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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (2 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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La Santa Sede se había instalado provisionalmente en un destartalado palacio del barrio alto de Poitiers. Aquella mañana, a lo largo de la fachada azul de la residencia papal aguardaban veinte caballos de guerra. Roger de Beaufort notó que lucían el hierro del rey de Francia. Otros tantos jinetes conversaban en corrillos cerca de las monturas o jugaban a los dados acuclillados sobre las losas.

—No viaja descalzo el secretario del rey —comentó un templario joven ante aquel despliegue. Uno de los mayores le dirigió una mirada severa y bajó la vista, avergonzado.

El maestre Jacques de Molay no prestaba atención a la charla de sus hombres, pero pareció salir de su ensimismamiento cuando, al llegar ante la puerta del palacio, guardada por dos soldados ataviados con la librea amarilla del pontífice, detuvo su caballo y levantó la mano izquierda. A esta señal, sus hombres descabalgaron.

—Soy Jacques de Molay, maestre del Temple —le anunció al mayordomo papal, que salía a recibirlos.

—Lo estábamos esperando, monseñor —respondió el hombre—. El mariscal del Hospital y el enviado real ya están dentro.

Jacques de Molay entró en el palacio con dos de los suyos. El resto de la escolta se retiró al extremo opuesto de la plaza, apartados de los hombres del rey.

Olía a humedad y por las ventanas abiertas al jardín se filtraba un tenue aroma a flores podridas. Una imagen del Crucificado, de la escuela borgoñona, los enormes pies clavados por separado, el rostro impávido y los grandes ojos mirando al frente, presidía la sala capitular del palacio pontificio. Sobre la chimenea de granito todavía campeaba el escudo de armas del anterior dueño del palacio.

Más de una docena de hombres aguardaban al pontífice. Reunidos en corrillos, que hablaban en voz baja y de vez en cuando intercambiaban miradas recelosas. El emisario real, Guillermo de Nogaret, observó a Pedro Vergino y volviéndose hacia sus interlocutores inquirió: «¿Quién es ese que acompaña a De Molay?» Vergino se sintió observado por los escribanos reales, tres hombres vestidos de negro, uno enteco y gordos los otros dos. Dos cuervos cebados y una corneja. Se sonrió de su propia ocurrencia. Los funcionarios pontificios se parecían a los pajarracos que en Tierra Santa aguardaban la conclusión de la batalla para picotear los ojos de los cadáveres, pero éstos quizá estaban dispuestos a cebarse en la carne viva.

La carne viva del Temple; tal como estaban las cosas, pensó.

Cuando su santidad penetró en la sala, seguido del protonotario pontificio y de dos solícitos cagatintas, los visitantes se arrodillaron para recibir la bendición papal. El pontífice dispensó una ancha sonrisa pastoral a uno y otro lado mientras se encaminaba hacia el trono, un sólido sillón con el respaldo acolchado de raso sobre una tarima de dos peldaños. Los convocados aguardaron a que el papa tomara asiento y luego se acomodaron a lo largo del muro en los amplios sillones capitulares, ornados con relieves de santos.

Clemente V era de mediana edad, gordo, colorado y con los ojos glaucos desprovistos de brillo. «Quítale la sobrevesta púrpura y sólo le quedará un culo avaro y temblón», pensó De Molay mientras se inclinaba a besarle el anillo. Le debía el pontificado al rey de Francia. No se había instalado en Roma porque no se atrevía a afrontar la enemistad de los romanos partidarios de los papas locales.

Después de interesarse por la salud y por el viaje de algunos conocidos, el pontífice guardó silencio y se contempló durante unos instantes las punteras de las babuchas rojas adornadas con hebillas de plata. Cuando salió de su ensimismamiento, miró al atento auditorio e hizo un gesto con la mano enguantada al protonotario. El monseñor se aclaró la garganta y dijo:

—Hace doscientos años, Nuestro predecesor, Urbano II, persuadió a los príncipes cristianos para que unieran sus armas bajo el símbolo de la cruz y rescataran el Santo Sepulcro de Cristo y los Santos Lugares del poder de los sarracenos. Fue un momento glorioso para la cristiandad: normandos, loreneses, flamencos y languedocianos, linajes que hasta entonces se habían hecho la guerra, bordaron la cruz de Cristo en sus mantos, tomaron las armas y formaron un solo ejército. Los guerreros de la cristiandad, juntos codo con codo, conquistaron Antioquía y Jerusalén. El milagroso hallazgo de la Santa Lanza confirmó que Dios bendice a los caballeros que luchan al servicio de la Iglesia y combaten por la fe de Cristo.

Hizo una pausa y miró al papa, que había seguido el parlamento con los ojos entrecerrados y la expresión ausente. El pontífice abrió los ojos y dirigió una mirada aprobadora a su protonotario. El muelle gesto de la mano se repitió invitándolo a seguir.

—Desgraciadamente, la fe y el entusiasmo decrecieron —continuó el funcionario con expresión lúgubre—, al poco tiempo volvieron las enemistades y la empresa se desvirtuó hasta el punto de que Dios, para castigar a los réprobos, permitió que Saladino, la encarnación del demonio, se hiciera poderoso y conquistara Jerusalén. Las cruzadas que sucesivamente se decretaron para rescatar los Santos Lugares fracasaron a causa de las ambiciones particulares: los señores normandos reñían con los emperadores bizantinos; Venecia, Genova y las otras repúblicas mercantiles sobornaban a los barones y usaban sus fuerzas en provecho propio. Incluso ocurrieron episodios tan vergonzosos que Nos preferimos callar.

Todos sabían a qué episodios vergonzosos aludía. Los armadores marselleses, mercaderes respetables que cumplían con los preceptos de la Iglesia y entregaban generosas limosnas a los monasterios, ofrecieron desinteresadamente sus naves para transportar a Tierra Santa una muchedumbre de mozalbetes inflamados por un predicador itinerante. Pero lo que hicieron fue llevarlos directamente al mercado de esclavos de Alejandría. Eso ocurrió cien años atrás, pero el engaño se recordaba todavía y desde entonces muchos pusilánimes se negaban a viajar por mar.

El protonotario papal hizo una pausa para que cada cual reflexionara sobre lo que acababa de oír. Era un hombre ducho en su oficio.

—Lo cierto —prosiguió— es que la cristiandad ha perdido Tierra Santa. Los sarracenos nos han ido arrebatando plaza tras plaza y castillo tras castillo hasta que, finalmente, ¿es necesario que lo recordemos?, hace dieciséis años cayó San Juan de Acre, la última ciudad cristiana en ultramar.

El maestre del Temple cruzó una mirada con Roger de Beaufort. Los dos habían combatido en Acre y la invocación de aquel nombre les traía desagradables recuerdos. Allí habían comenzado los problemas del Temple.

—Dieciséis años en los que la cristiandad se ha mantenido cruzada de brazos —siguió diciendo el protonotario—. Ahora creemos que ha llegado la hora de unirnos nuevamente para conquistar el Sepulcro de Cristo. Por todas partes se alzan voces en la grey cristiana y Nos, como pastor designado por Cristo, tenemos el sagrado deber de escuchar a nuestro rebaño y de encauzarlo por los caminos que aseguren la salvación de sus almas.

Vergino, aburrido, miró a Guillermo de Nogaret, la negra corneja entre los cuervos cebados. El enviado del rey tampoco disimulaba su aburrimiento. Curvando el esbelto y pálido cuello fuera de las solapas de marta cibelina, como un buitre, el secretario del rey contemplaba los artesones del alto techo, iluminados con colores vivos y escenas de caza. No se distraía. Simplemente aguardaba pacientemente a que los otros dejaran de parlotear y le permitieran exponer su embajada. En cuanto el protonotario apostólico hubo expuesto las razones papales, Nogaret se puso de pie y tomó la palabra:

—Creo hablar en nombre de todos los presentes si le aseguro a su santidad que los príncipes cristianos desean fervientemente marchar unidos de nuevo a la conquista del Sepulcro de Cristo. También creo interpretar el sentimiento de todos si propongo que esta vez no incurramos en los errores del pasado.

—¿De qué errores habla, messire? —quiso saber el maestre De Molay.

Nogaret le dirigió al templario una mirada en la que se mezclaba el desprecio y la inquina.

El cardenal que acompañaba al papa emitió un discreto bostezo y se contempló las manos: diez dedos como salchichas enfundados en guantes de seda roja sobre los que refulgían varios anillos adornados con rubíes, espinelas y perlas. Después prestó atención a Nogaret, que seguía:

—… es cierto que Tierra Santa no se hubiera perdido si los cristianos no nos hubiésemos enzarzado en luchas intestinas, pero no todos los príncipes cristianos son igualmente responsables. Las principales culpables fueron las órdenes militares, con sus celos y sus sordas rencillas. No estoy revelando ningún secreto, puesto que todo el mundo sabe que los templarios y los hospitalarios son dos gemelos que se devoran en el seno de su madre. —Jacques de Molay hizo ademán de protestar, pero el papa lo contuvo con un gesto conciliador.

—¿Hemos de entender que el rey Felipe propone la fusión de las órdenes militares? —preguntó el papa.

—Sí, santidad, eso es exactamente.

El pontífice se removió inquieto en el sillón, no porque lo que estaba oyendo le desagradara especialmente, sino más bien porque había desayunado carne de ciervo, generosamente espolvoreada con pimienta, y tenía las almorranas enrabiscadas. Se volvió hacia Hugo de Herault, mariscal de los hospitalarios.

—¿Cuál es el parecer del Hospital?

—Por nuestra parte no hay inconveniente —informó Herault—. Sólo debo matizar las palabras del enviado real en un punto: los hospitalarios no hemos abandonado Tierra Santa.

De hecho, seguimos guerreando contra los sarracenos y si nuestro maestre ha excusado su asistencia a esta reunión ha sido porque se encuentra combatiendo en Rodas, mientras que los templarios ni siquiera han sabido evitar que los piratas sarracenos saqueen Limasol.

—¿Qué es Limasol? —preguntó el papa, genuinamente interesado.

El protonotario apostólico cambió una mirada resignada con Nogaret, como diciendo: «Su Santidad es un asno, lo sé, pero es precisamente el asno que necesitábamos para aniquilar a los templarios. Sólo tenemos que andar vigilantes para evitar que meta la pata.» Sin embargo evitó exponer en público estas opiniones y se limitó a decir:

—Limasol es una de las aldeas que les concedió el rey de Chipre, santidad.

—¿En ultramar? —preguntó el papa.

—Sí, Santidad, en el mismo Chipre.

El papa asintió gravemente, como si aquella información fuera decisiva, y levantó dos dedos hacia Herault invitándolo a proseguir.

—Por este motivo —dijo Herault— es de justicia que el maestrazgo de las órdenes unidas recaiga sobre el maestre del Hospital. Foulques de Villaret lo merece sobradamente porque es el único caudillo cristiano que hace la guerra a los sarracenos, y del mismo modo en que ahora está conquistando la isla de Rodas, sin más fuerzas que las del Hospital, cuando disponga de mayores recursos reconquistará los Santos Lugares.

—¿Qué opina el maestre De Molay? —preguntó el papa.

El maestre de los templarios no había disimulado su indignación durante el parlamento del mariscal del Hospital, pero cuando el papa le concedió la palabra recuperó el tono mesurado y dijo:

—Es cierto que el maestre Villaret está realizando una hazaña meritoria en la conquista de Rodas, pero desembarcar en Tierra Santa y conquistar Jerusalén son empresas que quizá excedan sus capacidades como estratega. El Hospital combate y mantiene hospitales y enfermerías, una labor evangélica de gran mérito; el Temple solamente combatía y probablemente a eso se deba que sufriera mayor desgaste en los últimos y catastróficos años en Tierra Santa. La Orden se desangró allí y ahora se está rehaciendo. Pronto nos recuperaremos.

«Y quiera Dios que ese muy pronto no sea demasiado tarde», pensó Juan Vergino.

Un clérigo leptosómico, que hasta entonces había permanecido en silencio, levantó un índice huesudo y acusó:

—Esa apatía se debe más bien a que los templarios os habéis convertido en banqueros y comerciantes.

El maestre miró al que había hablado y reconoció a Luis de Marignane, uno de los teólogos del entorno papal. Estaba secretamente a sueldo de los banqueros lombardos, para los cuales espiaba en la corte pontificia, y una de sus obligaciones consistía en defender los intereses de sus protectores.

—Los templarios estáis demasiado apegados a vuestras empresas —continuó el clérigo—. Os habéis entregado a vuestras factorías, a los fletes, a los préstamos y a las ganancias. Y habéis olvidado vuestras obligaciones como soldados de Cristo.

2

Los dos clérigos gordos que flanqueaban al de Marignane asintieron vigorosamente con movimientos de sus blandas papadas. De Molay suspiró. El Temple estaba apresado entre los intereses coincidentes de la Corona, de los banqueros lombardos y de los hospitalarios. Por otra parte, las acusaciones de Luis de Marignane eran tan viejas que su mera antigüedad parecía conferirles credibilidad. Era cierto que la Orden del Temple, fundada doscientos años atrás, era rica, pero desde luego no tanto como se suponía. Era cierto que sus encomiendas, excelentemente gestionadas, producían excedentes agrícolas e industriales cuya venta le reportaba al tesoro de la orden muchos miles de piezas de oro. También era cierto que los templarios habían fundado una banca tan poderosa que competía con los banqueros lombardos, genoveses y pisanos, los dueños del dinero en la cristiandad. Con la diferencia de que la red de sucursales de los templarios era mucho más extensa que la de todos los banqueros italianos juntos. El ciudadano que temía viajar con mucho dinero, debido a la inseguridad de los caminos o a los azares del mar, depositaba su peculio en la encomienda templaria más cercana y recibía una letra de cambio canjeable por su valor en la moneda de su lugar de destino, en cualquiera de las ocho mil encomiendas templarias repartidas por las nueve provincias de Europa.

El Temple era rico, nadie podía negarlo, y prestaba el dinero de sus depósitos con crecido interés. En eso no era muy distinto a los banqueros laicos. Pero, a diferencia de éstos, la orden invertía la mayor parte de sus ganancias en sostener Tierra Santa. Los templarios de ultramar, unos pocos cientos de caballeros y sargentos, luchaban contra ejércitos sarracenos de veinte o treinta mil hombres. Para mantener los castillos y cuarteles, la orden se había visto obligada a reclutar un ejército de mercenarios turcopoles. La mayor parte de las ganancias de la orden se invertía en pagar a estas tropas y en construir y pertrechar los castillos.

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