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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Los hombres sinteticos de Marte (8 page)

BOOK: Los hombres sinteticos de Marte
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Sin duda se hubiera sorprendido de haber sabido hasta qué punto había acertado en lo que consideraba una broma grosera.

—¿Y cómo te va a ti en tu calidad de miembro de la guardia de un jed? —Me apresuré a cambiar de conversación.

—Pues muy bien. Te tratan estupendamente, tienes comida en abundancia y un sitio limpio donde dormir, y no creas que se trabaja demasiado, además tienes libertad casi absoluta. Si lo deseara, podría pasearme por toda la isla de Morbus, con excepción de los aposentos privados de los jeds, en tanto que a ti te está prohibido abandonar el laboratorio.Tocó una medalla que colgaba de su cuello—. Ahí la tienes, ésta es la insignia que me da tanta libertad; significa que estoy al servicio del Tercer Jed. Nadie se arriesgaría a interponerse en mi camino, soy una persona muy importante. ¡Ah, Tor-dur-bar, qué triste debe sentirse quien tan sólo sea un trozo de tejido animal andante y parlante, como tú!

—Es muy agradable tener un amigo tan importante —dije, ignorando su arrogancia—. Especialmente uno capaz de ayudarme en lo que pueda…

—¿Ayudarte en qué forma? —preguntó.

—Bueno, sé que los jeds están continuamente buscando buenos guerreros para sustituir a lo que son desmembrados en las luchas. Si yo fuera elegido para la guardia del Tercer Jed, juntos podríamos hacer grandes cosas. De modo que, en el caso de que me presentaras ante el consejo para ser examinado, podrías decir alguna palabrita cuando pregunten si alguien me conoce.

Durante un minuto Tee-aytan-ov me examinó con ojos críticos.

—¿Y por qué no? —dijo finalmente—. Pareces muy fuerte, y a veces, cuando los miembros de dos guardias luchan entre sí, es conveniente tener al lado un amigo dotado de fuerza. Sí, te ayudaré en lo que pueda. Algunas veces el jed nos pregunta si conocemos entre nuestros antiguos compañeros algún guerrero hábil y fuerte que además sea inteligente y, si se da el caso, le llaman para examinarle. Desde luego yo no aseguraría que tienes mucha inteligencia, pero creo que serías admitido por ser tan fuerte. ¿Tienes idea de hasta que punto lo eres?

No pude responderle con exactitud. Sabía que debía ser bastante fuerte por la facilidad con que cargaba los cuerpos, pero de todas formas respondí:

—Realmente no lo sé.

—¿Podrías levantarme en alto? —preguntó—. Como puedes ver, soy una persona bastante pesada.

—Puedo intentarlo —accedí.

Lo agarré fuertemente y lo separé del suelo con gran facilidad. En realidad casi me pareció que carecía de peso, de modo que se me ocurrió comprobar si podía levantarle por encima de mi cabeza. Y tuve un éxito mayor de lo que él o yo esperábamos, ya que su cuerpo fue proyectado por los aires casi hasta el techo de la sala, y apenas si tuvo tiempo de recogerlo de nuevo cuando caía a plomo.

Apenas se vio seguro sobre sus pies, me contemplo con asombro.

—¡Eres la persona más fuerte de Morbus! —dijo—. Nunca había visto a nadie tan fuerte como tú. Desde luego que hablaré al Tercer Jed acerca de ti.

Todavía con expresión estupefacta, se alejó de allí, dejándome lleno de esperanza. Hasta el momento había esperado que algún día Ras Thavas lograra incluirme en un grupo de hormads enviados para ser examinados por los jeds, pero como las filas de los guardias personales eran cubiertas a menudo con seres procedentes del campo, más allá de los muros de la ciudad; pensaba que debería esperar mucho tiempo antes de tener dicha oportunidad.

Ras Thavas me había destinado como sirviente personal de John Carter, de manera que no nos habíamos separado; y como ambos trabajábamos habitualmente para Ras Thavas, los tres estábamos constantemente en contacto. En presencia de otros, se me trataba como a cualquiera otro hormad, como a un sirviente torpe e ignorante; pero cuando estábamos solos me aceptaban desde luego como a un igual. También ellos se maravillaban de mi fuerza, que en realidad no era sino un accidente en el crecimiento corporal del verdadero Tor-dur-bar. Estaba seguro que, más de una vez, Ras Thavas estuvo tentado de despedazarme y arrojar mis fragmentos a un tanque de regeneración con la esperanza de producir una nueva serie de hormads superpoderosos.

John Carter es una de las personas más humanas que nunca he conocido. Un gran hombre en cualquier sentido de la expresión, como estadista y como soldado; además, quizás el mejor espadachín viviente de Barsoom, feroz y terrible en el combate, pero modesto y agradable en cualquier otra circunstancia, y poseedor en todo instante de un gran sentido del humor. Cuando nos hallábamos solos solía bromear conmigo acerca de mi recién adquirida «hermosura», de forma que ambos acabamos riendo a carcajadas, aunque ciertamente mi aspecto más podía inspirar horror que alegría. Aquel torso inmenso en equilibrio sobre dos cortas piernas, aquel brazo derecho colgando hasta más abajo de las rodillas, mientras que izquierdo apena si me llegaba a la cintura… todo estaba grotescamente fuera de proporción.

—Pero tu cara es, desde luego, el mayor de tus atractivos —me decía el Señor de la Guerra, tras contemplarme largamente—. Me gustaría llevarte a Helium en tu cuerpo actual. Bastaría decir «Aquí está el noble Vor Daj, padwar de la guardia del Señor de la Guerra» y todas las mujeres caerían a tus pies.

Efectivamente, mi rostro era como para llamar la atención. Ni siquiera una sola de sus facciones estaba colocada donde debía, y todas aparecían por completo desproporcionadas, mi ojo derecho parecía haber emigrado hacia arriba, situándose cerca de la línea del pelo y siendo el doble de grande que el izquierdo; por su parte, éste se hallaba sólo a unos milímetros de la oreja del mismo lado. Mi boca nacía casi en la barbilla, y luego seguía con una pendiente de alrededor de 45 grados hasta un lugar por debajo de mi alejado ojo izquierdo. Mi nariz apenas era algo más que un botón, y ocupaba el lugar del que mi pequeño ojo izquierdo parecía haber desertado. Una de mis orejas era un brote pequeño y retorcido, mientras que la otra se mostraba como una masa peduncular que colgaba a lo largo de la mejilla correspondiente. Todo ello me hacía creer que la simetría de los humanos normales pudiera no ser una simple cuestión de accidente, tal como sostenía Ras Thavas.

En lo que se refiere al primitivo Tor-dur-bar, ahora en su nuevo cuerpo, había solicitado tener un nombre en vez de un número, de modo que Ras Thavas y John Carter le habían bautizado con el de Tun Gan, una aproximada transposición del primer nombre de Gantun Gur. Después de que dije, al respecto de la conversación de Tee-aytan-ov, que éste se había dirigido a mí como Tor-dur-bar, a Ras Thavas se le ocurrió decirle a Tun Gan que había injertado el cerebro de un nuevo hormad en su viejo cuerpo, y así lo hizo a la primera oportunidad.

Poco después me encontré con Tun Gan en uno de los corredores del laboratorio. Me miró fijamente por un instante, y luego me detuvo.

—¿Cuál es tu nombre?

—Tor-dur-bar —le respondí.

Se estremeció visiblemente.

—¿Te has dado cuenta del aspecto tan horrible que tienes? —preguntó, y luego continuó, antes de que pudiera replicar—. Apártate de mi camino si no quieres ir a parar al incinerador o a los tanques de cultivo.

Cuando conté lo ocurrido a Ras Thavas y a John Carter, ambos rieron de buena gana. Realmente era bueno poder reír de vez en cuando, máxime teniendo en cuenta que en la situación en que nos encontrábamos no existían muchas ocasiones de diversión. Yo mismo estaba preocupado por Janai, y también por las posibilidades que tendría de verme de nuevo en mi antiguo cuerpo; Ras Thavas sentía el fastidio de no haber podido recuperar su laboratorio de Toonol y vengarse por sí mismo de Vobis Kan, el jeddak; y John Carter, según yo podía advertir, no dejaba de pensar en la situación en que se encontraba su princesa.

Estábamos hablando en el estudio privado de Ras Thavas cuando nos fue anunciada la visita de un oficial de palacio, y en el acto, sin esperar a ser invitado, el sujeto irrumpió en la estancia.

—Vengo por un hormad que se llama Tor-dur-bar —dijo—.Entregádmelo inmediatamente; es una orden del Consejo de los Siete Jeds.

Era un individuo hosco y arrogante, sin duda uno de los cautivos de raza roja en quienes se había implantado cerebro de hormad. Ras Thavas se encogió de hombros y me señaló.

—Ese es Tor-dur-bar —dijo simplemente.

CAPÍTULO X

Me reúno con Janai

Otros siete hormads estaban alineados junto conmigo, ante el estrado sobre el que se sentaban los siete jeds; y comprobé que yo era, sin duda ninguna, el más feo de todos.

Nos hicieron muchas preguntas, en una especie de test de inteligencia destinado a seleccionar aquellos hormads dignos de servir en aquel selecto cuerpo de monstruosos guardias. Pero hube de aprender que también era necesario alguna apariencia física, pues uno de los jeds me echó una ojeada y luego me rechazó con un gesto.

—No queremos en nuestros cuerpos de guardia criaturas tan espantosas —dijo.

Paseé mi mirada por los otros hormads que estaban en la sala, y francamente no encontré mucho que escoger entre ellos y yo; todos éramos unos monstruos como para producir pesadillas. ¿Qué diferencia podía haber en que yo fuese un poco más feo? Pero por descontado, no había nada que yo pudiera hacer, de manera que, desalentado me aparté de la fila.

Rechazaron a cinco de los siete hormads restantes, y aceptaron a los otros dos, aunque tanto uno como el otro hubieran podido ganar fácilmente un concurso de imbecilidad.

Fue entonces cuando el Tercer Jed se dirigió a un oficial.

—¿Cuál de ellos es el hormad que he mandado venir? —preguntó—. ¿Cuál de ellos es Tor-dur-bar?

—Yo soy Tor-dur-bar —dije.

—Ven aquí —ordenó El Tercer Jed, y de nuevo subí los peldaños del estrado.

—Uno de mis guardias me ha dicho que eres la persona más fuerte de Morbus —continuó el Tercer Jed—. ¿Es cierto eso?

—No lo sé —respondí—. Desde luego, soy muy fuerte.

—Dice que puedes lanzar un hombre hasta el techo, y luego recogerlo cuando cae. Muéstrame cómo lo haces.

En el acto agarré a uno de los hormads rechazados y lo lancé por los aires lo más arriba que pude. Y entonces supe que no conocía mi propia fuerza, pues la pobre criatura se estrelló contra el techo con un sonoro golpe, y cuando cayó de nuevo a mis brazos estaba inconsciente y sangrando. Los siete jeds y el resto de los presentes en la sala me miraron con estupefacción.

—Puede que no sea demasiado hermoso —dijo el Tercer Jed—, pero le quiero en mi guardia.

—El jed que antes me había rechazado tuvo algo que objetar.

Los guardias deben ser inteligentes —dijo—, y esta criatura, a juzgar por su aspecto, no puede tener ni una onza de cerebro dentro de lo que le sirve de cabeza.

—Vamos a verlo —dijo otro jed.

Tras de lo que todos empezaron a hacerme preguntas. Desde luego se trataba de cuestiones muy simples, que el más ignorante de los hombres rojos hubiera podido responder con gran facilidad, ya que quienes preguntaban tenían tan solo cerebro y experiencia de hormads.

—Pues es muy inteligente —dijo el Tercer Jed—. Ha respondido fácilmente a todas nuestras preguntas. Insisto en quedarme con él.

—Lo echaremos a suerte entre nosotros —intervino el Primer Jed.

—No haremos nada de eso —tronó entonces el Tercer Jed, enfadado—. Me pertenece a mí. ¿Acaso no he sido yo quien le ha mandado venir? Ninguno de vosotros había siquiera oído hablar de él.

—Votemos sobre ello —propuso el Cuarto Jed.

El Quinto Jed, que era el que me había rechazado al principio, no decía nada. Quizás pensaba que yo le había hecho pasar por tonto al probar ser una mercancía tan deseable que varios jeds se me disputaban.

—Vamos —invitó el séptimo Jed—, empecemos la votación para decidir si se lo entregamos al Tercer Jed o le echamos a suertes entre nosotros.

—Bueno, pero será una pérdida de tiempo —intervino el Tercer Jed—, puesto que de una manera u otra, yo me quedaré con él.

Se trataba de un hombre muy grande, más robusto que cualquiera de sus colegas.

—¡Siempre estás creándonos problemas! —se quejó el Primer Jed.

—Sois vosotros quienes creáis problemas —rebatió el Tercer Jed—, al intentar privarme de lo que legítimamente me pertenece.

—El Tercer Jed tiene razón —apoyó de pronto el Segundo Jed—. Ninguno de nosotros se había interesado por ese hormad. Incluso se le había rechazado, antes de que el Tercer Jed probara que podía ser un guardia muy conveniente.

Discutieron todavía durante algún tiempo, pero finalmente el Tercer Jed se salió con la suya, y yo tuve un nuevo amo. Para empezar me puso a cargo de uno de sus propios oficiales, a fin de que me iniciara en los deberes de un guardia en el palacio de los siete jeds de Morbus.

El oficial me condujo por un largo pasillo hasta llegar a una sala bastante grande donde se encontraban muchos otros guerreros hormads. Tee-aytan-ov estaba entre ellos, y no perdió tiempo para empezar por presumir de haberme introducido en el cuerpo de guardias.

Una de las primeras cosas que me enseñaron fue que debía luchar, y si era preciso morir, en defensa de la persona del Tercer Jed. Me colgaron del cuello la insignia de los guardias, y luego el oficial se dispuso a entrenarme en el manejo de la espada larga. Debí fingir entonces una cierta torpeza, para que mi instructor no llegara a sospechar que estaba mucho más familiarizado con aquella arma que él mismo; pero de todas formas me cumplimentó por mi habilidad, y dijo que a partir de ahora se ocuparía diariamente de entrenarme.

Mis camaradas de la guardia resultaron ser un estúpido y egoísta lote de cretinos. Se mostraban envidiosos entre sí, y también de los siete jeds, que, después de todo, no eran sino otros hormads como ellos, con cuerpo de hombres rojos. Pude descubrir que tan sólo el miedo les tenía a raya, pero que todos tenían la suficiente inteligencia como para estar descontentos de su vida y envidiar a los oficiales y a los jeds, quienes tenían poder y autoridad; ciertamente el terreno estaba abonado para el motín y la rebelión. Podía sentirse, a poco instinto que se tuviera, una ahogada subcorriente de descontento, mitigada por el miedo a los espías e informadores que pudieran deslizarse entre ellos, y que les impedía expresar sus sentimientos en voz alta.

Por mi parte, desde luego, la única desesperación era el retraso del momento en el que podría volver a ver a Janai. No me atrevía a preguntar sobre ella, lo que hubiera podido levantar sospechas, y por tanto decidí familiarizarme poco a poco con el paleto hasta conseguir averiguar dónde se hallaba recluida.

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