Los horrores del escalpelo (34 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—¿Usted no? ¿Quiere decirme que usted no tiene nada que ver con esta farsa? Ha hecho de... que hace la trampa... ¿cómo se dice?

—Tramposo —le ayuda Alto, sin dejar de tirar de la manga.

—No... el cebo.

—¿Gancho?

—Eso. Ha sido el gancho para este par de primos. —Mira a su compañero, preguntando con la mirada si se le ha entendido. Alto asiente—. Usted y su jefe. Su problema es que... nosotros somos primos contentos. Sabíamos que todo es trampa a la que entramos gustosos. Ya es suficiente.

—Cuánta ingratitud. —El sujeto respira tranquilo y satisfecho—. Me amenazan y abusan de mi patente debilidad. Luego les sorprendo entrando a hurtadillas aquí, no me lo tomo a mal y son ustedes los que se indignan. Como quieran. Si los señores no están contentos con nuestro acuerdo, solo tienen que no volver aquí. No hay deuda entre nosotros y...

—En efecto. Tenemos una idea que no creo sea de agrado suyo.

Alto mira a su compañero con el ceño fruncido, llega a cruzar miradas confusas con Celador, amigo y adversario igual de desconcertados ante la enigmática y resuelta actitud de Lento.

—¿Más amenazas?

—Es el señor Solera quién nos trajo aquí, no usted. —El gesto de Celador se tuerce—. No creo que a él, o sus jefes, le guste saber que se dedica a ofrecer estas... exhibiciones. Exhibiciones que le aportan beneficios de los que, estoy seguro de esto, no participan propietarios...

—No tengo nada que ocultar a nadie.

—Bien. No tiene inconveniente en que negociemos situación con alguien de más responsabilidad que usted en establecimiento.

—No debieran hablar sobre mis... pacientes con nadie salvo conmigo, si es que quieren seguir viéndolos.

—Bien. Veamos quién pierde.

Hace un gesto a Alto en dirección a la salida, es el momento de hacer mutis, ahora que las dudas y el miedo han hecho mella en Celador. Se van, pero tardan demasiado, y una voz rotunda los detiene.

—Veo que los caballeros son jugadores. Ya que me han lanzado un envite, espero que me den la oportunidad de aceptarlo. —Con segura parsimonia el hombre alza su arma y encañona a Lento directo a la cabeza—. O mejorarlo. —El sonido de los percutores al alzarse son más elocuentes que cualquier amenaza.

—Vamos —dice Alto levantando las manos—, no nos pongamos nerviosos...

—¿Me ve nervioso, señor? —dice Celador. Su voz ha perdido los tonos timoratos y zafios de un empleado tramposo, y ahora habla con tanta seguridad como lo hacen sus dos cañones—. En absoluto, en caso de ponerme nervioso no dude que se dará cuenta enseguida. Contéstenme ahora a una pregunta, con sinceridad: ¿sabe alguien que han venido hasta aquí? Aparte del señor Solera.

No tienen que contestar, las miradas entre ambos los delatan.

Incluso me atrevo a lanzar mi órdago: ¿han contado algo de lo que han visto aquí? ¿Hay quien sepa a dónde han ido estos últimos cuatro días?

—Por supuesto que sí... —responde Alto con timidez.

—Yo tengo notas en habitación de hotel... —dice Lento.

Por Dios, señores, no insulten mi inteligencia. Comportémonos como adultos, al fin y al cabo son ustedes quienes han iniciado este juego. Hasta el momento nuestro acuerdo...

—No puede cometer un asesinato y quedar... sin... libre, imp...

—Impune.

—Impune. Nosotros aquí...

—Esto no es un asesinato, es una negociación. En esta situación creo que no les parecerá excesivo si doblo la tarifa para las sesiones; las de ambos pacientes.

Los visitantes intercambian miradas de nuevo, ninguno parece habituado a estar en pie frente al lado dañino de un arma.

—¿Eso es todo? —dice Lento—. Pagamos doble y seguimos viniendo...

—¿Por qué no, qué esperaban? ¿Una venganza o una reprimenda? No, caballeros, valoro mucho la iniciativa y el arrojo, simplemente les ha salido mal porque no han recordado este as en mi manga. —Agita la escopeta, que no ha dejado de apuntar a Lento en el entrecejo ni por un segundo—. Me tomaron por un simple oportunista, ¿cierto? Es común entre las personas como ustedes menospreciar a los más humildes. Lástima, esta vez se han equivocado, y mucho. Recapitulando, tienen dos opciones: o continúan nuestro arreglo con las tarifas revisadas, o les pego un tiro.

—O nos vamos, nos olvidamos de todo, y no volvemos más —dice Alto bajando las manos.

—No, eso ya no es una opción, desde que me han obligado a emplear argumentos más contundentes.

—Bien —ataja rápido Lento—. Aceptamos. Pagaremos doble. Entienda nosotros... todo esto... muy extraño. Hemos perdido nervios...

Despacio, despacio. Les repito que no traten de insultarme. Pese a la impresión que les haya causado, pese al triste modo en que me gano la vida y el aún más patético en el que obtengo estos pequeños incentivos, no soy un idiota.

—Sí, estamos sorprendidos. Es usted un negociador...

—Tampoco me adule, o le mato. —Esta vez Lento no puede ocultar el miedo tras su cara de piedra—. Disculpe mi rudeza, no me gusta que me interrumpan. ¿Qué estaba explicándoles...? Ya sé. Estarán pensando: «le seguimos el juego, y al salir se lo contamos todo a su jefe, o a la policía, o a ambos». Eso no va a ocurrir, puesto que...

—No era intención nuestra... perdón.

—No va a ocurrir, decía, porque no van a salir de aquí los dos. —Ambos dan un paso atrás—. Tranquilos, ya les he explicado mis condiciones, nadie va a morir si se cumplen. Uno se irá, y otro será mi huésped, de este modo me aseguro que todo funcione como hemos acordado. Aunque el hospedaje que puedo ofrecerles no es lo confortable que ustedes merecen, estarán bien. Lo mejor es que se turnen. Una noche permanecerá uno conmigo, y a la siguiente el otro.

El tono de Celador no deja resquicio a la posibilidad de negarse a este arreglo, no si quieren salir hoy de aquí. Al menos salir uno.

—Me quedo yo —dice Lento—. Soy quién... he dudado de nuestro trato, creo...

—No. Usted se irá. —Señalando a Alto, dice—: Esta noche usted será quien me haga compañía. —Y volviendo de nuevo su atención a Lento, añade—: Usted ha sido un imprudente, es cierto, pero su amigo parece idiota. Prefiero fuera a un loco que a un imbécil.

Si en algo se siente ofendido Alto, no lo muestra. Queda allí, quieto e impertérrito, mientras que su compañero da media vuelta y se va caminando, enviando toda la confianza que puede en una última mirada a su amigo, ahora rehén.

—Entiendo entonces que nos veremos por la mañana, ¿a la misma hora? —Lento no responde—. Sí, seguro que estará aquí.

____ 13 ____

El éxito del Asesino

Viernes, con el sol ya alto

Torres no durmió esa noche, no pudo conciliar el sueño. La primera de muchas otras que pasó en vela durante su estancia en Inglaterra, que se prolongó más de lo esperado. La principal razón de su desvelo fueron las últimas palabras del inspector Moore: Tumblety estaba en Londres. ¿Acaso mis peregrinas suposiciones habían acertado de pleno? ¿Quién sabe si las lesiones en mi cabeza que tanto habían mermado mi raciocinio, habían potenciado por compensación mis instintos, mi capacidad de asociación y síntesis? La vida es así; lo que quita por un lado lo da por el otro. Más inquietante que todo esto fue lo que respondió el inspector del CID a la pregunta que la sorpresa le hizo hacer, cuando se despidieron tras su paseo por los lugares del crimen.

—¿De verdad creen que puede ser el asesino?

—Usted lo creía ayer.

—Y ustedes me dejaron claro lo absurdo de esas suposiciones. No parece haber relación alguna entre el doctor Tumblety y los crímenes, salvo un pálpito...

—Sabemos que está aquí. Hay datos que indican que puede tratar de establecerse, poner una «consulta» para atender pacientes con su «medicina india», incluso hay quien dice que anda picoteando entre la respetabilidad de esta ciudad, incluyendo su incorporación como invitado en algún club de prestigio. Por otro lado, parece involucrado en un escándalo público en el treinta y uno del mes pasado, asaltó a un hombre de forma indecorosa... es invertido —respondió así a una pregunta muda de Torres.

—¿El treinta y uno? El día que mataron a... esa mujer, la última...

—Recuerde que a Polly Nichols la mataron de madrugada. Puede que el frenesí animal causado por el asesinato lo enloqueciera, y acabara así, desbocando sus depravaciones. Con sinceridad señor Torres, no creo que sea él, pero vamos a investigar a todo sospechoso posible, lunáticos fuera de los psiquiátricos, homicidas, acusados de violación y asesinato que hubieran abandonado prisión en esos días, y hasta al señor Francis Tumblety.

—Entiendo que ya lo tienen localizado, pues...

—Le están siguiendo la pista, y no por su conducta indecorosa, nada de eso.

—¿Ha dicho «le están»? Perdone, no domino bien su idioma...

—Sí. —Moore se mostró dubitativo—. La gente de la sección D. Es un tema delicado y no puedo ser más preciso.

No tenía idea de qué era esa sección D, ni qué asuntos tan delicados podían tener las autoridades británicas con ese hombre, y todas esas incógnitas lo empujaban a dudar cada vez más, causa principal de su dificultad para conciliar el sueño, de lo oportuno de marchar ya para España. No tenía gana alguna de permanecer allí, pero era consciente de que siendo alguien que había visto a Tumblety y en situaciones peculiares, tal vez hubiera un deber moral que atender en esas latitudes.

Así estaba, desvelado e inquieto, cuando la señora Arias llamó a su puerta con suavidad. Eran las cinco y diez de la mañana del sábado ocho de septiembre de mil novecientos ochenta y ocho.

—Perdóneme, señor Torres, no quería despertarle...

—No se preocupe, no dormía. —Como era evidente, pues estaba aún vestido. La mujer, en bata, parecía muy alterada. Junto a ella Juliette miraba enfurruñada por el sueño, intranquila también.

—Han detenido a su amigo. — Torres trató de sosegarla en lo posible, y de aclarar la situación—. Han llamado de la policía, dicen que tienen al señor Aguirre en la comisaría de Commercial Street.

La preocupación de la viuda era sincera, y eso que desconocía la acusación de secuestro que pendía sobre mí, del secuestro de su hija. Desde que le llegaran noticias de cómo ayudé a Juliette había desarrollado fuertes sentimientos de gratitud hacia mi persona. Noticias, por cierto, muy exageradas por la chiquilla, a tenor de la reacción de su madre. Torres, por supuesto, no trató de informarle de lo que sabía y del papel que jugaba Juliette en todo esto.

Sin embargo, yo no había sido detenido, en sentido estricto. Se preguntarán: ¿cómo entonces había ido a parar a manos de la policía y cómo había llegado esa noticia hasta la pensión de la viuda Arias, a horas tan intempestivas? Por mi propio pie, maltrecho, medio ciego y lleno de sangre, llegué a la comisaría en busca de refugio, gritando a voz en cuello que había matado a alguien. De inmediato, cuando pude hacerme entender y me identifiqué, los agentes empezaron a tratarme como se merece un secuestrador de niñas, secuestrador y vaya a saber usted qué más, dada mi inculpación a gritos en algún homicidio. Mi aspecto y mis antecedentes no prometían nada bueno para la cría que, según todos esos testigos, me había llevado a la fuerza. No importaba, esos golpes crueles que mi aspecto repugnante y ensangrentado provocaban me supieron a gloria; mejor aquí que lo que había pasado fuera.

—¿Qué has hecho con esa niña, maldito?

—¿Te gusta jugar con ellas, verdad monstruo?

No podía decir nada, el dolor era demasiado. No había hecho nada a ninguna niña... ¿de qué hablaban? Resultó que por ahí, a punto de irse ya a casa, estaban los sargentos Godley y Thick,
Johnny Upright
, quienes recriminaron la actitud violenta de los agentes y me salvaron de un buen número de huesos rotos.

—Vamos, Ray —terció Godley tratando de atraparme con engaños contra la esquina. Su ira y desprecio era tanta como la de sus compañeros, pero era un oficial inteligente, y viendo mi estado de desesperación imaginó que una palabra amable haría que hablara con más facilidad que todos aquellos golpes—. Ya sé que no es culpa tuya, esas niñitas te provocan, se ríen de ti... no te reprocharían nada si vieran cómo te tratan. Lo que ocurre es que tengo que saber dónde has metido a esa chica, ¿me lo dirás? —Yo no hablé, casi no podía en mi estado. Ya pasaría esa tormenta de palos, que acrecentó mucho en intensidad y pericia de torturador cuando me negué a contar nada. Cuando escampara descansaría en la seguridad de un calabozo, al fin. Añoraba la disciplina de Pentonville. No obstante, Thick me recordaba, tanto a mí como al español que me socorrió dos días antes. Consideró oportuno mandar un mensaje a Torres, puesto que mostró tanto interés por mí, en la confianza de que tal vez pudiera aclarar algo del paradero de la niña.

Torres, apurado, pidió a la señora Arias que permitiera a su hijita que lo acompañara. Dijo que la niña había sido testigo y principal parte en mi «hazaña», fuera esta la que fuera, y podría interceder así mejor ante la policía, contando mis buenas acciones y salvándome de ese indudable equívoco.

—Voy con usted —dijo de inmediato la buena mujer.

—No es preciso, amiga mía, ¿me permite tratarla así? —La viuda sonrió coqueta, y asintió—. Solo necesito a Julieta para que cuente a las autoridades lo ocurrido, le aseguro que cuidaré de ella...

—No faltaba más, señor Torres. Sé que mi Juliette estará a salvo y mejor que con nadie con usted, y si puede ayudar al señor Aguirre... qué pena, un hombre de su bondad... —Torres miró sin saber cómo reaccionar. La viuda bajó el tono y adoptó una actitud cómplice—. No tema, su secreto está a salvo conmigo. Sé que su aspecto tiende a atraer la suspicacia de la gente, yo pensé mal de él al verle, que Dios me perdone. Si de algún modo puedo devolver el inmenso bien que ha hecho a mi familia... yo quisiera...

¿Qué pudo contarle aquel diablillo de ojos verdes?, se preguntaba Torres, pero solo dijo:

—Le ruego que aguarde aquí a nuestra vuelta. No quisiera verla envuelta en este indudable equívoco más de lo necesario. Además, debe atender a sus otros inquilinos —solo había dos más, y uno abandonaba su habitación esa misma tarde—, que pensarían si la vieran salir de casa tan temprano, y con prisas...

La viuda Arias cedió a desgana y los dos marcharon a mi rescate.

Cuando llegaron a la comisaría serían ya las cinco y media pasadas de una preciosa mañana londinense, el barrio se hallaba en plena actividad de sábado, los géneros llegados ya a los mercados, los trabajadores en sus quehaceres, comercios y tabernas abiertas. Le atendió un tal inspector Chandler, que le contó de modo sucinto los acontecimientos y le llevó ante mi molida persona.

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