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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (39 page)

BOOK: Los hornos de Hitler
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Cruzó por mi mente una nueva idea, que a punto estuvo de hacerme perder la razón. La aldea polaca que acabábamos de abandonar estaría a estas horas probablemente liberada. Empecé a morderme las cuerdas que sujetaban mis manos.

Bastantes madres jóvenes y muchachas, que como yo, caminaban amarradas a los carros, no pudieron aguantar el frío, el hambre y el terror de las marchas forzadas, y perecieron. Nadie desató los cadáveres, y siguieron adelante, arrastrados por los vehículos. Los alemanes ya no se fijaban en nada; su único pensamiento era escapar de aquel territorio amenazado.

Pasamos la tercera noche de nuevo en un establo. Los alemanes se tiraron sobre la tierra. Estaban bebiendo en su mayoría. Mi captor se consiguió unas cuantas botellas y comenzó también a empinar el codo.

A altas horas de aquella noche, mis tres días de roer constantemente las cuerdas fueron coronados por el éxito, porque, por fin, se me cayeron de las muñecas. Pero tenía las encías doloridas y sangrantes, y me rompí algunos dientes.

Todo estaba en el más profundo y cansado silencio, y sus ronquidos se imponían a cualquier otro ruido. Intenté escabullirme entre el grupo de los que dormían, pero el que guiaba el carro al cual había estado amarrada se incorporó sobre el codo. Estaba borracho, aunque todavía conservaba la lucidez suficiente para disparar si creía que estaba tratando de fugarme. Tenía que escoger entre su vida y la mía. Agarré una de las botellas que había por allí y se la descargué con toda mi fuerza sobre la cabeza. El vidrio se hizo añicos, y el alemán se desplomó de bruces. Desde el umbral, miré hacia atrás. Ya no se movía. Sentí asco en el estómago. Aunque se tratase de un nazi aborrecible, el pensamiento de matar me producía una impresión horrenda.

El espectáculo no había cambiado fuera de la carretera, como no fuese porque había más soldados alemanes en fuga desesperada. No me atreví a echar a andar en dirección contraria, porque hubiese dado lugar a que sospechasen de mí. Me decidí por los caminos secundarios, aunque también estaban atascados de hombres que huían en la misma dirección. No me quedaba más remedio que esconderme entre las casas y procurar evitar a los soldados.

Llevaba oculta creo que horas, cuando divisé, por fin a una mujer. Me armé de valor y le hablé. Pero los soldados alemanes seguían todavía ocupando su casa, y no podía admitirme. Sin embargo, me llevó hasta un río y me indicó una casa perfectamente iluminada que había en la otra orilla. Si atravesaba a nado la corriente, me dijo, estaría a salvo. Los alemanes estaban evacuando aquel pueblecillo.

Era febrero. El río arrastraba grandes témpanos de hielo. Además, ya empezaba a alborear. Pronto sería demasiado peligroso, porque me verían nadando. Pensé en Auschwitz. Allí siempre había estado dispuesta a aventurarme a cualquier cosa. Por fin, fui bajando hacia la orilla. Si había sobrevivido a las cámaras de gas, bien podría sobrevivir al río.

Según fui descendiendo, la buena campesina se santiguó y se cubrió los ojos con las manos. Completamente vestida y tal como estaba, me tiré a las aguas heladas del río. Cuando llegué a la otra margen, ya había casi amanecido. Todavía no estaba liberada la aldea, pero los alemanes la abandonaban, y aquella casa tan brillantemente iluminada estaba vacía. Más tarde me enteré que sus habitantes se habían escondido en cuevas, porque su pueblo, situado en medio de un bosque, era el centro de un fuerte ataque, y tanto los alemanes como los rusos estaban cañoneándolo. Siguió una batalla terrible y enconada, pero no llegó a su punto álgido sino al caer la noche. Los rusos tiraron sus «velas de Stalin», y por un momento, el lugar quedó bañado de luz.

Fuera, yo seguí gozando de aquel espectáculo inolvidable. Estaba demasiado fascinada, y quizás demasiado asustada, para correr. Las casas desaparecían en pocos momentos bajo el nutrido bombardeo. El silbido de las balas de ambos lados producía una música macabra. Sin embargo, pude distinguir relinchos nerviosos de caballos, el carburar de motores a toda velocidad, y hasta gritos y voces. Desde la derecha, donde estaban los rusos, las voces me llegaban cada vez más claras, mientras, simultáneamente, los ruidos de la izquierda disminuían. No me cupo duda de que el poder alemán se tambaleaba. La
Wehrmacht
se batía de nuevo en retirada.

El dueño de la casa, quien me había visto acercarme, fue a recogerme. Estaba seguro de que había muerto en el bombardeo. Cuando los campesinos empezaron a emerger de sus cuevas con las mejillas rojas y los ojos insomnes, creyeron al verme que tenía pacto con el diablo y miraron a otro lado. Yo no intenté explicarles lo que significaba para mí haber sido testigo de una victoria sobre los alemanes.

Todos estaban seguros en afirmar que todavía pasarían tres días antes de que llegasen los rusos. Sin embargo, aquella misma noche, las tropas de choque rusas se abrieron camino y tomaron el pueblo.

Inmediatamente cambió el aspecto de la aldea. No hacía mucho que habíamos visto a la
Wehrmacht
y a las unidades de las
SS
dando por todas partes órdenes en alemán. Ahora escuchábamos un idioma nuevo, un idioma extraño para nosotros, y estábamos delante de gente a quien jamás habíamos visto… ¡Pero nos habían obsequiado con el mejor regalo que la vida puede dar… la libertad!

Capítulo XXVII

Todavía tengo Fe

A
l mirar hacia atrás, yo también quiero olvidar. Yo también anhelo la luz del sol, la paz y la felicidad. Pero no resulta tan fácil desechar los recuerdos de la
Gehenna
[31]
cuando han quedado destruidas las raíces de la vida y no se tiene nada vivo a qué poder regresar. Al escribir estas memorias personales, he tratado de cumplir el mandato que me confiaron los muchos compañeros de cautiverio en Auschwitz que perecieron de muerte tan horrible. Éste es mi homenaje fúnebre para ellos. ¡Qué Dios haya acogido en su seno sus desventuradas almas! No hay infierno que pueda igualarse al que ellos hubieron de padecer.

Pero, francamente, quiero que mi libro signifique algo más que eso. Quiero que el mundo lea lo que he escrito y se decida a que esto no vuelva a ocurrir jamás de los jamases. No me cabe en la cabeza que después de haber leído este relato, queden dudas sobre el asunto. Aún en estos momentos, en que trazo con mi pluma las últimas palabras, surgen ante mí figuras silenciosas, que, en su mutismo, me ruegan que cuente también su historia. Puedo resistir el recuerdo de los hombres y de las mujeres, pero me persiguen los fantasmas de los niños pequeños… de los pequeños duendes…

El 31 de diciembre de 1944, el Alto Mando de las
SS
pidió al campo de Birkenau que le mandase un informe general sobre los niños internados. A pesar de las selecciones originales, quedaron todavía muchos de estos pequeños que habían sido separados de sus familias. Los alemanes resolvieron que tenían que desaparecer… y que había que hacerlo rápidamente y a bajo costo.

¿No convendría arrojarlos a un foso de cemento, derramar gasolina sobre ellos y prenderles fuego, como siempre se había hecho antes? No, la gasolina escaseaba. Y las municiones hacían falta en el frente.

Pero los alemanes siempre tenían recursos para todo. Recibimos la orden de «bañar» a los niños. En Birkenau no se discutían las órdenes. Había que cumplirlas, por repugnantes e innobles que fuesen.

Por la interminable carretera del campo de concentración, que había sido el
Vía Crucis
de tantos millares de mártires, los pequeños prisioneros empezaron a avanzar en larga procesión. Se les había cortado el pelo. Se tropezaban con los pies descalzos y cubiertos de andrajos. La nieve se había derretido bajo sus pies, y la carretera del campo estaba cubierta de hielo. Algunos pequeños se caían. A cada caída seguía un latigazo de la fusta cruel.

De repente, volvió a nevar. Los niños se tambaleaban en su marcha hacia la muerte, con sus harapos cubiertos de blancos copos. Guardaban silencio bajo los latigazos, un silencio tan profundo como el de los pequeños duendes de la nieve. Y seguían adelante, titiritando, incapaces ya de llorar, resignados, exhaustos, aterrados.

El pequeño Thomas Gastón se cayó. Sus grandes ojos oscuros, brillantes de fiebre, parecían fascinados por el látigo, y seguían su movimiento restallante en el aire por encima de él. Los golpes se abatían sobre su cuerpo, pero el pequeño Thomas estaba ardiendo de fiebre. Ya no tenía fuerzas ni para llorar ni para obedecer. Lo levantamos y nos lo llevamos en los brazos. Cuántas veces le habían pegado.

Un grito ronco rasgó el silencio.

—¡
Stehenbleiben
! ¡Alto!

Llegábamos a las duchas.

Unos minutos más tarde, sin jabón ni toallas, teníamos que «bañar» a los niños en agua helada. No podíamos secarlos. Les pusimos otra vez sus andrajos sobre los cuerpecitos chorreantes y los mandamos en columnas, como siempre… para que esperasen. Tal fue la manera que los ingeniosos alemanes discurrieron para «resolver» el problema de los niños, el problema de los inocentes de Birkenau.

Cuando quedaron «bañados» todos los pequeños, se pasó revista. Tardaron en ella cinco largas horas aquel día, cinco horas después de haberlos bañado en agua helada, mientras los niños estaban en posición de firmes bajo el frío y la nieve.

—¡El Niño Jesús va a venir a buscarte en seguida! —se mofó un guardián alemán, dirigiéndose a un pequeño que esperaba con los labios azules, aterido ya del todo. Pocos fueron los niños de Birkenau que sobrevivieron a aquella revista. Los que quedaron con vida iban a caer más tarde bajo los garrotes de los alemanes. Y conste que la mayor parte de ellos eran «arios»; sólo que polacos, lo cual quería decir que no pertenecían a la «raza superior».

Por fin se nos ordenó regresar. Según avanzábamos por la calle del campo, los azadones y los picos se callaron un momento, porque nuestros compañeros de cautiverio, que trabajaban en la carretera, nos miraron. Los
SS
restallaron sus látigos. Tuvimos que hacer andar más aprisa a los niños.

—¡Madre! —tartamudeó el pequeño Thomas Gastón. Su cuerpecito, atormentado por la fiebre, estaba ya en las garras de la muerte…

Por fin volvimos a las barracas. Los pequeños que habían sobrevivido a aquella prueba se movían como autómatas, y estaban medio muertos de agotamiento. Pero en aquel estado, fueron llevados de nuevo a los fríos establos. Tomasito murió en el camino, como centenares de ellos. Las que lo habíamos cargado tuvimos que depositar su cuerpecito detrás de las barracas, porque así lo mandaban las ordenanzas, aunque sabíamos que enormes y asquerosas ratas estaban esperando a devorar su carne todavía caliente.

Era el último día del año… Caían enormes copos… Oíamos las ratas… Pero no podíamos hacer otra cosa más que cerrar los ojos y rezar porque llegase la justicia… ¡La justicia! Era la víspera de año nuevo… En alguna parte de la tierra, más allá de las alambradas de púas, los hombres libres se estrechaban la mano y levantaban sus vasos para desear a los demás un Feliz Año Nuevo… Pero en Birkenau, las ratas estaban cebándose en la carne de los niños de Europa.

Quizás pregunte el lector: «¿Qué podré hacer yo personalmente para que estas cosas horrendas no se repitan?».

Yo no soy entendida en política ni economista. Soy simplemente una mujer que padeció, que perdió a su marido, a sus padres, a sus hijos y a sus amigos. Yo sé que el mundo tendrá que compartir colectivamente la responsabilidad. Los alemanes pecaron criminalmente, pero lo mismo hicieron las demás naciones aunque sólo sea por negarse a creer y a afanarse día y noche en salvar a los desventurados y desposeídos, por cuantos medios estuviesen a su alcance. Sé que si la gente de todo el mundo se propone que de ahora en adelante reine una justicia indivisible y que no haya más «Hitlers», algo se conseguirá. Indudablemente, todos aquellos cuyas manos se hayan manchado con sangre nuestra, bien sea directa bien indirectamente, tienen que pagar por los crímenes que han cometido, lo mismo si son hombres que si son mujeres.

Si no se hace así, constituirá un verdadero ultraje para millones de muertos inocentes. Recuerdo las interminables discusiones de nuestros días estudiantiles cuando nos formulábamos la pregunta de si el hombre era fundamentalmente bueno o malo, y tratábamos de hallar una respuesta. En Birkenau se sentía una tentada de responder que el hombre era inalterablemente malo. Pero esto sería una confirmación de la filosofía nazi, la cual pretende que la humanidad es estúpida y perversa, y que necesita ser metida en rodera a base de palo. Acaso el crimen más horrendo que cometieron contra nosotros los «superhombres» sea la campaña que desencadenaron, muchas veces con éxito, para convertirnos en unas bestias tan monstruosas como ellos.

Para llegar a esa degradación, desplegaron una disciplina estúpida, embrutecedora y desorientadoramente inútil, apelando a humillaciones increíbles, a privaciones inhumanas, a la amenaza constante de muerte, y, finalmente, a una promiscuidad repugnante.

Toda su táctica tendía calculadoramente a reducirnos al más bajo nivel moral. Y pudieron alardear de los resultados: hombres que durante toda su vida fueran amigos, terminaron aborreciéndose mutuamente con rencor y asco auténtico; los hermanos se peleaban entre sí por una corteza de pan; hombres que antes fueran irreprochablemente íntegros y honrados robaban cuanto podían; y con mucha frecuencia sucedía que era el
Kapo
judío el que molía a palos a su compañero de sufrimientos, de cautiverio y de sangre judía.

En Birkenau, como en la sociedad alabada y enaltecida por los filósofos nazis, prevalecía la teoría de que «el poder crea el derecho». El poder por sí mismo imponía respeto. Los débiles y los viejos no osaban esperar misericordia.

Cada campo, cada barraca, cada
koia
era una pequeña jungla separada de las demás, pero todas ellas estaban sometidas a los patrones y la ley de la selva virgen, de devorarse los hombres unos a otros. Para llegar a la cima de la pirámide en cada una de aquellas selvas vírgenes, había que convertirse en una criatura a imagen y semejanza de los nazis, carente de todo tipo de escrúpulos, pero sobre todo de sentimientos de amistad, solidaridad y humanidad.

En Egipto, los esclavos que construyeron las pirámides y sucumbieron durante su trabajo pudieron, por lo menos, admirar su construcción, contemplar la obra de sus manos, que iba levantándose cada vez más alta. Pero los prisioneros de Auschwitz-Birkenau que acarreaban montones de piedras, para volver a trasladarlas de nuevo al día siguiente a los mismos lugares de origen, no pudieron observar más que una cosa: la indignante esterilidad de sus esfuerzos.

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