Los gozos y las sombras (70 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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El prior sonrió.

—La culpa está perdonada. Queda sólo el reto.

Volvió a levantarse, se acercó a fray Eugenio, calmosamente.

—Y queda el hecho en sí, con independencia de los autores. El hecho es grave: desobediencia a la autoridad, desobediencia consciente, desacato, insulto… ¡Qué sé yo! Eso puedo perdonarlo, pero no dejarlo impune.

Calló unos instantes, esperó respuesta. Fray Eugenio se limitó a mirarle con mirada triste, implorante.

—No, fray Eugenio, Un convento es como un barco. Si le quitase el castigo, faltaría a mi deber, y yo mismo habría de ser castigado.

—¿No será peor lo que suceda…, si no vuelve?

—Y a mí, ¿qué? De lo que fray Ossorio haga fuera del monasterio no soy responsable. Mi responsabilidad es tan limitada como mi autoridad. Pero mi autoridad no puede ser discutida, aunque lo sea mi persona.

—La caridad está por encima de todas esas consideraciones.

—Por caridad impuse a fray Ossorio el retiro a una cartuja durante cinco años.

Fray Eugenio se estremeció.

—¡Cinco años!

—¿También a usted le asusta? ¡Cinco años de penitencia y silencio, cinco años de ejercitarse en la humildad! No me parece mucho. No estoy seguro de que fray Ossorio se corrigiese en ese tiempo.

—Pero, después de cinco años…, ¿qué puede hacer ya? ¿Qué quedará de él?

—¿Va usted a decirme
también
que se frustrará su carrera? ¿Es eso lo que quiere usted decirme? ¿Piensa que palabras como ésas tienen sentido entre hombres que han renunciado al mundo y a sí mismos?

Fray Eugenio había retrocedido hasta la zona sombría de la celda. En medio, de pie, vuelto hacia él, le apuntaba el prior con dedo enérgico.

—Contésteme, padre. ¿Es eso lo que quiere decirme?

—Yo había hablado… de caridad —dijo fray Eugenio con voz tenue.

—¿Caridad? ¿Llama usted caridad a dejar que la planta crezca viciosa? ¿A permitir indefinidamente que el cisma y la rebeldía y la conspiración revuelvan el convento?

—Hay otros procedimientos.

—¡Usted es un blando, fray Eugenio! ¡Usted permitiría la corrupcíón del mundo entero, no ya del monasterio, sólo por no violentar al corruptor, sólo por no hacerle daño! Pero yo entiendo la caridad de otra manera.

Dio unos pasos hacia donde fray Eugenio estaba. Fray Eugenio reculó hasta la pared. El dedo magro del prior le acorralaba.

—A usted le dan miedo cinco años de cartuja. Usted piensa que cinco años de silencio y penitencia aniquilan a un hombre. ¡Pues bien! Yo paso de los sesenta, y desde que tengo uso de razón no he hecho otra cosa que dominar mi voluntad y castigar mis apetitos. ¿Y qué? ¿Me he destruido, acaso? Pues óigame, con todo eso, no estoy seguro de m¡ salvación, no creo haberme castigado bastante.

Rió.

—¡Cinco años de penitencia y silencio! Los cambiaría de buena gana por este suplicio y esta responsabilidad de pelear con ustedes. No creo que en la cartuja haga más frío que aquí; ¿y habrá tranquilidad mayor que no escuchar a necios? ¡Ojalá fuese yo el castigado!

—Usted es libre de marchar a una cartuja, si le parece mejor que esto.

—Pero yo no deserto, ¿se entera? Yo no soy un cobarde. Aguantaré hasta el final, aunque Dios me mande cada día…

Caminó hacia atrás, sin volverse. Quedó apoyado a la mesa, alumbrada otra vez su cabeza por la lámpara.

—… me mande cada día la tentación de olvidarlo todo y emprenderla a bofetadas con ustedes…

Juntó las manos y bajó la cabeza. La tonsura, grande, redonda, iluminada, parecía flotar sobre la frente en sombra.

—… a bofetadas…

Así estuvo un minuto largo, inmóvil, silencioso.

—Váyase ya, padre. Hemos hablado bastante —sin embargo, le hizo señal de que esperase—. Lleve al padre Ossorio ese dinero y el traje de paisano que usaba en Alemania. No están los tiempos para andar por ahí de fraile, y, además, sus hábitos nos harán falta para cualquiera. Recomiéndele que se quite la tonsura.

Vuelto de espaldas, fue hacia su dormitorio, pasó la puerta y la cerró de golpe.

En la esquina oscura del claustro, el viento se arremolinaba. Se había apagado la mariposa de la Virgen, y la lluvia gruesa golpeaba la tierra del patatal. Por encima de todos los estruendos llegaba el de las olas, rotas contra las rocas del acantilado. Fray Eugenio pensó en los navegantes y se santiguó. Tardó poco en recoger las ropas civiles del padre Ossorio; hizo de ellas un paquete, lo ató con una cuerda y se lo colgó al hombro. Bajó a las cuadras; aparejó la mula sin ayuda de lego; cabalgó. Iba inclinado sobre el cuello de la bestia, agarrado a él. Sintió miedo al recorrer la carretera de la playa, volvió a sentirlo al hundirse en el soto.

Ante la puerta del pazo batió palmas. No salió nadie. Probó a empujarla y la halló abierta. Paquito el
Relojero
le miraba desde la entrada de su chiscón; reía silenciosamente.

—¿Está don Carlos?

El
Relojero
volvió a reír.

—¿Es que tenemos concilio? —preguntó.

Siguió riendo; fray Eugenio subió al piso, recorrió el pasillo. Le guiaban las rendijas iluminadas de la puerta de la torre.

—Don Carlos —llamó, y repitió en seguida, en voz más alta—: don Carlos.

Fray Ossorio estaba tendido en el sofá, envuelto en una manta. El hábito y sus ropas interiores colgaban frente a la llama de la chimenea.

Carlos aguantó la puerta mientras entraba fray Eugenio.

—No habrá usted huido también.

Fray Eugenio no respondió. Corrió al sofá, se puso de rodillas.

—¿Qué ha hecho, padre Ossorio? ¿Sabe usted lo que ha hecho?

Carlos cerró la puerta y se acercó.

—Padre Eugenio, la escena no se representa necesariamente de rodillas. Siéntese y séquese, que buena falta le hace.

Mientras fray Eugenio se levantaba, Carlos le quitó la capa y la puso a secar junto a las ropas del padre Ossorio.

—¿Está usted enfermo, padre? —fray Eugenio volvió a Carlos la mirada—. ¿Está enfermo?

—No lo creo. Mojado nada más. ¿Quiere usted un trago?

Vertió aguardiente en una copa y se la ofreció.

—Bébase eso y, si lo necesita, coma algo también. Ya pasaré al prior la cuenta de los gastos —añadió riendo.

—¿A qué viene usted, padre? —preguntó fray Ossorio—. No pienso volver.

—Ya lo sé.

—¿No ve usted que también el padre Eugenio se ha escapado? —dijo, riendo, Carlos—. Trae, incluso, el equipaje.

—¡No, no! Yo, no. Esto es… —tendió el paquete al padre Ossorio— su ropa de paisano. El prior me encargó…

—Gracias. El prior está en todo. El prior no incurre en un olvido ni en un desliz. Es desesperadamente irreprochable. También le habrá dado dinero.

—Cuarenta duros.

—¡Vaya! Hace tres horas no fue tan generoso. No los quiero.

Fray Eugenio buscó los billetes y los dejó encima de la mesa.

—No haga bobadas, padre. Es un dinero al que tiene usted derecho; no es un regalo ni una limosna.

Acercó una silla al sofá y se sentó. Carlos lo hizo también. Habían quedado al descubierto los pies desnudos del padre Ossorio. Carlos se los tapó.

—No se mueva. También aquí hace frío.

Ofreció cigarrillos, los encendieron; quedaron en silencio. Fray Ossorio miraba a algún lugar del techo; fray Eugenio, al suelo. Carlos, a fray Eugenio.

—Si quieren, puedo tocar el piano —dijo Carlos de pronto—. Claro que está en el salón y que en el salón hace mucho más frío que aquí. Pero puedo tocarlo…

Sacudió la ceniza del cigarrillo.

—… si, para hablar, necesitan que me vaya.

—¡No, no! ¡No lo haga!

Fray Ossorio incorporó el torso desnudo, oscurecido de un vello espeso.

—No se destape, padre.

—Don Carlos, ayúdenos a hablar. ¿No comprende…?

—Padre Ossorio —dijo dulcemente fray Eugenio—, no he venido a interrogarle, sino sólo a despedirle. Tampoco voy a juzgarle. ¡Dios me libre! Pero quiero decirle, para su tranquilidad, que usted ha hecho lo que yo nunca me he atrevido a hacer, ni me atreveré jamás, aunque lo haya pensado o deseado muchas veces.

—Gracias.

—Yo no debo aprobar lo que usted hace y, sin embargo, lo apruebo.

—Gracias.

… aun sabiendo que me espera, sin usted, la soledad. Ahora, sin esperanza. Porque artes, cuando usted estaba en Alemania, me entretenía haciendo proyectos para cuando usted volviese.

Fray Ossorio sonrió.

—Ya ve usted…

—Sí.

—Todo se vino abajo. El prior pondrá su colegio, y se comerá mejor.

—Sí.

—Se me recordará como enemigo del bienestar de la comunidad.

—Sí.

Fray Eugenio ahogó un sollozo leve.

—¿Por qué no vuelve? —dijo de pronto—. ¿Por qué no lo intentamos otra vez?

—¿Cómo? ¿Desde mi prisión? ¿Le parece a usted el lugar adecuado para llevar a cabo el proyecto del padre Hugo? El prior debe pensarlo así. La prisión es el lugar por donde todos los reformadores tienen forzosamente que pasar para templar el alma en el sufrimiento. Santa Teresa, san Juan de la Cruz… Mandándome cinco años a una cartuja, el prior mantiene intacto el principio de autoridad y, además, colabora indirectamente, pero a sabiendas, en nuestra gran obra de reforma. No estoy maduro para la acción, y él me recluye para que, cuando regrese al monasterio, mi alma, ya madura, no titubee. Pero no soy un santo. Yo estoy enteramente en manos del demonio.

Fray Eugenio le miró asustado. Sus dedos trazaron en el aire una cruz imperceptible. Carlos rió.

—Le doy la enhorabuena, padre Ossorio. Mis relaciones con el diablo se parecen a las suyas. Téngame como su compañero.

—¿Por qué bromea, don Carlos? ¿No comprende que, para nosotros, no es cosa de broma?

—No bromeo, pero no puedo considerar la situación del mismo modo que ustedes. Me preocupa el porvenir del padre Ossorio, pero desde un punto de vista completamente mundano. Se lo decía cuando usted llegó, padre Eugenio. ¿Qué va a hacer? ¿De qué va a vivir?

—Supongo que se presentará cuanto antes al ordinario y arreglará su situación. Casos como el del padre Ossorio están previstos. Hay un modo legal de remediarlos.

—Pero yo no acudiré al ordinario.

—¿Por qué?

La pregunta había sido hecha mecánicamente. No había temblado la voz del padre Eugenio ni su rostro se había alterado. Pero, después de hecha, la repitió con súbita angustia.

—¿Por qué? ¿Ha perdido la fe?

—Si la hubiera perdido, no estaría luchando ahora contra ella. ¿No lo comprende? Sin fe, la cosa sería más fácil —fray Ossorio miró a Carlos—. Se reduciría a los términos más vulgares: un hombre de treinta años sin oficio para ganarse la vida. Pero soy un sacerdote.

Carlos detuvo la respuesta del padre Eugenio.

—¿Dejará por eso de ser un hombre? ¿Cree usted que lo sucedido con el prior se mantiene dentro de los límites específicos de lo religioso o es, por el contrario, un conflicto humano, ampliamente humano y, si me apura usted, exclusivamente humano? Si ustedes se empeñan en entenderlo religiosamente, ¿no lo deformarán, quizá, hasta falsearlo?

—Y usted, don Carlos, ¿no hará lo mismo al entenderlo como conflicto exclusivamente humano?

—Evidentemente, el prior y el padre Ossorio son hombres. Por supuesto, el prior es un caso típico de poder, un hombre que desea aniquilar la voluntad de los demás y sustituirla por la suya. Que lo haga con un pretexto religioso es lo de menos.

Se acercó a la ventana; se arrimó al antepecho, de espaldas a la luz.

—Para mí —continuó— no hay más que eso. Todo lo demás es… ¿Cómo lo llamaríamos? —sonrió—. Lo demás es sobreestructura. Para usted, padre Eugenio, conservará su validez porque usted ya no puede considerar las cosas más que desde un punto de vista religioso. Pero el padre Ossorio se apartará de él necesariamente, aunque sea contra su voluntad. Llegará un día en que, para sí mismo, no será más que un hombre.

El padre Eugenio se levantó y fue lentamente hacia Carlos.

—Dígame, don Carlos: ¿cree usted en lo que dice?

Le puso la mano en el hombro y le miró a los ojos.

—¿Por qué? ¿Por qué me lo pregunta?

—Me importa mucho saberlo.

—Creo… relativamente. En este momento lo creo todo con toda sinceridad; pero bien pudiera ser que mis palabras extremasen una posición sólo para compensar la de ustedes, tan extremada como la mía.

—Pero así, de una manera absoluta, ¿cree usted o no cree en lo que dice?

—Ya no creo en nada de una manera absoluta.

—¿Por qué? ¿Por qué unas veces cree y otras no?

—Porque nunca creo ni dejo de creer. Porque la fe no me sale del alma, y mi cabeza halla razones válidas para el pro y el contra. Porque de nada vale que quiera creer en algo razonablemente, si no tengo ganas de creerlo.

—¿También en lo referente a Dios?

—Sobre todo en lo referente a Dios. Comprenderá usted que si se cree en Dios, ya no hay razones para dudar de nada.

Fray Eugenio volvió a su asiento, aparentemente desatendido de Carlos.

—Padre Ossorio, quiero que me escuche. Muchas veces llegué a temer que usted pudiera perder la fe, y entonces aparenté que la mía era sólida, inconmovible. No lo es, pero tampoco es lo de don Carlos. Tampoco es…

Se interrumpió. Ocultó la cara entre las manos. Carlos fue hacia la chimenea y dio la vuelta a las ropas que se estaban secando.

—Entiéndame. No es una duda racional, no es ninguna clase de duda. Es como si cada día amaneciese vacío de Dios y hubiera de reconquistarlo después hora tras hora, hasta sentirme de nuevo lleno de El. A veces no he deseado reconquistarlo. A veces no lo he logrado; a veces he permanecido días enteros en la mayor desolación, pero gozándome de mi vacío como de un triunfo. Entonces, no me atrevía a consagrar.

Carlos volvió rápidamente el torso inclinado.

—¿Por qué? Al no creer, la consagración era una fórmula vacía. Daba lo mismo.

Fray Eugenio se levantó, enderezó la espalda, alzó las manos hasta la altura del pecho.

—Las palabras sagradas nunca dan lo mismo. Si no son de Dios, son infernales. Son la Verdad o la más repugnante mentira. Y yo…

De pronto se quebró su palabra, sonó a hueca, perdió la solemnidad. Se encogió de nuevo y dejó caer las manos. Miró al padre Ossorio y a Carlos.

—Perdónenme. Estoy haciendo el ridículo.

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