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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (152 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Por el contrario, quiero quitarles el disfraz.

—He hablado con el corazón en la mano.

—Tu corazón te miente.

Cayetano golpeó el mostrador con los dos puños.

—¡Te quiero, Clara! ¡Lo sabes demasiado!

Clara se agachó a recoger la pipa y quedó con ella en las manos. —No lo dudo. Es la única verdad que has dicho. Lo demás… —¿Es que no te basta?

Clara se acercó y le tendió la pipa.

—Toma tu cachimba. Mientras hablabas me recordabas a Carlos. ¡Muchas palabras para ocultar la verdad! Sólo que a ti es más fácil adivinártela.

—Me ofende que me compares con él. Yo soy un hombre y él es un charlatán.

—No eres tan retorcido, lo reconozco, pero también intentas engañarte.

Palmoteó el mostrador, manchó la mano en la ceniza caída.

—¿No comprendes, alma de cántaro, que tanta palabrería y tanto barullo no son más que disculpas que te pones a ti mismo para no casarte conmigo? ¿A qué viene hablar ahora de tu madre, cuando tu madre nunca salió a relucir entre nosotros? Lo que te pasa es que das a la opinión de la gente más importancia de lo que tú mismo querrías. Tienes miedo a que se rían de ti si te casas con una mujer que ha estado enamorada de Carlos Deza, tienes miedo a que Carlos lo diga y cuente lo que pasó y lo que no pasó: ¡qué sé yo a lo que tienes miedo! Y como me quieres, que eso no te lo niego, armas todo ese lío para quedar tranquilo y matar dos pájaros de un tiro. Claro está que si yo estuviera enamorada de ti pasaría por todo y aceptaría ser tu querida o lo que fuese. Pero no estoy enamorada de ti ni lo podré estar ya nunca. Tendrías que llegar a lo que yo he llegado, y eso, por lo que veo, es imposible.

Cayetano había llevado la cachimba a la boca y la apretaba fuertemente con los dientes. La cachimba temblaba y los puños de Cayetano se pegaban contra los muslos, los golpeaban. Le aparecía en los ojos un resplandor de ira y en las esquinas de la boca una sonrisa desagradable. Clara le echó la mano a un brazo y lo sacudió.

—No te irrites y aprende a escuchar la verdad como un hombre. Acabas de proponerme ser tu querida y no me he ofendido. Tampoco te guardo rencor, pero siento que seas como eres; en el fondo, un pobre hombre. Porque la única persona a quien de veras Importa un pito la opinión de los demás soy yo. Yo sería capaz de irme contigo y de tener un hijo tuyo si lo considerase honrado, si algo razonable me impidiera ser tu mujer. Pero tus razones no me convencen. Sería un pretexto hoy, otro mañana, y siempre mentiras y dilaciones. Y yo no soporto la mentira. ¿Qué quieres? Me pasa como con la suciedad.

La mano de Clara había descendido a lo largo del brazo hasta hallar la muñeca. Se la apretó afectuosamente.

—Tienes que quererme, Clara; no puede ser de otra manera.

—No eres malo, en el fondo. Pero estás envenenado, en eso tienes razón, y te será difícil librarte del veneno, porque tú, como los otros, tampoco te irás de Pueblanueva. Ya ves, mi hermano, que no iba a volver nunca. Os tiene cogidos el pueblo y no os suelta.

—También a ti…

—No. Yo acabaré marchando. Y más pronto de lo que piensas.

—No te lo permitiré —Clara apartó la mano; él la persiguió con las suyas, hasta retenerla—. Esto tiene que arreglarse. ¡Sería la primera vez que…!

Clara movió la cabeza.

—Nosotros no seremos felices, y tú tampoco lo serás, quizá por nuestra culpa. Y lo siento de veras, porque nadie es tan malo que no merezca un poco de paz.

Soltó la mano de un tirón brusco. La pipa cayó sobre el mostrador.

—Vete, anda.

—Volveré.

—No vuelvas. Piensa en la opinión del pueblo…

Cayetano se mordió el labio.

—La opinión de mis esclavos… —jadeó—… Tienes razón. Estoy cogido…

Sacudió la cabeza violentamente. Quedó con ella en alto, la barbilla hacia adelante, decidida.

—Ahora que lo reconozco me siento obligado… Soy capaz de hacerlo. Lo haré. Y, entonces, volveré.

Apretó la mano de Clara, se puso la boina y salió. Clara le siguió con la mirada. Cayetano se perdió en el fondo de la plaza y la mirada de Clara se quedó en el vacío unos instantes.

Cerró la puerta, buscó un cartón de mediano tamaño, lo recortó, y, con un pincel mojado en tinta, escribió:

SE VENDE ESTA TIENDA

Después se metió en el cuarto de su madre.

Cubeiro se pegó al vano de una puerta cerrada; el juez dio la vuelta a la pilastra y se acogió a la sombra. Cuando se borró la silueta de Cayetano se juntaron. Cubeiro llevó los dedos a la garganta.

—Se me pusieron aquí. ¡Si nos pilla…!

—La calle es libre, ¿no?

—¡Sí! Usted mucho habla, pero bien que se escondió.

—Una prevención elemental, pero no por miedo.

Echaron a andar. Al salir de la plaza Cubeiro dijo:

—Y ahora, ¿qué?

—¿Qué de qué?

—De lo que oímos.

—Yo, casi nada.

—Yo, poco más, pero lo suficiente.

—Usted, ¿qué piensa?

—Que ella le dio calabazas.

—¿Y ahora va a contarlo en el casino?

—¿Quién? ¿Yo? ¡No será el hijo de mi madre quien vaya con la historia! Dígalo usted.

El juez se paró al borde de la acera.

—Mire, Cubeiro, yo tengo un cargo público, soy una autoridad, y no me parece bien andar metido en comadreos. Porque una cosa es comentar lo que se dice y otra andar trayendo y llevando líos.

Cubeiro se puso un dedo en los labios.

—Entonces con callarnos…

—¿Usted se cree capaz?

—Por la cuenta que me tiene.

—¿Ni a su señora?

—¿Y usted se lo dirá a la suya?

—Aún no lo tengo pensado.

—Pues piénselo pronto, y así quedaremos de acuerdo. Haré lo que usted haga.

El juez le cogió del brazo y empezaron a descender la calle.

—Bien pensado, la cosa más parece de mujeres que de hombres. Se trata de un noviazgo, eso es evidente, sólo un noviazgo. A ellas les gusta conocer lo que pasa entre las parejas; viven de eso. Porque a usted le sucederá lo que a mí, que se entera de lo que hace la gente por su mujer.

—A veces. Otras, porque se lo oigo a usted.

—En ese caso, yo lo sé por mi mujer.

—¡Pues sí que está enterada!

—Y entiendo que no es lo mismo llegar al casino y decir: «Mi señora me contó esto», que confesar que hemos estado escuchando lo que hablaba Cayetano con la de Aldán.

—Ya.

—¿Por qué dice ya?

—Porque empiezo a entenderle. Usted lo que propone es que se lo cuente a mi señora y usted a la suya. Ellas, entonces, perderán el culo para ir a encasquetárselo a sus amigas; éstas se lo contarán a sus maridos, y no seremos nosotros, sino Carreira y don Lino, los que lleven la noticia. Nosotros, con hacernos de nuevas…

—Está muy bien pensado eso.

—Pues le felicito, porque la idea fue suya.

—¿Yo? ¿Se atreve usted a decirme…?

Intentó detenerse a discutir, pero Cubeiro seguía calle abajo.

—No se sulfure, hombre. ¿Qué más da quien lo haya pensado? ¡Si al fin estamos de acuerdo!

Don Baldomero escuchaba entre sueños la música de una flauta: una música extraña en cuanto a su situación, pues lo mismo parecía remota, casi celeste, que cercana y chillona. No le llegaba sola, sino acompañada de algarabía desacordada, también extraña a su modo, pues si la música iba y venía, como un columpio sonoro, la algarabía no pendulaba, sino que figuraba más bien el punto fijo con relación al cual la música viajaba por el aire. Don Baldomero intentaba incorporar la música a sus sueños, y apenas lo lograba cuando la algarabía tiraba de ella y la dejaba fuera, en su vaivén, y el sueño se cortaba. La mente de don Baldomero, por encima del sueño y de la música, intentaba entender sin conseguirlo. Esto le desasosegaba, le hacía dar vueltas en la cama y taparse con las mantas para excluir de su conciencia vacilante los sones de la flauta: tan agudos, sin embargo, que lo atravesaban todo y excitaban, pertinaces, los oídos ansiosos de silencio. Hasta que don Baldomero se despertó. Entonces la música dejó de fluctuar y quedó amarrada para siempre a la algarabía, envuelta en ella o más bien embarullada, en un lugar cercano y conocido, al pie mismo de la casa. Se levantó y fue derecho al mirador. Por la rendija de una cortina vio, delante de la botica, en medio de la calle, a Paquito el
Relojero
, adornado según costumbre cuando emprendía sus escapadas eróticas, que tocaba la flauta en medio de un corro de niños. Los niños le chillaban, le insultaban, le tiraban de la chaqueta y de las mangas, y él respondía con escalas audaces, tan pronto por la zona de los agudos como sumidas en el abismo de los graves. Don Baldomero se echó a reír, y rió ruidosamente hasta que recordó su luto y su tristeza. Se le compungió entonces el rostro, cruzó las manos, dirigió la mirada a los cielos e imploró el perdón de «aquella santa». «He olvidado el respeto debido a tu memoria, pero no fue con intención. Aunque el loco me hizo reír, mi alma permanece triste.»

Dejó caer la cortina y regresó al dormitorio. Encima de la mesa de noche, enmarcada en símil-plata, doña Lucía recogía sus ojos grandes y sonreía con pudor. Era una fotografía antigua, con dedicatoria: «A mi novio querido, de su Lucía». Don Baldomero la cogió y la llevó a los labios. Después, la apartó un poco y le habló en voz alta: «El loco me ha conmovido, santa mía. Como yo a tu lado a la hora de la muerte, corre Paquito al lado de su amada, y la gente se ríe de él como quizá se hayan reído de nosotros». Volvió a besarla y la restituyó a su sitio. Entraba la criada con el desayuno. Don Baldomero se metió en la cama de un salto.

—Buenos días. ¿Ya está otra vez hablando solo?

—¿Me has oído?

—Se le oye desde la cocina.

—Pues no hablo solo. Hablo con ella, ¿sabes?, y ella me escucha desde el paraíso.

La criada dejó sobre el embozo la bandeja con el café humeante.

—Sí. Ahora mucho amor; pero en vida de la finada bien que le puso los cuernos.

Don Baldomero juntó las manos.

—Pido a Dios y a aquella santa el perdón de mis pecados, y de ella estoy seguro que me perdona, porque lo hizo en vida. Pero en cambio el Señor…

—¡Calle, calle, y no diga herejías! El Señor también le perdonará si se arrepiente de veras y no vuelve a las andadas.

—¿Qué sabrás tú de los misterios divinos?

—Sé lo que dice el catecismo, y a eso me atengo.

Don Baldomero revolvía el azúcar perezosamente, perdida la vista en el vacío.

—El catecismo no está escrito para los grandes pecadores. Para éstos, el Señor tiene sus leyes especiales, que hasta la Iglesia desconoce. ¡El misterio insondable de la predestinación! El pecador que persigue la Gracia y la Gracia que huye… La Gracia es el Perdón.

Movía la cabeza, su mirada vagaba por el aire como si el pecador y la gracia fuesen dos moscas que se persiguiesen en sus vuelos, allá por los rincones más altos y más oscuros del dormitorio.

—Si usted lo dice, será porque es así, que para algo estudió en el seminario. Pero, en tal caso, el catecismo no valdrá para casi nadie, porque los pecadores que conozco son, más o menos, como usted. Pendones, borrachuzos, malos maridos. Como el mío, que también el Señor habrá perdonado, aunque no lo merecía mucho.

Don Baldomero repitió, con entonación dramática:

—¿Qué sabrás tú?

—Sé lo que me hace falta, y basta. Lo que ahora le digo es que no se vaya a dormir otra vez, si quiere coger la misa del mediodía.

Dio un portazo al salir. Don Baldomero bebía su café. Miraba de reojo el retrato de Lucía.

«La voz del pueblo es la voz de Dios, y si esa mujer simple dice que puedo alcanzar el perdón, ¿por qué me empeño en no creerlo? ¿No será pecado de soberbia? Aunque, si es así, es evidente que estoy poseído del diablo. Porque a los demás pecadores el diablo los engaña, pero a los soberbios los posee. Éste es un axioma de las Escuelas.»

Alargó el brazo y cogió el retrato de Lucía. Con el movimiento se tambaleó la bandeja: hubo de echarle mano para evitar que cayese y dejarla luego en el suelo. Quedó el retrato encima de la cama. Don Baldomero volvió a incorporarse, dobló el cuerpo, y sus manos buscaron una botella escondida en la mesa de noche. Echó un trago de aguardiente, se limpió la boca y guardó otra vez la botella.

«A ti te consta que ya no soy borracho. Tú, que conoces ya la verdad de los corazones, sabes que mi propósito es firme, y que si tomo unos sorbos es porque un hábito no puede quitarse de momento. Los médicos dicen que es peligroso. Sigo bebiendo, pero menos, y un día no beberé. Recuérdalo: antes, a estas horas, ya había embaulado medio cuartillo. Ahora, éste es el primer trago, y ni una gota más hasta la hora de comer. Ni una gota. Por éstas.»

Besó los dedos cruzados ante el retrato. Se había estirado en la cama. Recogió las rodillas y apoyó en ellas el marco.

«Necesito claridad mental, santa mía. Sin ella, ¿cómo entendería tus mensajes? Porque a ti te es fácil escucharme; pero a mi tu voz me llega bastante embarullada. Ahora mismo pienso si el haberme despertado la flauta del
Relojero
querrá decir algo. Supongamos que no, pero es el caso que, gracias a él, me he planteado el problema de la soberbia, de si me poseerá el demonio. Aquí de la claridad mental. No puede ser posesión definitiva, sino transitoria. El demonio no puede aniquilar mi libre albedrío. Permanece aposentado en mi corazón mientras no me doy cuenta; pero tú, que vigilas desde el cielo, rezas por mí, y el efecto de tu oración es un relámpago súbito, una iluminación inesperada. Acabo de tenerla. Todo está claro y en orden. El demonio está aquí, y hay que librarse de él. Pero el demonio es inteligente, mucho más que yo. Pretende engañarme, el muy zorrito. ¿Pues no se me ocurre ahora que no es el de la soberbia, sino el de la borrachera, el que me posee? ¡Ah, Lucía, amor mío, cómo voy viendo claro gracias a tu socorro! Este raposo viejo me está diciendo: “Todo consiste en que dejes de beber”. ¿Y sabes para qué? Para que me debilite peleando contra el vicio y emplee en una lucha inútil las fuerzas que necesito para librarme de la soberbia. ¡Nos conocemos, viejo lagarto! Lo que tú quieres es meterme en un laberinto, hacerme creer que no seré perdonado mientras siga bebiendo. ¡Y una cosa nada tiene. que ver con la otra, dejemos esto bien sentado! Yo bien sé cuáles son mis verdaderos pecados, y de cuáles tengo miedo que el Señor no me perdone.»

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