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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (13 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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En su cartera hallaron unas pocas pesetas, con las que se pagó el entierro y la esquela en el ABC. Su familia quedaba sin un céntimo. Juan tuvo que buscar dinero. Cargado de méritos revolucionarios, había solicitado el ingreso en el Partido comunista, y esperaba que le admitieran, pero no le pareció decente pedir antes de la admisión unas pesetas, menos aún un empleo. Fue a visitar a un ministro radical, amigo de Remigio, y consiguió unos duros a cuenta de unos artículos, firmados, en defensa del republicanismo radical: los artículos fueron publicados, pero a Juan se le negó el ingreso en el Partido comunista. Entonces, se sintió derrotado y triste, se sintió más solo que nunca. La idea de marcharse todos a Galicia le pareció una buena solución, aunque fuese una renuncia. Durante el viaje meditó largamente sobre el anarco-sindicalismo y la posibilidad de agarrarse a él como tabla de salvación.

V

Convinieron, doña Mariana y Carlos, en que los servicios de un albañil le ayudarían a derribar el tabique que tapiaba la puerta de la torre, y ella se encargó del aviso; un poco zumbona en sus palabras de complacencia, como si el propósito de Carlos fuese capricho de niño. Marchó él al pazo, donde esperaría hasta que el albañil llegase, y por si el frío era mucho, doña Mariana le proveyó de unos bocados para las once, una cantimplora de vino y un pequeño termo con café. Le encareció que no faltase a la hora de comer. Como el día seguía lluvioso, y el vendaval soplaba, recomendó a Carlos que cambiase el sombrero por una boina, y ella misma despachó a la Rucha para que la comprase. Con la boina puesta y con una bufanda, salió Carlos a la calle, y en vez de dar la vuelta por la carretera, subió por una escalerilla estrecha de gastados peldaños, que, desde la playa, ascendía a los huertos, pegada a las sinuosidades de la gran roca sobre la que el pazo se asentaba. Dejó franca la puerta, se metió en las estancias vacías y las recorrió durante un rato, sin propósito claro, más que esperar la llegada del albañil y presenciar la apertura del misterio. Pero, en su recorrido, llegó a lo que había sido dormitorio de su madre, con la gran cama de caoba y el colchón sobre la cama, envuelto en una arpillera. Había un escritorio cerrado. Carlos probó las llaves que doña Mariana le diera, y con una de ellas abrió la tapa, y pudo revolver los cajones llenos de papeles. Todos eran cuentas: las cuentas de lo que su madre había ingresado y gastado desde su matrimonio hasta su muerte; cuentas minuciosas, escritas con letra pequeña y clara, como dibujada. Cuentas extrañas, porque apuntaban lo ingresado y lo gastado, pero sin sumar las partidas, aunque clasificadas escrupulosamente: lo cobrado por rentas, los foros con su valor, lo que doña Mariana había pagado por las piezas bordadas, expresado el importe de cada pieza; y, en otros cuadernos, lo que había gastado en la educación de Carlos y todo el dinero enviado a Santiago, después a Madrid y por último a Viena. Como en los ingresos y en los gastos constaban las fechas, pudo Carlos comprobar que no sólo el dinero pagado por doña Mariana, sino la mayor parte de las rentas, lo había recibido él, y que para sus gastos personales doña Matilde se había reservado cantidades de asombrosa modestia; como que se había alimentado del maíz y las hortalizas producidas por la huerta del pazo, del cerdo que criaba y mataba cada año, y de algún pescado y leche en proporciones irrisorias. Los huevos, los vendía.

El albañil llegó hacia media mañana. Venía provisto de pico, y acompañado de un rapaz. Carlos les condujo al fondo del pasillo, les señaló el muro —manchado de humedad.

—Hay que derribar esto.

—Bueno.

El albañil se quitó la chaqueta y la dejó en un rincón. Tentó el muro con el mango del pico y dio el primer golpe. Carlos se sobresaltó. Cayeron los primeros escombros: el rapaz los recogía en un capacho y los llevaba a fuera.

—¿Tardará mucho?

—Cosa de hora y media.

Carlos se marchó al salón. Hacía un frío endiablado, y las ráfagas de viento meneaban con ruido puertas y ventanas, silbaban en las rendijas. Buscó algo que quemar, encendió la chimenea y se sentó cerca del fuego. Sonaban, al fondo del pasillo, los golpes secos del pico.

Después de todo,
aquello
no era un acto trascendente. Le había, quizá, dado demasiada importancia. «Lo he mitificado», se dijo; y sonrió, porque ésa hubiera sido la expresión de Zarah. «Y, ;por qué me importa la opinión de Zarah, por qué la constituyo en juez de mis actos? Mi madre también me juzgaría.» Le juzgaría desfavorablemente, como Zarah, aunque por distintos motivos. Su madre le diría: «Al abrir esa puerta, me desobedeces y ofendes mi memoria». Y Zarah daría una explicación sobre el complejo de obediencia; quizá sacase a relucir el Génesis y el Pecado Original, y hasta era posible que le preguntase por qué su inconsciente realizaba la identificación Jahwé-Madre. «Piensa sobre esto, querido; analízalo. Jahwé-Madre, y no Jahwé-Padre. ¿Qué te pasa con tu padre y con tu madre?»

El albañil apareció en la puerta del salón.

—Ya está. Venga a verlo.

Traía una llave grande, de hierro. Explicó que colgaba de un clavo, en la misma puerta, tapiada como ella. «Quise abrir, pero está recia. Habrá que echar aceite en la cerradura.» La puerta, desembarazada, cerraba el final del pasillo: grandota y tosca, de un verde sucio, reforzada de hierro.

Pagó al albañil, le acompañó hasta el zaguán: todavía charlaron un poco y liaron unos pitillos. El albañil se quejaba del mal tiempo. «Con esta lluvia no salen más que chapuzas.» Se marchó, cobijado, con el rapaz, bajo un enorme paraguas. Carlos, antes de subir, buscó en la cocina algún hierro que le sirviese de palanca. No encontró nada. Se acordó de las tenazas de la chimenea. Con su ayuda, pudo abrir la puerta.

Olía a moho, a polvo, a ratones, a humedad. La luz entraba por las rendijas de una ventana frontera. Corrió a ella, buscó a tientas la falleba, franqueó las maderas y la vidriera, y respiró el aire húmedo. Se veían, desde la ventana, la ciudad y la playa, envueltas en lluvia; los montes, los pinares, la ría de aguas oscuras y revueltas, casi negras, con espuma de un blanco sucio. Se acodó en el repecho y esperó a que la habitación se ventilase o a que le viniesen ganas de volverse a ver qué había. Recordó, una vez más, a Zarah y a su madre, pero ahuyentó las imágenes con un esfuerzo de voluntad. Fuera, seguía lloviendo, gotas gruesas, violentas. Escuchó la lluvia y dejó que las salpicaduras le mojasen la cara. Hasta que ya no pensó en Zarah ni en su madre. Se volvió y miró.

Una habitación grande, de techos altísimos, destartalada, con polvo y telarañas en todas partes. Un >tresillo antiguo, hecho jirones el damasco del tapizado. Un brasero grande, de bronce, en un rincón. Un escritorio con escribanía de porcelana —¡qué bonito, el galgo erguido entre los dos tinteros!—; reloj de cuco,
La Vicaría
en colores, dos armarios, una alfombra carcomida.

—No hay ningún esqueleto.

Lo dijo en voz alta, simulando cómicamente la decepción. En la cerradura de uno de los armarios colgaba un llavero con cinco o seis llaves oxidadas. Abrió las puertas, los cajones. Papeles por todas partes: papeles ordenados, clasificados, atados en legajos con balduque desvaído; y en cada legajo un marbete bien visible, escrito con letra grande y clara. Cajas de documentos y de retratos; paquetes de cartas, periódicos, el
Diario de Sesiones
, desde 1892 a 1900 y todos los trabajos de un hombre que escribe mucho y pacientemente. Algunos libros de historia, de religión y de política; varias novelas: Galdós, Pereda,
Los Pazos de Ulloa
, los Clásicos Rivadeneyra. Pero ninguno de los legajos se titulaba
Mis memorias
, sino
Los hechos de 1808
,
Vida de Mariana Quiroga
,
Los Churruchaos en el siglo XVII
,
Historia de los privilegios de los linajes Churruchaos
. Tampoco había ningún sobre en el que se hubiera escrito con pluma trémula: «Para mi hijo Carlos, cuando alcance la mayoría de edad». Lo cerró todo, sonriente, desencantado: sólo retiró, de aquella balumba de papel escrito, un atadijo envuelto en papel fino, con este rótulo:
Cartas de Mariana Sarmiento
. Se lo echó al bolsillo, cerró la ventana y volvió al sobrado. Se puso, con calma, la gabardina y la boina; cogió el paraguas, y, con él en la mano, se sentó frente al fuego. Durante unos minutos miró las llamas, débiles ya. Luego se encogió de hombros.

—Ni a Adán ni a mí nos valió la pena pecar.

Llegó empapado. Doña Mariana le obligó a mudarse zapatos y calcetines y a calentarse un poco antes del almuerzo. Le trajo ella misma una copa de jerez, y sólo cuando Carlos dejó de tiritar, se sentaron a la mesa.

—Bueno, ¿y qué? —preguntó ella.

—Nada, o casi nada. Papeles, y un mal olor endemoniado. Hay unos muebles bonitos, aunque muy estropeados, y la habitación es grande y con una vista hermosa. Buen sitio para trabajar… con otros muebles y con calefacción.

—Para trabajar, ¿quién? ¿Tú?

—¿Yo? No pensaba en mí.

—Dijiste que de este capricho podría resultar que te quedaras para siempre.

—Eso fue una tontería. No pienso quedarme. ¿Voy a cambiar mi vida por una decepción?

—¿Una decepción?

—¡Oh! Mis padres carecieron de sentido melodramático. No he hallado nada que me importase directamente. Después de lo pasado, ¿qué menos que una carta de mi padre, explicándome por qué nos abandonó?

—No puedo asegurarte que la haya escrito; pero, de haberlo hecho, tu madre la hubiera destruido, y estaría bien.

—Pudo pensar que yo necesitaría algún día saber si debo amar a mi padre.

—Ella no quiso que lo odiaras, pero tampoco que lo amaras.

—Pero usted…

—Yo conocí a tu padre mucho mejor que tu madre.

—Entonces, cuanto mi madre hizo es inútil.

Bebió un sorbo de vino y miró a la dama.

—Inútil y equivocado, porque si yo he de amar el recuerdo de mi padre, será por lo que usted me cuente, y usted es parte interesada.

Echó sobre la mesa el paquete de cartas y doña Mariana las miró sin abrirlas.

—¿Las has leído?

—¡Oh, no! Son de usted.

—Pero fueron escritas a tu padre.

—No importa.

La dama rompió la cinta y el papel.

—Tienes que leerlas, aunque también te causen una decepción. No son lo que supones, sino cartas de amistad; diez años de amistad, que quizá hayan sido otro error. Él, aquí; yo, en Madrid o por el mundo adelante. Tienes que leerlas.

Las empujó hacia Carlos, suavemente.

—Son tuyas. Pero quiero que leas también las que él me escribió. Las conservo y a veces las leo. Después, juzgarás.

—Pero ¿por qué he de juzgar?

—Porque es a tu padre a quien encontrarás en ellas.

«Espera —dijo—.» Se levantó y salió rápidamente. Mientras volvía, Carlos revolvió los pliegos descoloridos, en que se adivinaba una escritura de letras grandes y firmes. Doña Mariana regresó en seguida; traía un sobre abultado. Lo tendió a Carlos.

—Toma. Después de que las hayas leído, y de que me hayas escuchado, podrás juzgar.

Carlos juntó en uno los dos paquetes.

—Tengo treinta y cuatro años, y hasta ahora he vivido sin pensar mucho en mi padre. Puedo seguir viviendo…

—Puedes, naturalmente. Puedes romper con tu sangre y con tus muertos, y marcharte. Pero serás un cobarde.

Lo dijo con violencia, con un punto de irritación. Carlos se sorprendió.

—Perdóneme. Yo no quería… —vaciló—. En fin, si usted lo quiere…

—No porque yo lo quiera, sino porque es tu obligación. Tienes que saber quién fue tu padre, y cómo fue, y por qué te engendró y por qué te abandonó; y después que lo sepas, juzgarlo. Un hombre no puede, cómodamente, echar su vida a la espalda. ¿O es que no tienes una moral?

—¿Qué quiere decir?

—Una moral. Cosas que debes hacer y cosas que no puedes hacer jamás.

—Como todo el mundo.

Doña Mariana se sentó y le miró con dureza.

—Tú no eres todo el mundo. Tú no tienes las mismas obligaciones que todo el mundo; sino las que te vienen de ser quien eres. Como a mí. Y tú tienes que hacerte cargo de lo que tu padre y tu madre fueron e hicieron, y pechar con ello, para tu bien o tu mal.

Se dulcificó un poco; llegó a sonreír.

—No me defraudes, por favor.

—Voy entendiendo que también mi padre la defraudó.

—¡Oh, no, no en este sentido! Tu padre conocía bien su deber; su defecto fue ser demasiado estrecho, demasiado exigente consigo mismo.

—¿Abandonó a su mujer y a su hijo por exigencia moral?

—No podía hacer otra cosa. Entonces…

Pareció como si fuera a contar algo, pero se detuvo.

—No, no. Ahora, no. Todavía no lo mereces. No sabes quién fue tu padre, no sabes el hombre entero que fue.

Señaló las cartas.

—Tienes que leer eso. Hoy mismo. Si después de leerlas no lo comprendes, me habrás defraudado para siempre, como mi hijo.

Hizo una pausa.

—¿Quieres servirme vino?

Carlos le llenó la copa.

—No tanto —bebió un sorbo—. Mi hijo también me defraudó y es necesario que lo sepas. No fue capaz de arrostrar su condición. Hice que tuviera un nombre y una educación: le di la carrera que apetecía, pero llegó un momento en que debía elegir entre llamarse Pérez o ser mi hijo. Me rechazó. ¿Lo comprendes? Me rechazó y rechazó todo lo que yo podía significar para él, menos el dinero que le di para marcharse a América y para abrirse camino allá. Tenía miedo a que le llamasen hijo de puta, como a los hijos bastardos de las tenderas y de las pescadoras.

Volvió a beber.

—No lo siento. Nunca le tuve demasiado amor, pero cumplí con él todas mis obligaciones. Le hubiera amado, eso sí, si me fuera leal. Pero él no entiende de esos sentimientos. Es de esos hombres blandos que piensan que, para una mujer como yo, un hijo bastardo tiene que ser una catástrofe. Me hizo una escena de comedia, como si yo fuese una mujer seducida y abandonada, y cuando le expliqué que no era así, que yo le había tenido por mi voluntad, porque me dio la gana, me dijo que yo era una «mujer mala». ¡Qué imbécil! Ahora se casó. ¿Imaginas los apuros que habrá pasado para confesar a su esposa que es un bastardo, o el miedo de que una casualidad se lo descubra, si no lo ha confesado aún?

Apuró, finalmente, la copa.

—Tener ese hijo fue el único error de mi vida. Mejor dicho, no el único. Hay otro, pero de eso ya hablaremos.

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