Los hermanos Majere (3 page)

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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

BOOK: Los hermanos Majere
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El joven guerrero trazó líneas imaginarias que unían los puntos brillantes de las estrellas hasta conformar los símbolos del Bien y del Mal. Vislumbró la constelación que les había dado el apellido: el dios Majere, también conocida como Rosa Solitaria por los elfos (según le dijo su amigo Tanis) y como Mantis por los Caballeros de Solamnia (según Sturm). La constelación se extendía en la profunda oscuridad suspendida sobre su cabeza. Caramon sabía por Raistlin que esta agrupación de estrellas otorgaba, en apariencia, estabilidad de pensamiento y paz de espíritu. Al menos, en cuanto a él se refería, la contemplación del firmamento le producía una sensación de seguridad, de equilibrio duradero. Ocurriera lo que ocurriese en el mundo, las constelaciones siempre estarían allí, inamovibles.

Caramon hizo un saludo a las estrellas y se puso de pie. Había llegado el momento de trabajar. Se movió en silencio, con cuidado de no despertar a su hermano; amontonó las armas a sus pies e inició el repaso acostumbrado. Tenía tres espadas, todas ellas desgastadas y marcadas por las batallas. Una era una espada bastarda, también llamada de palmo y medio porque se podía manejar tanto con una mano como con dos. La empuñadura estaba sucia, con manchas oscuras de sangre. La cruz de la guarnición, una sencilla barra metálica carente de adornos que separaba la empuñadura de la hoja de ciento veinte centímetros de largo, presentaba muescas y mellas de tanto rechazar los ataques de innumerables oponentes.

Las otras dos armas eran más pequeñas: una espada ancha provista de contrapeso, y una daga que utilizaba, por lo general, para frenar los golpes del contrario, que tenía una hoja de cuarenta y cinco centímetros de largo y una guarnición que cubría el puño. Éstas eran las armas de un guerrero experimentado, de alguien que jamás sacrifica su honor en aras de una victoria. Eran viejas y fieles compañeras de camino.

Las otras armas de Caramon eran botines de guerra, el regalo de los muertos. Poseía hasta tres dagas, cuyas hojas afiladas estaban engastadas en empuñaduras que tenían forma de demonio o dragón; un estilete de doble filo, de hoja ondulada como una serpiente; y varias armas arrojadizas: hachas pequeñas y dardos. Sin olvidar una manopla guarnecida de bronce, y varias nudilleras. Todas estas armas se las había arrebatado a unos enemigos que ya no las necesitaban.

El guerrero sacó una piedra de afilar y un paño, y se dispuso a limpiar las armas. Decidió repasar las espadas en primer lugar; afiló las hojas con la piedra y luego las frotó con el trapo que había mojado con agua del odre. Alzó una espada tras otra y las revisó a la luz plateada de Solinari, sosteniéndolas a la altura de los ojos a fin de cerciorarse de que las hojas estaban rectas, y enderezándolas con sus propias manos cuando no le satisfacía el resultado del examen. Buscó señales de hendiduras o muescas en el acero, lo que supondría que habría de desechar el arma para no correr el riesgo de que se quebrara en mitad de una liza. No había ninguna. Caramon, un experto en todo tipo de combate cuerpo a cuerpo, nunca dejaba que sus armas se deterioraran, sabedor de que el mantenimiento puntual y constante de las mismas podría salvarle la vida.

Se colocó el equipo, envainó las espadas, y repartió las armas restantes por el cuerpo fornido. Sus brazos musculosos podían doblar las barras más gruesas, levantar los objetos más pesados, apartar los obstáculos más desmesurados. Las venas se le marcaban en los músculos bien definidos, firmes como planchas de hierro. Las correas que sujetaban la sencilla armadura carente de adornos crujían cuando el guerrero respiraba hondo. Las gruesas grebas protectoras que llevaba apenas le cubrían las piernas. Caramon, fuerte y robusto, había nacido dotado para la batalla, al igual que su hermano, para la magia. A la mayoría de la gente le costaba admitir que fueran gemelos.

El cielo estaba despejado; ni el menor rastro de nubes empañaba el fulgor de las estrellas.

—Hará un buen día —pronosticó el guerrero para sus adentros, al tiempo que se desperezaba. Se rascó la nuca con la mano izquierda, y con la derecha se frotó el rostro. Tenía frío.

Earwig había dejado que la hoguera se consumiera hasta quedar reducida a meros rescoldos.

Caramon suspiró con fastidio y barbotó entre dientes algunas imprecaciones contra el descuidado kender. Recorrió el perímetro de la arboleda en busca de ramas caídas y palos. Raistlin necesitaría el calor del fuego cuando despertase y unas buenas llamas con las que calentar el brebaje de hierbas del que dependía para calmar los accesos de tos.

El guerrero descubrió con desagrado que el entorno cercano se hallaba desprovisto de leña. Echó una ojeada por encima del hombro hacia el lugar donde yacía su hermano, todavía arrebujado entre las mantas, y luego se internó en el bosque con la esperanza de encontrar algún combustible sin necesidad de alejarse mucho de sus compañeros.

Hacía quince minutos que faltaba del campamento cuando escuchó un sonido extraño en las cercanías del mismo. En principio creyó que se debía a los movimientos de algún predador, pero después percibió otros ruidos, sigilosos y furtivos.

Caramon se agazapó tras el tronco grueso de un roble mientras que, con movimientos cautelosos, desenvainaba la espada bastarda y la pesada daga con guarnición. Escuchó atento y percibió unos susurros que pasaban una contraseña..., una contraseña de precaución, de ataque a la par. Desanduvo sus pasos en dirección al claro del campamento. El bosque le proporcionaba una cobertura excelente, la misma de la que se habían valido sus oponentes para que su presencia pasara inadvertida.

—Son cinco, los bastardos —contó para sus adentros Caramon, agazapado al resguardo de otro roble.

Oyó de nuevo ruidos de movimientos sigilosos y estudió la táctica que seguían a medida que los acechaba, atendiendo a los silbidos del cabecilla y a las respuestas de sus secuaces.

Consideró la posibilidad de enfundar la daga y utilizar alguna de las armas arrojadizas, un dardo o un cuchillo, para deshacerse de los atacantes uno por uno. Pero a medida que se aproximaba al borde del claro, olvidó por completo toda idea de estrategia.

Solinari y Lunitari alumbraban la escena del campamento; la luz plateada se entremezclaba con la roja y creaba sombras dobles que se deslizaban ondulantes al igual que los asaltantes.

Tres hombres, con sendas lanzas en las manos, rodeaban el lecho de mantas donde dormía Raistlin. Otros dos flanqueaban el de Earwig.

—Estos estúpidos nunca llegarán a Mereklar —dijo el más alto del grupo de tres, que se cubría el rostro con una capucha negra. El individuo alzó la lanza y la clavó en el cuerpo de Raistlin.

Caramon irrumpió como una tromba desde el bosque y se abalanzó hacia el centro del claro con atroces rugidos. Derribó con la espada a uno de los ladrones que se encontraba junto a Earwig, al mismo tiempo que enterraba la daga en el estómago del otro. No se preocupó de sacar el arma del cuerpo del ladrón, sino que asió la espada con las dos manos. La sangre que le palpitaba en los oídos ahogaba cualquier otro sonido; cegado por la cólera y el dolor, arremetió contra los restantes tres hombres.

Uno de los bandidos levantó la lanza para frenar la embestida, pero el golpe contundente de Caramon partió el astil y la hoja atravesó a su enemigo, quien murió con una expresión de sorpresa pintada en el rostro. Sin embargo, aquel ataque atropellado le costó caro al guerrero.

El segundo asaltante había aprovechado su descuido para situarse a su espalda y se aprestaba a ensartarlo con su arma. Caramon comprendió que no tendría tiempo de girar sobre sus talones para detener la acometida. No le importó. Su hermano había muerto y su vida carecía de sentido. A pesar de la visión borrosa a causa de las lágrimas, Caramon atisbó por el rabillo del ojo el centelleo ominoso del acero asesino a punto de enterrarse en su carne...

El arma se detuvo a medio camino. El sujeto que la blandía estaba petrificado, rígido como un cadáver.

Caramon lo miró boquiabierto, tan perplejo que casi se le cae la espada. Entonces escuchó el murmullo de un cántico procedente del borde del claro y divisó la silueta de Raistlin que surgía de entre las sombras del bosque. El joven guerrero alargó una mano trémula hacia la figura de su hermano.

—¿Raist...? —balbució—. ¿Eres tú...?

La figura se acercó y Caramon dejó caer la mano tendida, los ojos prendidos en la mirada impasible del mago.

—¿Qué te ocurre, Caramon? ¿Has visto a un fantasma?

—¡Lo creí por un momento, Raist! ¡Pensé que habías muerto! —La voz le temblaba de tal modo que sus palabras apenas resultaron comprensibles.

—¡Si sigo vivo no es gracias a ti! —El semblante del mago, velado por las sombras de la capucha, no mostraba ni un atisbo de emoción.

Raistlin se acercó al asaltante inmovilizado y lo observó con fría curiosidad. El cuerpo del ladrón estaba petrificado por la magia. Era incapaz de moverse, incapaz de sobreponerse al poder del hechizo.

—Fui a recoger leña —farfulló Caramon, con expresión avergonzada—. Sinceramente, no creí que hubiera peligro alguno. No tenía noticias de que merodearan ladrones por estos parajes. El fuego se había apagado y sabía que te helarías hasta los huesos, y que no podrías preparar ese brebaje que tomas...

—¡Olvídalo! —cortó con impaciencia las explicaciones de su hermano—. No ha ocurrido nada irremediable. Sabes que tengo un sueño muy ligero. Los oí acercarse cuando aún estaban a cierta distancia. Una falta de sigilo inusual en ladrones profesionales, ¿no te parece, Caramon? —agregó el mago, con una mirada fija en el asesino.

—Sí, es cierto. De hecho, me parecieron algo torpes —afirmó el guerrero en tanto se rascaba la cabeza con aire pensativo.

—Es una lástima que el jefe haya huido.

—¿Escapó? —bramó Caramon al tiempo que echaba una ojeada en derredor.

—Sí, era el que llevaba la capucha negra. Echó a correr en el momento en que irrumpiste en el campamento. Habría resultado interesante charlar con él. ¿Escuchaste lo que dijo antes de atravesar con la lanza lo que creyó que era mi cuerpo laxo e indefenso?

Caramon rebuscó en su memoria, retrocedió más allá de la sangre, el miedo, y la angustia, y en su mente se repitieron las palabras: «Estos estúpidos nunca llegarán a Mereklar».

—¡Los dioses me condenen! —exclamó el corpulento guerrero, sorprendido por la implicación contenida en la frase.

—Sí, hermano mío. Nada de ladrones; asesinos a sueldo...

—Podría ir tras él.

—Sería inútil, no lo encontrarías. Tiene la ventaja de moverse en su propio terreno. Echemos una ojeada a nuestro cautivo.
¡Shirak!

La mágica luz del bastón centelleó. Raistlin sostuvo el cayado cerca del asesino en tanto su hermano aferraba el grasiento yelmo de cuero que protegía al hombre y se lo arrancaba de un tirón. El individuo que los miraba se había quedado paralizado por el conjuro del mago en el preciso momento en que se disponía a asestar el golpe. La boca del asesino se retorcía en una mueca cruel, sedienta de sangre. Era evidente el placer que le producía la idea de acuchillar a un hombre por la espalda.

—Voy a deshacer el conjuro. Sujétalo —advirtió el mago.

Caramon aferró al sujeto y le rodeó el escuálido cuello con un brazo poderoso, al tiempo que con la otra mano apoyaba una daga sobre la garganta del hombre.

La dorada mano del mago ejecutó un movimiento y el cuerpo del asaltante se sacudió. Al encontrarse libre del conjuro, el hombre hizo un breve intento por escapar, pero Caramon ciñó su presa ligeramente y apretó la punta de la daga contra la carne del asesino.

—¡No huiré! ¡Pero no le permitas que utilice otra vez la magia! —gimió el hombre, que había cesado de forcejear.

—No lo haré... si me respondes a unas cuantas preguntas —dijo Raistlin, con un murmullo siseante.

—¡De acuerdo, te lo diré todo!

—¿Quién os contrató para asesinarnos?

—No lo sé. Un tipo que se cubría con una capucha negra. No le vi la cara.

—¿Cómo se llama?

—Tampoco lo sé. No nos lo dijo.

—¿Dónde os reunisteis con él?

—En una posada cerca de Mereklar. El Gato Negro. Anoche. Dijo que tenía un trabajo para nosotros. ¡Pero sólo habló de robaros, nada de matar!

—Mientes —afirmó Raistlin con frialdad—. Os contrató para acabar con nosotros mientras dormíamos.

—¡No! ¡Lo juro! Yo...

—Estoy harto de escuchar sus balbuceos. Hazlo callar, Caramon.

—¿De forma permanente? —sugirió el guerrero, mientras rodeaba la garganta del asesino con su enorme manaza.

Raistlin simuló considerar el tema. El ladrón guardó silencio con el semblante distorsionado por el terror.

—No, todavía puede sernos útil. Sujétalo bien.

El mago se echó hacia atrás la capucha. Las trémulas luces de las lunas se reflejaron en sus ojos, en las pupilas en forma de reloj de arena que captaban la decadencia, el proceso destructivo, y la muerte de todo cuanto contemplaban. El resplandor arrancó destellos metálicos de su piel dorada y de sus cabellos prematuramente blancos que resultaban espectrales en un hombre de veintiún años. Con deliberada lentitud, Raistlin se acercó al prisionero.

El ladrón soltó un alarido y se debatió con desesperación en un fútil intento por librarse de las garras de Caramon.

El mago alargó la mano dorada y posó los cinco dedos sobre la frente del sujeto. El hombre se retorció al contacto del hechicero y comenzó a aullar.

—¡Cierra el pico y atiende a mi hermano! —gruñó el guerrero.

—Cuando te reúnas con el hombre de la capucha negra, dile que mi hermano y yo nos dirigimos a Mereklar y que no descansaremos hasta dar con él. ¿Has comprendido?

—¡Sí! ¡Sí! —chilló el asesino con voz lastimera.

—Y, ahora, invoco esta maldición sobre ti. La próxima vez que sesgues una vida a sangre fría, el espectro de tu víctima se levantará de entre los muertos y te perseguirá. Durante el día, rastreará tus pasos. En la oscuridad de la noche, hostigará tus sueños. Tratarás por todos los medios de librarte de él, pero será en vano. El espectro te conducirá a la locura y, por último, te forzará a utilizar tu vil puñal contra ti mismo.

Raistlin apartó la mano.

—Suéltalo, Caramon.

El guerrero aflojó su presa y el asesino se desplomó de rodillas en el suelo. Permaneció acurrucado, sin dejar de lanzar ojeadas furtivas a los hermanos. Caramon amagó un sesgo amenazador con su daga; el hombre se incorporó de un brinco y, dominado por el pánico, se metió en el bosque a todo correr. Varios minutos después todavía se lo oía chocar contra los árboles y tropezar con los arbustos.

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