezca mis mandatos.

—¿Debo decir a todos que sirvo a las órdenes del
Coyote
?

—No debe decirlo a nadie. Por el contrario, todos deben creer que incluso lucha contra mí. Ésa será la mejor manera de luchar a mi favor. Ahora explíqueme por qué ha hecho todo eso. ¿Cómo adivinó mi llegada?

—Estuve en la puerta de la taberna donde mató usted a Ackers poco después de su huida. Contaron lo que había hecho, lo que había dicho y cómo había escapado y supuse que después de terminar con Ackers trataría de hacer lo mismo conmigo. Por eso le aguardé aquí.

—Pero no me mató.

—Creo que no —sonrió Luján—. Hace muchos años, siendo yo un niño, comenzó a hablarse del
Coyote
. Sus hazañas corrían de boca en boca, era usted el héroe de todos los californianos. Y fue también mi héroe. Cuando me hice hombre quise seguir su camino. Quise luchar contra las explotaciones de los extranjeros. Sin darme cuenta me convertí en un pistolero profesional. Luché a favor de unos y de otros y pronto me convencí de que no siempre estuve acertado al elegir partido. A veces los que yo creí honrados se me demostraron, luego, unos canallas. Acabé por no tener confianza en mi juicio. Tal vez ahora, al tomar el partido de los Matoso, he cometido otro error.

—No. No ha cometido un error muy grande; pero sí un pequeño error. Cuénteme por qué se alistó usted en su partido.

—Porque era el de los menos contra los más. En caso de duda siempre tomo ese partido.

—Cuénteme cómo le convencieron.

—Manuel Matoso me mandó llamar y me contó lo que había ocurrido entre su familia y los Rubiz. Ya debe de saberlo, ¿no?

—Sí. En realidad soy quizá el único que conoce toda la verdad. Continúe.

—Manuel Matoso me contó el asesinato de su sobrino Santiago. Me dijo que aquel asesinato no estaba justificado desde el momento en que todos los Matoso, incluyendo al padre de Santiago, le habían repudiado y expulsado de su familia. Los Rubiz se entrometieron en un asunto que ya había sido resuelto por los Matoso. Lo hicieron porque ellos son los más y tienen más fuerza que los Matoso. Por eso acepté.

—¿Debía asesinar a Jeremías Rubiz?

—No lo sé. No se me dijo nada. Desde luego, yo no habría asesinado a sangre fría a nadie. A ese Jeremías Rubiz le hubiera dado la oportunidad de defenderse si se me hubiese ordenado que le matara.

—Bien. La muerte de Ackers será un trastorno para Manuel Matoso. Seguramente intentara contratar a otro pistolero o vengarse. Quiero estar enterado de todo cuanto ocurra. Quiero evitar que dos familias honradas se destruyan mutuamente en beneficio de otros. Usted me informará y hará lo que yo le mande. Si los Matoso descubrieran su traición, no se detendrían a pensar en si al traicionarles intentaba beneficiarles o no. ¿Comprende el peligro a que se expone?

—Sí.

—¿Y lo acepta?

—Claro.

—¿Entonces queda usted a mi servicio?

—Sí.

—Exijo fidelidad ciega.

—Se la prestaré.

—Pues bien, marche a San Bernardino, cuente que
El Coyote
ha matado a Ackers y espere mis noticias. Yo me pondré en contacto con usted lo antes posible.

Cuando terminó de hablar,
El Coyote
tendió la mano a Mario Luján, que la estrechó fuertemente.

Desde aquel momento entraba al servicio del
Coyote
. Podría ganar mucha gloria; pero también se expondría a los más grandes peligros. Sin embargo, no le importaba, porque al fin veía realizarse una de sus más caras ambiciones.

*****

Jeremías había hecho el propósito de no dormirse, pues mientras permaneciera despierto tenía la seguridad de que sus perseguidores no le podrían sorprender. Facilitaba su propósito el sofocante calor que reinaba en el dormitorio, calor que se hizo tan irresistible que, por fin, Rubiz tuvo que levantarse de la empapada cama y abrir la ventana para que entrase un poco de aire. Al cabo de un rato la atmósfera se fue aclarando y desapareció el calor, que fue sustituido por una profunda sensación de bienestar, que culminó, antes de que Jeremías Rubiz lo sospechara, en un profundo y reparador sueño.

De aquel sueño fue arrancado por unos metálicos golpecitos que recibió en el dedo gordo de su pie izquierdo y por la luz que hirió sus pupilas. Al abrir los ojos, Jeremías Rubiz sintió que el mundo se hundía a su alrededor, dejándole a él destacado lejos de todo protector obstáculo que lo pudiera hacer pasar inadvertido a los ojos que brillaban tras el antifaz que cubría el rostro del hombre que estaba a los pies de su cama, entreteniéndose en golpearle los dedos con el cañón de su revólver.

—¿Quién es… usted? —tartamudeó. Y en seguida la luz se hizo en su cerebro, haciéndole exclamar—: ¡
El Coyote
!

Como su conciencia no estaba muy tranquila, Jeremías sintió que se aumentaban sus temores y con voz estrangulada preguntó:

—¿De veras es usted
El Coyote
?

—De veras —replicó el enmascarado, con una leve sonrisa.

—Y ¿qué hace aquí?

—He venido a verle. He entrado por la ventana, aprovechando que el calor le obligó a abrirla. Estaba temiendo que la necesidad me forzara a romper los cristales.

—Pero… esta casa es de… de…

—Es de don César de Echagüe, ya lo sé —replicó
El Coyote
—. Y él tendría un gran disgusto si supiese que yo he venido a molestar a uno de sus huéspedes; pero no es probable que usted se lo diga, ¿verdad?

—¿Es que… que piensa matarme?

El Coyote
sonrió.

—En cierto modo tiene usted muy merecida la muerte, señor Rubiz; pero yo no le mataré, por la sencilla razón de que en Los Ángeles hay dos hombres que ya han cobrado el precio de su cabeza.

Jeremías Rubiz lanzó un profundo gemido.

—¿Lo sabe? —preguntó, casi sin voz.

—Claro que lo sé. ¿Le gustaría que le matasen?

—No… no me gustaría.

—Pues lo más probable es que uno de los dos hombres que han cobrado su cabeza se la corte. El más temible es
Killer
Ackers. Ése no se detiene ante ningún obstáculo ni ante ningún escrúpulo.

—¡Dios mío! —sollozó Jeremías—. ¡Dios mío!

—Hace bien en pensar en Él. Es usted uno de los cadáveres más seguros que he visto.

—¡Sálveme! —pidió, de pronto, Jeremías Rubiz—. Usted puede hacerlo.

—Son muchas las cosas que puedo hacer; pero no todas me interesa hacerlas. ¿Qué ventajas sacaré yo de salvar su vida?

—Le daré… le daré lo que me pida.

—¿Un millón de pesos? —preguntó burlonamente
El Coyote
.

Jeremías Rubiz se había sentado en la cama y trataba de cubrirse con la sábana. Parecía un gato recién sacado de un lavadero.
El Coyote
no había visto nunca a un ser de aspecto tan desvalido.

—No tengo tanto dinero —replicó, abatidamente.

—Sin embargo, puede ganarlo —sugirió
El Coyote
.

—Tardaría muchos años…

—Valoremos su vida en un millón. Si yo evito que Ackers y Luján le maten le haré un gran favor, ¿no?

—Sí.

—No olvide que puedo ser más peligroso que Ackers y Luján.

—Lo… lo sé.

—Entonces le salvaré la vida y usted hará lo que yo le mande. Quiero saber todo cuanto intentan los Rubiz contra los Matoso. Desde este momento entra a mi servicio. Las traiciones las pago con la muerte. ¿Acepta?

—¿Y si… no acepto?

—¿Cree estar en condiciones de rechazar mi oferta?

Jeremías Rubiz permaneció callado unos instantes. Por fin movió negativamente la cabeza.

—No… no puedo; pero si he de traicionar a mi familia en favor de los Matoso…

—No olvide que alguien que no era usted asesinó a Santiago Matoso. Sin embargo, usted dejó creer que su mano había descargado aquel golpe fatal. ¿Por qué lo hizo?

—¿Cómo sabe eso?

—Sé que no mató usted a Santiago. Lo demás no le importe. Pero no olvide que suya es la culpa principal de cuanto ocurre y alégrese de la oportunidad que le concedo de reparar esa culpa. Si usted no hubiese dejado creer que era el autor de aquella muerte, no habría ocurrido nada. Ahora los Matoso han recurrido a los pistoleros profesionales, hay una guerra casi declarada y usted debe ayudarme a evitar que los males sean mucho mayores de lo que ya lo son.

—¿Y usted me salvará?

—Evitaré que le maten Ackers y Luján. Mañana comprobará que no falto a mi palabra. Procure no faltar a la suya.

Antes de que Jeremías Rubiz pudiera hacer ningún comentario,
El Coyote
apagó la luz, y antes, también, de que Jeremías Rubiz pudiese, si es que semejante cosa pasó por su imaginación, buscar un arma, el enmascarado había salido por la ventana. Cuando Rubiz llegó a ella no vio el menor rastro del
Coyote
, que parecía haberse fundido con la oscuridad exterior.

Durante unos momentos, Jeremías Rubiz debatió en su cerebro la idea de si convenía o no dar la voz de alarma, anunciar a todos que
El Coyote
le había visitado, organizar su persecución; pero desistió de ello, porque recordó a tiempo que
El Coyote
era el único que podía salvarle de Killer Ackers y de Mario Luján, y si por una casualidad conseguía deshacerse de él, también se desharía, al mismo tiempo, del escudo capaz de defenderle.

Jeremías Rubiz volvió a la cama; pero ya no pudo dormir, porque continuamente creía oír pasos, ruidos, susurros y amenazadores murmullos. Varias veces preguntóse si sería conveniente explicarle a don César lo ocurrido. Al fin decidió que no valía la pena decirle nada a un hombre que por toda ayuda le había propuesto dejarse matar a cambio de que también muriesen los que habían pagado a sus asesinos.

Más tarde, al pensar de nuevo en don César, sintió una profunda envidia. ¿Quién pudiese vivir tan apaciblemente como él? Seguramente que su sueño no habría sido truncado por la aparición del
Coyote
.

Capítulo IV: Los Rubiz y los Matoso

A Jeremías Rubiz le dolía el estómago y la cabeza cuando a la mañana siguiente bajó a desayunar. Estaba convencido de que le sería imposible probar ni un bocado de comida; pero no esperaba encontrarse con un desayuno tan apetitoso como el que le tenía preparado Guadalupe.

—Le estábamos esperando para empezar —dijo Lupe, destapando la fuente de sesos rebozados que aún crujían ligeramente.

Los sesos rebozados y los riñones al jerez eran dos debilidades de Jeremías Rubiz. Y por eso su agradecido asombro fue muy grande al ver que Lupe destapaba otra fuente llena de los más apetitosos riñones que jamás había visto. Al momento acudió a su paladar un gran apetito, ya que su desgana había sido, en realidad, para los vulgares desayunos que se suelen tomar en California.

A mitad del desayuno, cuando estaba atacando los riñones al jerez y los sesos rebozados eran sólo un apetitoso recuerdo, Jeremías Rubiz decidió hacer una pregunta a su huésped:

—¿No cree que
El Coyote
podría ayudarme?

Don César se echó a reír.

—Estoy seguro de que ya le ha ayudado —dijo. Y cual si comprendiera el asombro de Jeremías, agregó—: Me acaban de comunicar que ayer noche mató a
Killer
Ackers en una taberna.

Un trozo de riñón estuvo a punto de seguir el camino de los pulmones en vez del conducto que lleva al estómago. Durante varios segundos Jeremías tosió hasta congestionarse y al fin consiguió llevar al riñón por su debido camino; entonces necesitó unos minutos para descongestionarse, recobrar el ritmo de la respiración y descansar. Sólo entonces pudo preguntar:

—¿De veras?

—De veras. Dicen que Ackers, o sea, el pistolero de quien me habló, estaba en la taberna, bebiendo y fanfarroneando.
El Coyote
se presentó cuando menos se esperaba y le ordenó que se marchase muy lejos y no interviniera en las discusiones de los Rubiz y Matoso. Le ofreció tres mil dólares. Ackers trató de sacar su revólver y fue herido en un brazo, luego fue marcado en la oreja, y como a pesar de todo insistiera en querer utilizar sus armas,
El Coyote
le mató.

—No esperaba tan buena noticia —declaró con hondo suspiro Rubiz. Y en seguida se arrepintió de no demostrar cierta pesadumbre por la muerte de un ser humano. Al fin y al cabo, Ackers era eso, un ser humano. Pero antes de componer el rostro para el caso, preguntó, alarmado—: ¿Y Mario Luján?

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