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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (108 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—No. Defiendo la obra de mi padre y la mía. Defiendo mi independencia y defiendo también, aunque ustedes no lo crean, el bienestar de mis obreros.

—¡De sus esclavos! ¡Sus obreros no son libres ni para declararse en huelga!

—Bueno. Eso es cuenta mía.

Se dirigió a la puerta por donde había desaparecido el gato. No llegó hasta ella. Don Francisco Baró dijo a Carlos:

—Lo sentimos mucho, señor. No podemos gastar dos millones en un capricho. Somos gente seria y sabemos lo que vale el dinero. Pero le confieso que no esperábamos de usted este comportamiento. Hemos creído que estaría de nuestra parte y que guardaría lealtad a la difunta señora de Sarmiento…

—Señorita —interrumpió, desde el fondo, Cayetano.

—Es igual. Era una señora. Pero se equivocó al elegir a este caballero como administrador.

Hizo una pausa. Miró a Carlos con dureza.

—En el mundo hay planteada una batalla, y usted se pone de parte de los enemigos de Dios y del Orden. Allá usted con su conciencia. En cuanto a su modo incorrecto de asistir a una reunión de negocios…

Vaciló. Su cuñado y su sobrino le animaron con un gesto.

—… mis parientes y yo nos sentimos ofendidos de que nos haya hecho menos caso que al gato.

—No es un gato —respondió Carlos con ingenuidad—. Estoy convencido de que es el mismo demonio.

*****

Cayetano se había repantigado en el sillón del. bar. Jugaba. con la pipa y, a ratos, bebía un sorbo de cóctel. Carlos no había tocado el suyo.

—Me atrajo en cuanto lo vi, me tuvo fascinado. Su inmovilidad, su brillo, el resplandor de sus ojos, no parecían naturales o, al menos, normales. Por eso pregunté si era de porcelana. Se me ocurrió que fuese un juguete trucado, y que aquella luz cambiante de los ojos procediese de algún sistema de iluminación, y que el gato estuviera allí adrede, para llamar la atención, una de esas cosas con las que se enorgullecen los dueños de la casa y que hay que alabar. Pensaba hacerlo. Cuando me dijeron que se trataba de un verdadero gato, no sé por qué me sorprendí, me sentí engañado y, ¿cómo te lo diría?, en peligro. Tuve miedo. No aceptaba la idea de que fuese un gato inofensivo, un gato sociable, que puede estar en visita y que se deja acariciar por los visitantes. Prevalecía la primera impresión, la de ser una apariencia de gato. Empecé a observarlo. No estaba verdaderamente inmóvil, sino que se movía imperceptiblemente, con unos movimientos suaves y lentos. A veces, el movimiento me pasaba inadvertido, porque estaba de frente cuando acababa de estar de perfil, porque me miraba en vez de miraros a vosotros. ¿Cómo era esto posible, si yo no le quitaba los ojos de encima? Pero es el caso de que no le había visto mover la cabeza y que me miraba. Al mirarme, sus ojos, por un lado, parecían humanizarse, y me recordaban los de alguien; por otra parte, parecía mirada sobrehumana, no de animal, sino de espíritu. Como si tuviera alma y una inteligencia superior y burlona, una inteligencia por encima de las nuestras. Se me ocurrió la extraña idea de que fuese doña Mariana, de que el alma de doña Mariana hubiese encarnado en aquel gato, o que, al menos, se hubiera alojado allí. Y entonces el gato me dijo que no.

Cayetano soltó la pipa de los dientes y rió.

—¡No te rías! Meneó la cabeza como una persona, como tú o como yo podríamos menearla, y yo me quedé asustado. Porque comprendí que era el diablo. Y ahora, dime, ¿qué hacía allí? ¿A cuál de los dos bandos protegía? Estoy muy preocupado; no me importa que el diablo me ronde, pero no deseo para nada su protección. Los negocios en que el diablo anda metido acaban siempre mal.

Cayetano le palmoteó una rodilla.

—El nuestro terminará bien a pesar del diablo. Prácticamente, ya está terminado, porque tendremos listos los papeles dentro de una hora, y dentro de una hora y cinco minutos los astilleros serán enteramente míos, y tú tendrás en el bolsillo un cheque. ¿Qué harás con ese dinero?

—Repartirlo. La mitad, para Germaine; la otra mitad, para el hijo de doña Mariana. Ya lo sabes.

—Cometes un error. Quizá sea ahí donde interviene el diablo. Porque al no poder exportar el dinero tendrás que depositarlo en unas cuentas corrientes, es decir, inmovilizarlo. Y eso es, desde todos los puntos de vista, un disparate, y me atrevería a decir que una inmoralidad. Será un dinero del que se beneficie el Banco. Dile que no al diablo y hazme caso, que también tengo algo de diablo, aunque pertenezca a otro bando. Empléalo. Puedo aconsejarte buenas inversiones…

Cayetano titubeó, dejó que sus ojos se enredasen en las decoraciones del techo. En la mesa de enfrente, una señorita rubia sorbía su cóctel por una paja y enseñaba las piernas, largas y finas.

—Hay un negocio que nadie ha visto todavía y que podríamos empezar. Una flota y una factoría para explotar el bacalao. Hace falta más dinero, pero lo encontraríamos. En Pueblanueva hay un excedente de trabajadores que mi astillero no puede todavía asimilar; son los que andan a la pesca. Mientras esa gente no se acomode, en Pueblanueva no habrá prosperidad. Y cuando el famoso Sindicato dé en quiebra, que la dará, ¿qué haremos de esa gente? Ellos piensan siempre que estoy yo detrás, y que cuando las cosas vayan mal les daré empleo en el astillero. Pero yo no sé si podré hacerlo. Es muy caro transformar a un pescador en obrero. En cambio, el que está acostumbrado a pescar sardinas lo mismo pescaría bacalaos. Tenemos las tripulaciones…

Carlos escuchaba inmóvil. Una orquesta había empezado a tocar y unos muchachos pasaron bulliciosamente hacia la barra. La chica de las piernas largas encendió un cigarrillo con un mechero de oro, dio dos chupaditas cortas y envió el humo hacia Carlos.

—Tenemos las tripulaciones y un dinero. Voy a estudiarlo, Carlos. Y si te decides a ser, por una vez en tu vida, inteligente…

—Ese dinero no es mío.

—Pero puedes administrarlo con entera libertad.

Acercó el sillón al de Carlos. Le habló en voz baja:

—Tienes la posibilidad de hacerte rico, de alcanzar una posición y una fuerza. ¡No me digas que no te interesa! Ya lo sé. Pero me pregunto y te pregunto: ¿por qué no te interesa? ¿Qué demonios te pasa que no te atrae lo que atrae al resto de los hombres?

Carlos bajó la cabeza y se encogió de hombros. La chica de las piernas largas sacó del bolso una revista y se puso a hojearla.

—Me gustaría saberlo, ya lo creo. Quizá sea una enfermedad…

Abrió los ojos y miró a Cayetano con sonrisa casi jubilosa.

—El diablo. Lo que me pasa es que el diablo me tiene cogido, ¿comprendes? No me deja hacer nada más que pensar…

Se levantó.

—Vamos, si quieres firmar esos papeles. Y como lo del Sindicato ya está moralmente hecho, aconséjame un abogado que dé forma jurídica al asunto. Quizá sea, como piensas, un disparate, pero que sea al menos un disparate escrupuloso.

Cayetano hizo una seña al camarero.

—No tienes remedio, Carlos. Los Churruchaos no tenéis remedio. Sois tercos…

El padre Eugenio apareció un poco antes de las doce, con un gran cartapacio de dibujo bajo el brazo y una bolsa en la mano. Carlos revolvía papeles. En la mesa, el desayuno esperaba, a medio tomar. El padre Eugenio, riendo, le preguntó si buscaba el plano del tesoro.

—Y déme tabaco. Estos días el monasterio atraviesa una crisis económica grave. Comemos mal, y el prior no me da un solo cigarrillo. Aunque quizá sea que quiere castigarme.

Carlos le echó una cajetilla sin abrir.

—Quédesela.

—El cura me mandó recado de que la iglesia está lista para empezar los trabajos. Convendría que viniera usted también. El maestro de obras espera a las doce.

Carlos miró el reloj.

—Tenemos tiempo. Siéntese. ¿Quiere un poco de café?

—Hoy es viernes.

—¡Ah!

Carlos bebió el suyo y untó de mermelada un trozo de pan tostado.

—Desde que vivo aquí me doy buena vida. Doña Mariana era una golosa secreta, y en sus alacenas hallé el repertorio más variado de golosinas en lata que se pudiera imaginar. ¡Y qué calidad! Jamás he probado mermeladas como éstas.

—¿Qué me dice de los planos del tesoro?

—Buscaba unas cartas y he encontrado otras —señaló varios montones—. Cualquier día que me sobre tiempo escribiré la biografía de la Vieja, como mi padre escribió la de Mariana Quiroga, tía tatarabuela de usted.

—Sí. Ya sé.

—Doña Mariana Sarmiento fue una amiga excepcional. ¿Sabe usted que los almirantes de las escuadras que combatieron en Skagerrak eran amigos suyos, y que por medio de ella se mandaban recuerdos? Los había conocido en Madrid, cuando eran agregados navales a sus embajadas respectivas. Se cartearon durante muchos años. Aquí hay retratos, mire…

En una fotografía apagada, doña Mariana, joven, con velos, sombrero y sombrilla, paseaba entre dos oficiales de Marina.

—Ahí la tiene usted, con Jellicoe y Scheer. Jellicoe debe de ser éste. Y mire.

Le mostró una esquela, fechada en Wilhelmshaven. Cuatro líneas en francés, la firma y una posdata: «Recuerdos a Jell».

—Es hermoso, ¿verdad?

El fraile empezó a hurgar en la faltriquera.

—También yo tengo una carta…

Sacó un sobre doblado y se lo tendió a Carlos.

—De Germaine. Lea.

—¿Viene?

—Léala, hágame el favor.

Carlos sacó el pliego, empezó a desdoblarlo, pero se detuvo. Juntó las cejas, dio vueltas al papel.

—No. No lo leo. Cuéntemelo que dice.

Dejó la carta sobre la mesa.

—También me escribirá a mí, supongo.

El fraile alargó la mano y recogió el sobre.

—Lamenta la muerte de su tía, a quien hubiera deseado conocer. Ha leído la copia del testamento; lo encuentra muy extraño. Y puesto que se le obliga a residir aquí, retrasará su venida hasta que termine sus estudios.

Carlos empezó a guardar los montones de papeles.

—Es lógico, en cierto modo.

—Añade que… anda mal de dinero. Y que de lo que va a heredar se le mande alguna cantidad. Tiene muchos gastos. Su padre está enfermo y no puede trabajar.

Movió la mano, con el sobre apretado entre los dedos.

—Es una petición razonable, ¿no le parece?

—¡Oh, sí, claro! ¡Pobrecita! Y usted no duerme pensando que pueda pasar hambre, ¿verdad? Ha sido una falta de precaución.

El fraile se levantó y se acercó a Carlos.

—Le mandará usted dinero, ¿verdad?

Carlos, sonriente, se levantó también.

—Le veo a usted muy dispuesto a darle la razón.

—Es natural. Hay un testamento, usted es el que manda, y si se interpreta muy a la letra…

—Vámonos a la iglesia.

—Pero le mandará el dinero.

—¡Sí, padre, sí, le mandaré el dinero! ¿Cómo voy a permitir que la princesa pase apuros? Sería un descrédito para la familia que llegase aquí desnutrida. Le mandaré todo lo que las leyes de la República me permitan enviar. Y se lo mandaré en seguida; además, por la vía más rápida.

Bajaron a las cuadras. El fraile ayudó a Carlos a enganchar el caballo.

—¿Sabe usted que ya he vendido a Cayetano las acciones del astillero? Interpretando el testamento a la letra, la mitad de ese dinero pertenece a Germaine. Sin embargo, no se lo mermaré. Hay otros fondos. Dispondré de ellos para estas pequeñeces.

Salieron a la calle. Estaba una mañana nublada y dulce, sin lluvia, casi sin viento. Subía de la mar baja un olor acre. Aquí y allá, pescadores solitarios, barcas dulcemente movidas por la mar gris, tranquila, espejeante.

—Y dígale al prior que, puesto que empiezan las obras de la iglesia, puedo pagarle ya el segundo plazo. Así no le privará a usted del tabaco.

—Anda metido en eso del colegio, y no hay dinero que le llegue. Y yo no lo veo claro.

—¿Se lo ha dicho usted así?

—Todavía no.

—No se lo diga. Ese monasterio ideal con que soñaban el padre Ossorio y usted no existirá jamás. Y un colegio les permitirá, al menos, comer decentemente y fumar unos pitillos al día.

El padre Eugenio suspiró hondamente. El carricoche enfilaba el arco de Santa María y la calle pina. Alguien saludó desde el Casino.

El maestro de obras esperaba a la puerta de la iglesia. Entraron. La iglesia estaba oscura y vacía. El maestro de obras se quitó la gorra.

—Puede seguir cubierto —le dijo el padre Eugenio—. Ahora, esto es como una casa cualquiera.

—Pues ya me dirá lo que hay que hacer aquí dentro. Porque del tejado y de eso ya sé…

Carlos se desentendió de las instrucciones que el fraile daba al maestro de obras. Encendió un cigarrillo. El fraile hablaba en voz alta, señalaba altares, lienzos de pared encalada y sucia, adornos de oro apagados.

—Sí, todo, absolutamente todo. Tiene que quedar la iglesia desnuda, con la piedra al descubierto.

—¿Y de los santos? ¿Qué haremos de los santos?

Carlos dio una voz y les dijo que, mientras hablaban, él saldría un momento. Atravesó la plaza y entró en la tienda de Clara. La halló atareada en desembalar paquetes, en destapar cajones.

—Ya ves, hijo. Me lo han dejado todo aquí, amontonado. Tengo trabajo para tres días.

Brincó por encima de unos bultos y llegó hasta Carlos con la mano tendida. Se había atado a la cabeza un pañuelo rojo.

—Me parece mentira ¡Tener mi tienda! En cuanto acomode estas cosas me vendré a vivir aquí.

—¿Estás contenta?

—De cómo marcha esto, sí.

—De lo demás, ¿no?

—La procesión va por dentro. Pero como tengo trabajo, la olvido.

Carlos se sentó en un montón de paquetes, cogió un atadijo y empezó a desanudar la cuerda.

—La francesa no viene todavía.

—¿Y eso? ¿Te trastorna?

—No me parece honrado largarme y dejarlo todo como está, sin dueño ni nadie que lo vigile. Tengo una obligación mínima con doña Mariana. Además, están los barcos.

Clara, puesta en jarras, le miraba sonriente.

—En una palabra, que ya has encontrado pretexto para quedarte. Dejó de sonreír, aflojó los brazos. Una ráfaga triste le tembló en los ojos.

—Me había hecho a la idea de perderte de vista.

—¡Oh! Eso tiene siempre arreglo.

En el cuadro luminoso de la puerta apareció una sombra: una vieja encorvada, enlutada, apoyada en un bastón, cantaba su saludo:

—¡Ave María Purísima!

Clara le dio unas perras. La mendiga le preguntó si iba a vivir allí, si iba a abrir una tienda, si…

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