Read Los intrusos de Gor Online
Authors: John Norman
—No pago el precio —concluyó Forkbeard—. Prefiero continuar proscrito.
Una vez más hubo grandes gritos de entusiasmo. Di palmadas en los hombros a Forkbeard. Hilda estaba arrodillada a sus pies, los labios apretados contra sus botas. «¡Mi Jarl! ¡Mi Jarl!», sollozaba.
Entonces se hizo el silencio en la casa.
Todos los ojos se volvieron hacia Diente Azul.
Éste se hallaba de pie, ante el asiento mayor de su casa.
Se dispuso a hablar. De pronto levantó la cabeza. Yo, y varios de los hombres lo percibimos también: era humo.
—¡La casa está ardiendo! —gritó un hombre. Las llamas, sobre y detrás de nosotros, trepaban por el ángulo sureste del tejado interior, por encima de las puertas, propagándose a la derecha de éstas. El humo comenzaba a penetrar, procedente de las estancias laterales. Vimos que algo se movía a través de él.
—¿Qué ocurre? —exclamó otro.
Las puertas, detrás de nosotros, se abrieron de repente.
En el umbral, destacándose contra las llamas, vislumbramos a enormes y peludas figuras negras.
Una de ellas, entonces, se introdujo en la casa de un salto. En una zarpa empuñaba una gigantesca hacha, y en el brazo llevaba un gran escudo redondo, de hierro, con doble correa: era el Kur que se había dirigido a la asamblea,
Echó la cabeza hacia atrás y abrió las fauces, con ojos centelleantes, y profirió el bestial rugido del Kur sediento de sangre; entonces se inclinó, observándonos, los hombros encorvados, las uñas desenvainadas, las orejas gachas.
Nadie podía moverse.
El otro Kur apareció al poco detrás de él; lanzó un grito agudo, los belfos retraídos, un horrible sonido que, de algún modo, interpreté como una señal de placer, de avidez. Este chillido, como un estímulo, actuó asimismo sobre los otros; casi al instante, los demás se sumaron a él; la casa se llenó entonces de sus aterradores aullidos hasta que, enloquecidos por ellos, saltaron hacia delante, blandiendo las hachas.
El cuerpo de un hombre, partido por la mitad, pasó junto a mí rodando enloquecidamente.
Los Kurii saltaban por los amplios laterales de la casa, asestando hachazos, derribando a los hombres cuando trataban de escabullirse para recuperar sus armas. Los escudos de madera de Torvaldsland atajaban menos los mandobles de lo que pieles secas de fruto de lamia, extendidas sobre bastidores de bordar, habrían resistido la daga de cesto de cuádruple filo de Anango o el guantelete-hacha del Skjem oriental.
Una y otra vez las hachas de los Kurii seccionaban los espinazos de quienes se esforzaban por hacerse con sus armas, y se clavaban en las vigas de la casa, erizándolas de astillas.
El humo me sofocaba. Me picaban los ojos. A mi lado, un hombre gritó. Recibí un golpe que me derribó, me vi llevado por la multitud; durante un momento sólo fui consciente del suelo de tierra, de los juncos que lo cubrían, del frenético bosque de pies a la carrera. Mi mano izquierda resbaló en la tierra, en la sangre. Recibí otro golpe, pero entonces, a duras penas, logré ponerme en pie. La multitud, presa de pánico, me llevó de un lado a otro insensatamente. Ni siquiera podía sacar mi arma.
Las hachas de los Kurii caían sin cesar. La casa resonaba con sus aullidos. Vi a un hombre de armas, con la espalda rota, alzado en la mano tentacular de uno de los intrusos. La criatura rugía, con la testa echada hacia atrás. Los blancos colmillos semejaban escarlatas a la luz de las llamas. Luego arrojó al hombre más de treinta metros hacia el fondo de la estancia. Vi a otro que pendía de las fauces de un Kur. Estaba aún con vida. Sus ojos daban muestras de conmoción. Sospeché que no sufría. Sin duda comprendía lo que pasaba, pero, de algún modo, diríase que nada tenía que ver con él. Era como si le sucediera a algún otro. Entonces el Kur cerró las fauces. En el último instante hubo un terrible reconocimiento en los ojos del hombre. Luego cayó partido en dos.
Vi fugazmente a Ivar Forkbeard. Tenía a Hilda por el brazo e intentaba llevarla hacia uno de los cuartos laterales, entre los mortíferos Kurii. Voceaba órdenes a sus hombres, que estaban congregados a su alrededor. Svein Diente Azul estaba de pie sobre la larga mesa. No le oía en medio del griterío.
La enorme hacha de un Kur me pasó rozando. Cuatro hombres que en vano trataban de retroceder, bloqueados por el muro que formaba la muchedumbre, fueron derribados por el golpe.
Los que se hallaban cerca de los Kurii se esforzaban por introducirse en la multitud.
Las hachas de los Kurii, en sus movimientos a los bordes de la multitud, nos impedían hacer otra cosa que permanecer apiñados.
Algunos, a espaldas de los Kurii, escaparon por la doble puerta de la casa. Los vi correr, destacados brevemente contra las llamas. Pero afuera había Kurii apostados; los hombres, desprevenidos, se abalanzaron sobre sus hachas. Luego los Kurii se colocaron en el umbral, gruñendo, las armas en alto.
Varios fueron hasta allí y se arrodillaron ante las bestias, para implorar clemencia. Pero no se hicieron distingos entre ellos: las veloces hachas descendieron repetidamente, haciéndolos trizas. Los Kurii sólo hacen prisioneros cuando se les antoja.
Vi que varios de los hombres de Forkbeard lograban introducirse sin ser vistos en uno de los cuartos laterales. Gorm y Ottar estaban entre ellos.
Esperaba que consiguieran escapar. Tal vez podrían arrancar la membrana de una de las ventanas, deslizarse a través de ella y, aprovechando la confusión de afuera, emprender la huida
Forkbeard, para mi sorpresa, reapareció un momento, procedente del cuarto, mirando en derredor. Las llamas teñían su cara de rojo. Empuñaba su espada.
No veía a Hilda. Supuse que habría entrado en el cuartito con los hombres.
Entonces vi a Forkbeard, con una mano en el brazo del extraño gigante, Rollo, conduciéndole a la puerta del cuartito. Rollo no parecía afectado por la matanza que se desarrollaba en tomo suyo. Tenía la mirada perdida. Noté que su hacha estaba ensangrentada. La sangre de los Kurii, como la de los hombres, es roja, y de parecida composición química.
Rollo desapareció en el interior del cuartito.
A mi izquierda escuché el chillido de una esclava. Vi que un Kur le ataba una correa al cuello. Arrastró a la muchacha, que se revolvía, medio ahogándose, hasta un lugar a la izquierda de la puerta. Allí aguardaba otro Kur, que sostenía en su zarpa tentacular las correas de más de veinte esclavas, que se arrodillaban, sobrecogidas, alrededor de sus piernas. El Kur que había atado a su presa entregó entonces la correa al otro, que la aceptó, añadiéndola a las demás. La muchacha se arrodilló rápidamente en medio de sus compañeras. Yo sabía que los Kurii consideran manjares exquisitos a las hembras humanas.
Hecho esto, el primer Kur cogió otra correa del interior de su escudo, y examinó la estancia. Una chica, de hinojos en el suelo, reparó en él y echó a correr dando gritos. Metódicamente fue tras ella, encaminándola a una esquina, con la correa oscilando en su zarpa.
A mis espaldas oía los golpes de las hachas, que eran las de los hombres, cortando la madera.
Luché por zafarme de la multitud.
Dando la vuelta vi a Svein Diente Azul y a cuatro más, que trataban de abrir un boquete. Sin embargo, lo tenían difícil, pues el gentío los apretujaba.
Vi a Ivar Forkbeard, no lejos de mí. Había decidido no escapar.
Había sacado la espada; mas ésta resultaría poco eficaz contra los grandes escudos de metal y las envolventes hachas de los Kurii.
Forkbeard miró en derredor.
Había habido más de mil hombres en la casa. Con toda seguridad, por lo menos trescientos yacían muertos.
Vi al Kur que diera caza a la esclava, dirigiéndose ahora al improvisado corral de junto a la puerta. Llevaba a rastras a la esclava, que se revolvía frenética, los ojos desencajados, los dedos prendidos al collar a fin de impedir que la estrangulara. Luego entregó su correa al Kur que sujetaba las otras y, dejando la presa bajo su custodia, giró sobre sí mismo para dar caza a otro manjar delicioso del rebaño que había en la estancia.
Ahora los Kurii, a ambos lados, permanecían entre nosotros y las armas. En este momento todas las puertas nos estaban vedadas. Éramos unos seiscientos o setecientos hombres, eficazmente rodeados.
—¡Haced sitio! —gritó —. ¡Utilicemos las hachas!
Tratando de recular ante los Kurii que lentamente se aproximaban, los hombres, aterrados, nos hacían retroceder, cada vez más.
Conseguí zafarme de la multitud, y ocupar una posición en el borde de la misma, entre hombres y Kurii. Si me derribaban de un hachazo prefería que fuera en una situación en la que pudiera moverme con toda libertad. Desenvainé la espada.
Vi retraerse los belfos de uno de los Kurii.
—Tu espada no sirve —dijo Ivar Forkbeard, que ahora estaba junto a mí.
Cautelosamente, el Kur se acercó un poco más.
No creía que tardaran mucho en liquidamos. El humo saturaba la atmósfera. Los hombres se asfixiaban y tosían. También advertí que las narices de los Kurii se reducían a estrechas rendijas. Las chispas les caían sobre la piel.
Hice a un lado una de las lámparas de aceite de tharlarión que colgaban del techo, a unos doce metros de altura.
—¡Lanzas! —gritó Ivar—. ¡Necesitamos lanzas!
Pero había pocas lanzas en la multitud atenazada por el miedo, y las que había no podían arrojarse a causa del apiñamiento.
A la izquierda vi al Kur que se había dirigido a la asamblea.
En la comisura de su boca había sangre y saliva.
Clavó los ojos sobre mí.
Entonces supe que era mi enemigo.
Nos habíamos encontrado.
Un hacha vino de golpe hacia mí. La había lanzado el Kur que descubriera los colmillos. Me precipité a un lado y el hacha se hundió en la tierra; me hallaba en la guardia de la bestia; empuñé el hacha y, con un movimiento súbito, la hinqué hasta la empuñadura en su pecho. El Kur profirió un gruñido de perplejidad, que sólo oí tras desprender la hoja, cuando reculé de un salto. El otro Kur la miró, desconcertado; luego se vino abajo.
Reinó un silencio sólo turbado por el crepitar de las llamas.
Entonces, el jefe de los Kurii comprendió el horror de mi acción.
Había matado un Kur.
—¡Atacad! —gritó Ivar Forkbeard—. ¡Atacad! ¿Acaso sois dóciles tarskos que no os atrevéis a atacar? ¡Hombres de Torvaldsland, atacad!
Mas ningún hombre se movió.
Simples humanos, no se atrevían a arremeter contra los Kurii. Antes esperarían, impotentes, su carnicería.
Eran incapaces de moverse, tan paralizados estaban por el terror.
Los ojos del jefe de los Kurii refulgían al mirarme. Ahora su horror se había convertido en rabia.
Yo, uno del rebaño, del ganado, había osado matar a un miembro de la especie suprema, a una forma de vida superior.
El chillido de la sangre de los Kurii volvió a resonar en la casa de Svein Diente Azul. A ambos lados del jefe, aullando, los Kurii avanzaron furiosamente hacia nosotros. Nos embistieron asimismo por los costados, blandiendo las hachas.
No quiero hablar con detalle de lo que ocurrió después. Los Kurii, con hachas como láminas de una lluvia de acero, despedazaron aquella aterrada muchedumbre, desgarrándola en cientos de aullantes fragmentos de terror. A un hombre muy próximo a mí lo cortaron en dos, de la cabeza al cinto, de un solo mandoble. Cuando el Kur estaba tratando de desprender su hacha del cadáver, conseguí atravesarle el pescuezo con mi espada, por debajo de la oreja izquierda. Vi a Ivar Forkbeard, que había perdido la espada tras hundirla en el cuerpo de otro Kur, hincar repetidamente su cuchillo en el enorme pecho de la bestia. Era difícil tenerse en pie; resbalábamos en la sangre. Cerca de la pared quité de un tirón la lanza de las manos de un hombre de armas caído. Sentí náuseas un instante al ver los pulmones al descubierto, aspirando aire, la mano arañando la pared. Arrojé la lanza. Alcanzó de lleno el cuerpo de un Kur. Su hacha cayó. Mi acción había salvado a un hombre. Pero en el próximo instante, éste había sucumbido bajo el hacha de otro. Arrimé la espalda a la pared. Cayó una viga en llamas. Oí gritar a esclavas. Los Kurii alzaron la vista. Sus narices estaban cerradas como protección ante el humo. Los ojos de muchos de ellos, por lo común de pupila negra y córnea amarillenta, estaban rojos, hinchados, surcados de venas. Vi a uno, que padecía los efectos de humo y las chispas, levantar los ojos de su comida, y luego volver a hozar el desgarrado pecho del cadáver que estaba devorando. Ivar Forkbeard, con la lanza, atajó el ataque de un Kur desarmado. Plantó profundamente el astil de la lanza en la tierra, y la bestia, llevada por su propio impulso, quedó empalada en ella; mordiendo el aire, los ojos como fuego, el Kur retrocedió tambaleándose y cayó de espaldas. Ivar dio un salto, apartándose de otra hacha que iba a por él.
Al otro lado de la estancia vi al jefe de los Kurii.
Recordé sus palabras en la asamblea: «¡Mil de vosotros podéis morir bajo las garras de un solo Kur!»
Puede que en la casa no quedaran más de cien o ciento cincuenta hombres con vida.
—¡Seguidme! —gritó Svein Diente Azul. Su hacha, y las de sus hombres, habían abierto un hueco al fondo de la estancia. Como urts presos de pánico, treinta y cinco o cuarenta hombres se metieron en él, atascándose a veces brevemente, algunos desgarrándose la carne con la madera astillada. «¡De prisa! ¡De prisa!», gritaba Diente Azul. Sus ropas estaban medio destrozadas, pero alrededor del cuello llevaba todavía la cadena con el diente de la ballena Hunjer teñida de azul, por la cual los hombres de Torvaldsland le conocían. Svein empujó a dos más de sus hombres a través de la abertura. Los Kurii imposibilitaban mi acceso a ella. Ivar Forkbeard y otros se hallaban en una situación parecida. Cayó otra viga del techo, llameando y despidiendo humo, se estrelló en el suelo de tierra y quedó ladeada contra la pared. Las colgaduras que adornaran la estancia habían sido consumidas por el fuego; las paredes desnudas se chamuscaban rápidamente.
Vi que diez Kurii saltaban hacia el fondo de la sala para impedir que otros se fugaran.
Se apostaron delante de la abertura, con las hachas en alto, gruñendo. Un hombre que se acercó demasiado recibió un golpe que le seccionó el espinazo.
Uno que imploraba piedad en el centro de la estancia fue partido en dos y el hacha se hincó en el suelo y emergió cubierta de tierra, sangre y franjas de ceniza.