Los hermanos Majere (21 page)

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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

BOOK: Los hermanos Majere
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—¿Cuándo advertisteis la desaparición de los gatos? —preguntó Caramon con un carraspeo para aclararse la garganta.

—Hace poco más de un mes.

—¿Cómo os disteis cuenta de que faltaban? Aun hoy, son muchos los que vagan por las calles.

—Claro que no era fácil advertirlo, dada cuenta del abultado número de animales que poblaban la ciudad. Sin embargo, la gente había hecho de unos u otros sus..., digamos, mascotas preferidas. O tal vez fueran los gatos los que adoptaron a las diferentes familias; no resulta sencillo de discernir. En cualquier caso, la gente notó que sus animales desaparecían, y poco después se hizo patente que el número de gatos había decrecido de manera alarmante.

—¿Os habéis asegurado de que simplemente no se han escondido en algún lugar? ¿O de que quizá han cruzado las murallas y están por los alrededores?

—No somos tan estúpidos —replicó la dignataria, con las finas cejas fruncidas en un gesto de enojo.

—No quise decir... —Caramon enrojeció hasta la raíz del cabello.

—Lo siento, amigo mío. —La Gran Consejera suspiró—. Discúlpame. Yo... Soporto una gran tensión estos días. En respuesta a tu pregunta, te diré que, en efecto, estamos seguros de que no se hallan por los alrededores. En caso contrario, no habríamos adoptado la medida de ofrecer esa recompensa.

—¿Qué es con exactitud lo que se espera de nosotros? —inquirió Raistlin.

—¿Qué va a ser? Que descubráis lo que sucede con nuestros gatos y que pongáis fin a este horror. —Shavas parecía sorprendida por la pregunta.

—Habéis dicho «queremos». ¿Los otros miembros del cabildo también requieren nuestra ayuda? —El hechicero estudió con atención el semblante de la mujer y advirtió que las ya pálidas mejillas perdían color. Ella eludió su mirada.

—Algunos se mostraron reacios a... a contratar a forasteros... —La dignataria vaciló antes de completar la frase.

Los labios del mago se curvaron en un remedo de sonrisa que acrecentó la expresión severa del rostro.

—¡Lo que calláis, señora, es que los otros consejeros no quieren a un mago en su ciudad, porque en su fuero interno culpan a toda la comunidad de hechiceros de su problema!

—¡No te ofendas, Raistlin! —Shavas le dirigió una mirada suplicante—. Es cierto que los demás miembros del cabildo atribuyen a los magos la desaparición de los gatos. Al menos, por el momento. No obstante, los he convencido de que te necesitamos, y de que no todos los hechiceros son malvados. ¿Nos ayudarás, por favor?

Caramon casi palpó la satisfacción desbordante de su hermano, la complacencia al lograr que la hermosa y apetecible mujer se arrastrara suplicante ante él. Sintió una cólera sorda contra su gemelo. Se adelantó con el propósito de consolar a su anfitriona, pero en aquel momento descubrió a Earwig que se embolsaba en el saquillo todas las piezas del tablero. El guerrero suspiró con irritación y su mano, tendida hacia Shavas, giró y aferró la del kender.

—¡Devuelve eso a su sitio!

—¿Qué?

—¡Las piezas del juego!

—¿Por qué? ¡Son mías!

—No lo son.

—Te digo que sí. Pregunta a Raistlin. Él las vio esta mañana en la posada. Aquí está la Reina de la Oscuridad, y aquí otra Reina de la Oscuridad... ¡Caray! ¡Ahora tengo dos! ¿No es maravilloso...?

Caramon arrancó de las manos del kender el saquillo con un brusco tirón y, sin hacer caso de sus protestas, vació el contenido sobre el tablero de juego.

—¿Veis alguna otra cosa que os pertenezca, señora?

Los ojos de Shavas recorrieron la figura de Earwig y se detuvieron un instante en el liso anillo de oro que llevaba en un dedo.

—No, ninguna otra cosa, gracias —respondió después.

—Es hora de que partamos. —Raistlin se incorporó con la ayuda del bastón—. Me siento cansado y son muchas las cosas en las que debo pensar.

—Ordenaré que mi carruaje os conduzca a la hostería —ofreció Shavas, a la vez que se levantaba de su asiento con donaire—. ¿Me comunicarás mañana si has decidido ayudarnos, Raistlin?

—Tal vez, señora. —El mago realizó una breve inclinación de cabeza y abandonó la estancia.

13

—¿Por qué tratas de ese modo a la gente, Raist? —demandó Caramon mientras se echaba hacia adelante en el asiento.

Los tres compañeros viajaban en uno de los carruajes privados de la Gran Consejera. Éste, a diferencia del que vieran a primera hora de la tarde, era un vehículo cerrado que los resguardaba del aire fresco de la noche. Raistlin estudió con curiosidad a su gemelo, sorprendido por el timbre antagónico de su voz, tan inusual en el guerrero.

—¿Tratarla de qué modo?

—Lo sabes muy bien. Ella no ha dicho ni ha hecho nada que te lastimara. —El hombretón no acertaba a expresar con palabras la ira que lo embargaba.

—¿Ah, no? —susurró el mago; su murmullo se perdió en los pliegues de la capucha roja y resultó inaudible para su hermano. Luego se desperezó un poco—. No seas ingenuo, Caramon —añadió en voz baja—. Admitirá nuestra ayuda sólo en la medida en que convenga a sus propósitos. Tú mismo la oíste confesar que los otros miembros del cabildo nos detestan y si contratan nuestros servicios es porque, de algún modo, están obligados a hacerlo.

—Es sólo a
ti
a quien detestan —dijo el guerrero; acto seguido, enmudeció. No comprendía por qué había dicho aquello, a no ser por el súbito malestar que lo aquejaba. Sus entrañas se retorcían como serpientes.

Raistlin dedicó una mirada escudriñadora a su hermano, pero no pronunció una palabra.

—Bueno, ¿entonces aceptamos o no el trabajo? —inquirió Earwig.

—¿A ti qué más te da, kender? ¿Desde cuándo te preocupa trabajar o no? —espetó Raistlin con irritación.

Earwig parpadeó, a la vez que se rascaba la mano. Le escocía y le picaba la piel de uno de los dedos.

—¡Me preocupan muchas cosas! Vosotros nunca me tomáis en serio. ¡Y deberíais hacerlo! En caso contrario, ¡quizá lo lamentéis algún día! —declaró mirando a la cara a los gemelos.

—Vamos, cálmate —murmuró Caramon, sin dejar de frotarse con la mano el estómago revuelto.

—Aceptaremos el trabajo. Es algo decidido desde el principio —comentó el mago.

—¿Cuándo empezamos? ¿Qué haremos en primer lugar? ¡He de saberlo! —instó Earwig con un tono estridente en exceso.

Caramon se volvió hacia el kender. El rostro del guerrero estaba contraído en una mueca mezcla de aturdimiento y dolor.

—¿Por qué te interesa tanto?

—¡Porque sí, y basta! —replicó Earwig con una expresión desafiante, tras lo cual se reclinó en el mullido respaldo del asiento y cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué demonios te pasa? —Caramon estaba desconcertado.

—¿Qué nos pasa a todos? —intervino Raistlin con brusquedad.

Los tres guardaron silencio. Cada uno de los gemelos tenía su propia respuesta, pero ni el uno ni el otro la expuso en voz alta.

El trayecto a la posada transcurría de manera tranquila, en medio de la quietud de la noche. Raistlin vislumbró las colgaduras que adornaban muchas de las casas a causa del cercano Festival del Ojo. Sacudió la cabeza con lentitud a la vez que golpeaba el suelo con el Bastón de Mago. ¡Ah, estas gentes! ¡Qué estúpidos ignorantes! Organizaban festejos y celebraban bailes sin conocer el motivo. No sólo lo ignoraban, sino que, aun en el supuesto de haberlo sabido, serían incapaces de comprender el terrible sacrificio que dio origen a esta fiesta.

Para alejar de su mente tan amargas reflexiones, el mago evocó el tiempo pasado con la Gran Consejera. Los momentos de intimidad compartidos habían sido excitantes, aunque demasiado breves. Ella se había escabullido de entre sus brazos con la misma sutileza con que lo había incitado a estrecharla contra sí; había pretextado en un susurro algo sobre los sirvientes que podrían sorprenderlos. Él, en un intento de olvidar la tibieza de su cuerpo, había vuelto de nuevo la atención hacia los libros alineados en las estanterías. Entre los volúmenes, vio textos de taumaturgia, de nigromancia y conjuros de invocación. Ante sus ojos maravillados se sucedían volúmenes de incalculable valor por su contenido en hechizos, sortilegios, fórmulas... Portentos mágicos recopilados a lo largo de las épocas, prodigios perdidos para el mundo desde hacía cientos de años.

«Oí hablar de alguno de estos libros en mis años de aprendizaje. ¿Cómo están aquí? ¿Por qué los tiene ella?», se preguntó. Recordó que Shavas había dicho que los libros se encontraban en la mansión cuando su familia se instaló en ella a raíz del Cataclismo. Desde luego, la explicación resultaba plausible, pero...

El mago se esforzó por rememorar todo lo que había visto en la biblioteca, incluso la decoración, las estatuillas, los cuadros... Encima de una de las mesas reposaban cinco piedras de diferentes matices, muy peculiares, todas ellas de unos diez centímetros de largo, suaves de textura, tan pulidas que reflejaban la luz del hogar. Su apariencia encajaba muy bien con la descripción dada en los textos de las desaparecidas Piedras Mensajeras. En un rincón se alzaba un modelo del universo que reproducía las órbitas de los cuerpos celestes; era un artilugio de bronce, una construcción de piezas móviles, esferas y calibres, resortes para tensar y dar cuerda a los muelles que movían las diferentes partes del inmenso astrolabio.

El roce de una mano sobre la suya lo sacó de su ensimismamiento y dio un respingo sobre el asiento; sin embargo, recobró la compostura de inmediato cuando vio que se trataba de Caramon.

—¡No me toques! ¡Sabes que no lo soporto! —exclamó con violencia.

—Lo siento, Raist, pero... me encuentro mal.

—¿En serio?
Shirak.

La luz del bastón brilló en el oscuro interior del carruaje. El mago escudriñó el semblante de su hermano. Tenía las facciones contraídas y bajo los ojos se marcaban unos surcos violáceos y profundos, como si no hubiese dormido durante varios días. El guerrero se dobló hacia adelante, con la espalda encorvada y los hombros hundidos.

—El licor —sentenció Caramon, que se reclinó contra el costado del carruaje en medio de quejumbrosos gemidos.

—¿Cuánto has bebido? —le preguntó su gemelo.

—No mucho —farfulló a la defensiva.

Raistlin observó al guerrero en silencio. Por regla general, Caramon era capaz de tumbar borracho bajo la mesa a cualquier hombre. Alargó la mano y cerró los dedos en torno a la muñeca de su hermano; percibió el pulso, demasiado rápido y alterado. La frente y el labio superior del guerrero estaban perlados de gotitas de sudor.

El mago conocía estos síntomas; los conocía muy bien, pero se negó a admitir la evidencia.

—Deberías controlar tus apetitos, hermano mío.

El carruaje los dejó frente a la hostería. En esta ocasión, el mago socorrió a su hermano y lo sostuvo hasta que franquearon la puerta de El Granero.

—Me encuentro bien, Raist. De verdad —protestó Caramon, avergonzado de su debilidad. Hizo un denodado esfuerzo para enderezarse y rechazó el brazo de su gemelo.

Raistlin lo contempló con fijeza; luego, se encogió de hombros y anduvo, apoyado en el bastón, hacia la escalera que daba al vestíbulo. Earwig lo siguió y remontó los peldaños con desgana. El kender llevaba la cabeza gacha, los ojos clavados en el suelo; no miraba ni a derecha ni a izquierda. Caramon fue en pos de sus compañeros; sus pasos eran inseguros, tambaleantes. El guerrero, en medio de la bruma que le embotaba el cerebro, se preguntó si el techo se desplomaría sobre él como le parecía.

El dueño de la posada se encontraba de pie tras el mostrador del vestíbulo, ocupado en revisar un montón de libros y en hacer anotaciones con una pluma negra. Levantó la vista al oír que entraban sus huéspedes.

—Regresáis tarde, caballeros. Es más de medianoche; por consiguiente, deduzco que vuestra reunión con la Gran Consejera ha transcurrido de manera satisfactoria, ¿verdad?

—En cualquier caso no es asunto de vuestra incumbencia —replicó Raistlin con una voz baja y sibilante mientras cruzaba frente al mostrador y proseguía sin detenerse en dirección a la escalera que llevaba a las habitaciones. El dueño, desairado por la seca contestación, reanudó su tarea.

Caramon tropezó en los peldaños y se cayó de rodillas. El mago volvió la cabeza y se detuvo con una expresión de preocupación en el semblante.

—Sigue, no te detengas —pidió el guerrero, que acompañó las palabras con un gesto conminatorio de la mano—. Necesito... descansar un momento, eso es todo. Me reuniré... contigo en la habitación.

El hombretón se incorporó con esfuerzo y se recostó contra la barandilla. Earwig ni siquiera había vuelto la cabeza y proseguía escaleras arriba, sin pausa.

La mirada de Raistlin fue hacia el kender, que actuaba de un modo tan extraño como su hermano. El mago dudaba a cuál de los dos atender.

—Te esperaré aquí, en el rellano, hermano —decidió por último, sin perder de vista al uno ni al otro.

El guerrero asintió con la cabeza y trepó poco a poco los escalones. Al llegar junto a él, Raistlin sostuvo al hombretón por el brazo y lo ayudó a salvar el trecho que los separaba de la habitación.

—Earwig, abre la puerta.

El kender asintió en silencio e hizo lo que el mago le ordenaba sin salir del mutismo en que se había sumido; actuaba como un sonámbulo. Caramon franqueó el umbral a trompicones. Al levantar la cabeza, captó a la luz del bastón un fugaz movimiento en la profunda oscuridad del cuarto.

—Raist... —comenzó, pero antes de que pudiera añadir algo más, su hermano lo apartó de un empellón hacia un lado.

La afilada punta metálica de un dardo centelleó a la luz del cayado y salió disparada directamente hacia el guerrero. Raistlin se interpuso raudo en la trayectoria del proyectil a la vez que extendía la capa con el propósito de parapetar a su hermano tras los gruesos pliegues del tejido. Otros dos dardos siguieron al primero, pero se enterraron en la tela roja de la túnica del mago antes de que alcanzaran el blanco.

El asesino, una figura vestida de negro, se abalanzó desde las sombras y esquivó al hechicero con una finta digna de un acróbata, brincó sobre el aturdido kender, salvó el tramo de escalones de un solo salto y, un momento después, desapareció en la noche.

Raistlin corrió hacia la ventana al tiempo que extraía de un saquillo un pedazo de cristal con el que se proponía realizar un conjuro, mas para entonces el asesino se hallaba lejos de su alcance. Dio media vuelta y regresó presuroso hacia su hermano, que yacía en el suelo.

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