Read Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros Online
Authors: John Steinbeck
Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras
—¿Estás loco? —protestó Fergus—. Taulurd te aplastará de un mazazo.
—No llevaré puesta mi propia perdición —dijo Marhalt con una sonrisa—. ¿Acaso la armadura me pondría a salvo de los golpes?
—No, supongo que no.
—Eso me lo enseñó su hermano —dijo Marhalt—. Estuvo a punto de matarme. Las únicas armas contra la fuerza y el tamaño son la pequeñez y la agilidad. Alcánzame el escudo, querida mía —le dijo a su dama. Tomó la espada, cuyo filo podía dividir en dos un cabello, y la sopesó en la mano.
—Te ceñiré la vaina —dijo la mujer.
—No, señora mía. No la llevaré. No quiero nada que sobresalga y me entorpezca el paso. Ahora, señor Fergus, ¿me llevarás donde el gigante?
—Creo que no podría soportar el espectáculo de verte enfrentado a un elefante. Enviaré a un hombre contigo.
—Yo te acompaño —dijo la doncella.
—No, querida mía. Espérame aquí.
—¿Por qué no puedo ir?
—Por la misma razón por la que no llevo la funda de mi espada.
El guía condujo a Marhalt por un borroso sendero que atravesaba pastizales y terrenos rocosos cubiertos de espinosa aulaga amarilla, y en la ribera le indicó una enorme y oscura saliente sobre un promontorio.
—Allí vive el monstruo, señor. Aquí te dejo y, si no tienes inconveniente, aquí me voy.
—Llévate mi caballo —dijo Sir Marhalt—. Aguárdame a cierta distancia de aquí.
—¿Lucharás a pie?
—No quiero un caballo que me estorbe. Si llega a despedazarme, trata de rescatar algún fragmento para mi señora. Colecciona
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Con sus silenciosos zapatos, Marhalt se encaminó hacia el gigante sentado sobre el promontorio. Tenía la enorme cabeza desgreñada hundida en el pecho y movía 1os hombros mientras entonaba, como un chico rebelde, una canción sin melodía. Su piel estaba embadurnada de mugre, y la brisa trajo hasta Marhalt un hedor nauseabundo. Alrededor del gigante yacían garrotes de roble y mazas de guerra de punta acanalada y cachiporras de espino y una descomunal barra de hierro con un cabo de plomo erizada de clavos. El gigante, concentrado en su canción infantil, no oyó los pasos de Marhalt.
—Buenos días, Taulurd —saludó con naturalidad el caballero—. Te traigo saludos de tu hermano Taulas.
La enorme cabeza se estremeció. Los ojos purpúreos llamearon a través del matorral de pelo sucio y la bocaza se llenó de baba, como la de un bebé al eructar. Taulurd esbozó unos gemidos guturales.
—Lamento tener que decirte esto, Taulurd —continuó Marhalt—, pero vas a tener que irte lejos, muy lejos. No sabes cómo tratar a los demás. Andas lastimando a la gente y no has aprendido a respetar la autoridad de los otros. Pero mírate un poco, Taulurd, ni siquiera has aprendido a higienizarte. Debería darte vergüenza. Apestas como una combinación de sepulcro y letrina. No puedes quedarte aquí.
Los ojitos de Taulurd lagrimearon como si estuviera a punto de llorar, y de pronto centellearon de furia y el sonsonete se transformó en un aullido bestial. Su manaza tanteó subrepticiamente en busca de la barra de hierro, y de pronto el gigante se incorporó de un salto. Duplicaba a un hombre en altura. La hirsuta cabeza se recortó contra el cielo y los labios babeantes se abrieron para mostrar una dentadura tiznada de negro. Avanzó dando tumbos y meciendo las caderas como un gorila. Se golpeó el pecho con el puño izquierdo y lanzó un agudo chillido de amenaza. Los músculos de los brazos y el pecho parecían serpientes.
Sir Marhalt no se movió de su sitio hasta que el gigante lo cubrió con su sombra y con su fétido aliento. La maza de hierro se alzó para golpearlo, y sólo entonces el caballero esquivó el golpe y se colocó a espaldas del gigante, mientras el mazazo hacía temblar el suelo.
—No sirve de nada —dijo Marhalt—. Eres un niño grandote y forzudo, nada más. No quiero lastimarte. Si te vas podemos ser amigos.
Vio que una expresión de astucia cruzaba los ojos del gigante al volverse, y advirtió que el garrote se elevaba un poco, y por la tensión de los músculos supo que le asestaría un rápido golpe lateral. Instantáneamente calculó la trayectoria de la maza y supo dónde caería. La maza cimbró como una guadaña y Marhalt trató de escapar de un brinco, pero tropezó con un guijarro y se tambaleó; la maza dio en el escudo, las puntas de hierro se lo arrebataron de la mano y estuvieron a punto de arrancarle el brazo izquierdo. Rodó por tierra y huyó en cuatro patas, y cuando se incorporó sintió un dolor espantoso en el hombro izquierdo.
Taulurd saltaba sobre sus talones, con graznidos y risotadas de triunfo.
—Eres un mal muchacho —dijo Marhalt—. No quiero lastimarte, pero si te comportas como un animal me temo que tendré que matarte, y es una vergüenza.
Entonces el gigante se abalanzó sobre él en una torpe carrera, blandiendo su arma y rugiendo con complacido furor. Marhalt se cercioró rápidamente de que no hubiese guijarros, aguardó a que el gigante estuviera a tres pasos, luego se agachó y saltó a la izquierda mientras un brazo se derrumbaba sobre él como un tronco de árbol. Entonces alzó el filo de la espada y desgarró el tendón del brazo, que se aflojó repentinamente y dejó caer el garrote.
Taulurd contempló estupefacto su brazo arruinado, mientras la sangre manaba a chorros de la arteria cercenada, y súbitamente el gigante rompió a llorar como un niño lastimado y temeroso. Caminó tambaleándose hasta el río y se sumergió hasta que sólo la cabeza asomó sobre la superficie, y allí se quedó, fuera de todo alcance, gimiendo y sollozando mientras el agua se teñía de rojo.
Marhalt se quedó en la orilla. No podía ir hasta el gigante a causa de la profundidad del río.
—Pobre criatura —dijo—. He matado a muchas bestias y muchos hombres, pero nunca con tanta tristeza como ahora. Lo siento, Taulurd, pero quizá cuanto más rápido mejor.
Recogió una piedra redonda del borde del agua y la tiró a la enorme cabeza. El gigante la esquivó y la piedra chapaleó junto a su oreja. Marhalt probó suerte una vez más y erró, pero la tercera piedra acertó en el centro de la frente, por encima de los desencajados ojos purpúreos, y Taulurd no tardó en hundirse boquiabierto mientras un gorgoteo de burbujas estremecía la ensangrentada superficie del río.
Marhalt aguardó un instante y poco después el monstruo emergió, balanceándose como un tronco caído. Pronto la corriente se adueñó de él y arrastró el enorme despojo hacia el mar.
Entonces el servidor vino al galope, gritando:
—¡Victoria, mi señor! Fue hermoso.
—Fue horrible —dijo Marhalt.
—Entremos enseguida a su castillo. Tiene prisioneros y tesoros.
—Sí, vamos.
El castillo consistía en una tosca estructura de piedras apiladas, un amplio cobertizo techado con pasto y ramas. Y en la penumbra yacían caballeros y damas y ovejas y cerdos sujetos de pies y manos, mugrientos y doloridos.
—Arranca el techo —dijo Marhalt—. Que entre un poco de luz a esta pocilga. —Y cuando pudo ver, cortó las ligaduras de brutos y personas con su filosa espada, y ellos se incorporaron con esfuerzo y cayeron aturdidos hasta que la sangre volvió a circular por sus venas.
En un rincón se apiñaban los caudales del gigante. Oro y plata, joyas y paños brillantes, crucifijos de piedras preciosas y cálices recamados de rubíes y esmeraldas, y junto a ellos, piedras de color y vidrios de iglesia rotos, y cuarzo y nudoso cristal y restos de vasijas azules y amarillas: un asombroso amasijo de inmensa fortuna e inmenso disparate.
—Pobre criatura —dijo con tristeza Sir Marhalt, contemplando la pila de objetos—. No sabía diferenciar. No le enseñaron a robar solamente objetos valiosos, como los hombres y mujeres civilizados.
—Aún quedan muchas cosas —dijo su guía—. Serás rico toda la vida aunque vivas doscientos años.
—Hazlo llevar al castillo del conde Fergus, amigo mío —dijo Marhalt—. Y trata de no robar vidrios rotos. —Montó a caballo y se alejó, y el triunfo le dejó en la garganta un regusto de acritud y aflicción—. Sin embargo, no quedaba otro remedio —se dijo—. Era un peligro, el pobre. — Y en su memoria vio los aterrados ojos del monstruo niño, y supo que el miedo es la herida más desgarradora.
El conde Fergus lo recibió con placer y gratitud.
—No puedes imaginarte los perjuicios causados por ese gigante —dijo—. Vastas extensiones de tierra que no se trabajaban porque él devoraba los caballos, mercaderes, buhoneros y gitanos que no se atrevían a pasar por aquí, trovadores y narradores de Francia que no venían para contarnos nuestra propia historia. Ahora, gracias a ti, amigo mío, todo ha cambiado. Te daría tierras si las quisieras, pero tienes tesoros suficientes para hartar a cuatro hombres. ¿Por qué no reposas aquí en calidad de huésped? Ésta es tu casa por todo el tiempo que quieras dar sosiego a tu inquieto corazón.
Por la noche, mientras paseaban por el prado en las márgenes del foso, Marhalt le dijo a su doncella:
—¿Por qué no? Ya no tengo edad para andar corriendo aventuras porque si. Faltan muchos meses para que nos encontremos con mis amigos en la triple encrucijada. Me pongo en tus manos, mi señora, pero si es tu opinión que nos quedemos un tiempo, no me negaré. Necesito un buen lecho y comidas normales, quizá sea la edad.
—Es tentador —dijo ella—. Si pudiese conseguir algún buen género de Flandes ejercitaría mi aguja. Aquí hay doncellas ociosas. El conde Fergus me ha pedido que adiestre sus dedos.
—Podría enviar una partida a la costa meridional —dijo Sir Marhalt—. Los bajeles toscanos traen tela de Prato tejida con lana inglesa, aunque teñida y terminada como sólo los florentinos saben hacerlo. Un articulo caro, pero no olvides que tengo un tesoro.
—¿Serías capaz de hacer eso por mí? Eres un buen amigo. Compra un buen paño de púrpura y te haré un manto digno de rey, soberano mío, y en él bordaré las aventuras de este año, una crónica inscripta en seda de brillantes colores.
Fue una época dulce y doméstica. La doncella distribuyó ordenadamente las costuras, mantuvo atareada a la servidumbre, hizo barrer las telarañas; la ropa de cama se secaba y blanqueaba en la hierba del prado. Y Marhalt pescaba salmón en el río, azuzaba sus lebreles contra los lebratos agazapados, y casi no pasaba un día sin que trajera aves capturadas por sus halcones. Fergus mejoró sus tierras con entusiasmo, y en las prolongadas tardes de estío cuchicheaban sobre cosechas, recetas y personas, o bien relataban las historias que recordaban, o bebían hidromiel hecha con miel fermentada, y a veces preparaban una carne especiosa y picante que los ponía de un ánimo vivaz y jovial.
La doncella cuidaba cada vez más de su señor, recortándole el cabello y limándole las uñas, y siempre le andaba a la zaga.
—¿Por qué esta noche no usas la túnica azul y amarilla? —le decía—. Te hace muy guapo. Hace resaltar el color de tus ojos.
—No había pensado en cambiarme, querida mía.
—¡Oh, pero debes hacerlo! Fergus lo hace. Todo el mundo lo hace.
—Yo no soy Fergus. Yo no soy todo el mundo.
—No te cuesta nada. Es muy poca molestia y estar limpio es mucho más cómodo. Mira…, huele tu túnica azul. La guardé en la caja con lavanda.
Y hacia el fin del verano le dijo:
—No entiendo por qué dejas la ropa tirada. No es ningún trabajo levantarla. Alguien tiene que hacerlo, ¿pensaste en eso?
Y en septiembre:
—Mi señor, si estás buscando ese capirote y esas pihuelas de halcón, los encontrarás en el baúl al final del pasillo. Los dejaste en el antepecho de la ventana y mancharon de sangre los pañuelos que puse a secar.
—¿No puedo disponer de un antepecho de ventana para mis cosas, querida mía?
—Esas cosas hay que guardarlas en el baúl al final del pasillo. Ponlas allí y siempre podrás encontrarlas.
—Sé cómo encontrarlas en el antepecho.
—Detesto ver las cosas tiradas.
—Cuando no son tuyas.
—Estás con ánimo de reñir, señor.
Cuando la helada de noviembre perló la hierba, ella dijo:
—Nunca estás en casa. ¿Son los caballos tan buena compañía, o acaso hay una complaciente moza de cuadra con el pelo cubierto de paja?
Y cuando volvieron las ventiscas invernales y arreciaron contra las murallas y gimieron entre los cortinados, ella protestó:
—Deberías salir a hacer un poco de ejercicio. Estás engordando.
—No, no es cierto.
—Puedes decirte mentiras a ti mismo, mi señor, pero con ellas no logras convencer a los botones que debo coser cuando los arrancas. No, no te vayas del cuarto sin responderme. Eso es ofensivo.
En febrero dijo:
—Estás inquieto, señor, y yo sé la causa. No es agradable ser un huésped. Fergus es hombre delicado y soy siempre la primera en decirlo. ¿Pero no crees que quizá le guste nuestro cuarto?
—Dice que no. Ya se lo pregunté.
—Tonterías. Una mujer se da cuenta de esas cosas. Podrías dejar de caminar de un lado a otro. Lo que pasa es que no tienes responsabilidades. Posees tierras, mi señor. ¿Por qué no vamos allá? Entonces tendrías de qué ocuparte, al igual que Fergus, y no estarías tan inquieto. Seria agradable construir un pequeño castillo que nos pertenezca. ¿Por qué me miras de ese modo, señor? ¿Vas a volver a enojarte?
Él se acercó a ella y la enfrentó boquiabierto, respirando pesadamente.
—Señora —le dijo—, mucho has cambiado desde que cabalgabas a mis ancas. Señora… ya es demasiado.
—Si yo he cambiado, también tú. Ya no eres alegre ni reflexivo. Molestas y te quejas. ¡Cambios! ¡Mírate al espejo si quieres ver cambios! No mires a otro lado y carraspees. No me vas a asustar como a ese pobre gigante.
Él se volvió y salió con pasos rápidos y firmes, y ella volvió a sus tejidos canturreando en voz baja. Oyó que él se acercaba por el corredor con un ruido metálico.
La puerta se abrió de golpe. Marhalt vestía su armadura bruñida y lubricada, y llevaba el yelmo bajo el brazo.
—¿Qué es esto? —preguntó ella—. ¿Otro arranque?
—Mi doncella —comenzó él—. Y ten en cuenta que dije «mi doncella». Empaca tus enseres en la bolsa. Búscate una capa abrigada. Nos vamos. Ya ordené que prepararan mi caballo.
—¿En invierno? ¿Estás loco? A quién se le ocurre.
—Mi doncella, adiós —dijo él, y sus pasos metálicos reverberaron en los corredores.
—¡Mi señor! —exclamó ella, incorporándose de un salto—. ¡Espérame, señor, ya voy contigo! Espérame, señor. —Abrió un baúl, extrajo su bolsa y arrojó en ella algunos objetos. Tomó una capa y corrió detrás de él.