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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (17 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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Dos bebedores cristianos tomaban el fresco sentados a la puerta de una taberna. Se acercó a ellos y les preguntó en italiano por la mejor posada del barrio franco. Le indicaron el camino a la Balanza, en la calle de los Genoveses.

Comenzaba a clarear el nuevo día.

La posada de la Balanza era un hermoso edificio de piedra, con la fachada iluminada por un gran fanal de galera que colgado sobre el balcón central. Lotario de Voss se hizo pasar por un agente de la Hansa, comerciante en sedas. Un criado le mostró el mejor aposento de la casa, individual, en la tercera planta, con vistas al jardín posterior, un cuarto silencioso, alejado del bullicio de la calle. La cama era espaciosa, de dosel, con un cobertor limpio. El huésped pidió que le subieran un asado de buey, una hogaza de pan tierno, una jarra de vino torrentes y fruta. Mientras se preparaba el desayuno, cuatro esclavas instalaron en el centro del aposento un barreño de madera y lo llenaron de agua caliente. La desnudez del huésped provocó en las mujeres risitas nerviosas y cuchicheos. Los brazos y la cabeza tostados por el sol contrastaban vivamente con el resto del cuerpo, de piel lechosa y fina, sin rastro de vello, casi femenino si no lo desmintieran los músculos fibrosos que se adivinaban bajo la aparente delgadez. El teutón se metió en el baño, cerró los ojos y dejó que una esclava negrita añadiera aceite y natrón y lo restregara a conciencia para librarlo de la roña del camino. La chica era apenas una niña, pero conocía su oficio. Cuando terminó de secar al huésped se abrió la camisa con una picara sonrisa y le mostró dos pechitos pugnaces. El sexo del hombre había crecido considerablemente en el agua templada.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó.

—Catorce —mintió la niña. En realidad sólo tenía doce, pero ya se ganaba la vida.

Lotario rebuscó en su faltriquera y extrajo una moneda de plata. La sostuvo en alto como el sacerdote sostiene la hostia.

—¿Cuánto tienes que darle al posadero?

—La mitad —reconoció bajando la mirada.

Lotario añadió una nueva moneda.

—Está bien, dale una y guárdate la otra. Son por el baño. Lo otro no lo necesito.

La niña compuso una carita triste, como si se sintiese decepcionada por el rechazo del viajero rubio, pero cuando salió de la habitación cambió el gesto por una sonrisa radiante y bajó a las cocinas cantando alegremente. Las criadas la rodearon, deseosas de saber cómo le había ido. Contó detalladamente que el rubio le había chupado las teticas antes de poseerla con una verga blanca y grande como la de un caballo.

—¿Y dura? —quiso saber una de las de más edad, una mujer poco agraciada.

—¡Dura como un hueso!

—¿Pero no te dolió? —inquirió la otra.

—Duele —admitió la negrita—, pero es un dolor muy rico.

24

Después de desayunar, Lotario de Voss ordenó que no lo molestaran, cerró los postigos, echó las cortinas hasta dejar la habitación sumida en la penumbra y durmió de un tirón ocho horas. Cuando despertó salió a pasear por el puerto. La visión del bosque de mástiles y cuerdas, las ventrudas naves, las velas triangulares, los largos aparejos en tijera le trajeron recuerdos de sus años piratas. Merodeando entre los almacenes aspiró los deleitosos olores del salitre y de la brea recalentada, los mil aromas pútridos y estimulantes del puerto. Entró en uno de los bodegones frecuentados por marinos de distintas nacionalidades y cenó costillas de cerdo hervidas en miel y especiadas con pimienta, además de un cuenco de polenta salpicada de dados de manzana agria.

En la mesa de al lado, un hombre pálido y rubio, vestido con jubón corto a la alemana, contemplaba melancólicamente su jarra vacía y no se decidía a pedir otra. Lotario lo saludó en alemán y trabaron conversación. El melancólico bebedor era el factor de la Hansa en Almena. Su cometido consistía en recibir las naves de la compañía y acomodar las mercancías vigilando que no se extraviara ningún bulto. Echaba pestes de los moros, a los que consideraba ladrones compulsivos y gente de poco fiar, y soñaba con regresar a Hamburgo. de donde maldita la hora en que salió, junto a su amada Grethel, a la que describió como hembra potente, de gran alzado, culona, con dos tetas como ollas de hospicio y dos trenzas rubias, recias como un calabrote, con las cuales lo azotaba, desnudo, antes de la coyunda. Hablando de unas cosas y otras, recordó perfectamente a un grupo de tres hombres hechos y derechos y un muchacho que habían embarcado dos días antes con rumbo a Ceuta en la nave
La Gaviota Feliz
, propiedad del armador musulmán Ajmed ben Akiba, carga de madera, trigo y melones de invierno, dos mástiles, nueve tripulantes. Lotario de Voss volvió a llenar el vaso de su nuevo amigo. El factor de la Hansa padecía una sed inagotable.

—¿Decíais de los cuatro viajeros?

—¿Qué viajeros? ¡Ah, sí, los del otro día! Pues
La Gaviota Feliz
tiene solamente cuatro años y no es mala, pero Ajmed no la ha pagado porque el constructor no se la pintó y ahí andan de pleitos. Pero Ajmed tiene una hermana casada con el caíd del puerto y tiene sus tejemanejes con el cuñado, de manera que no hay quien le meta mano y además, las cargas por cuenta del concejo del puerto o pasaje del caíd, son para Ajmed. Así que los viajeros del otro día, como vendrían recomendados, se los dieron a Ajmed.

Lotario de Voss le sirvió a su compatriota el resto de la jarra y solicitó otra.

—¿Tú estás bien relacionado aquí?

—¿Que si estoy bien relacionado? —se ofendió el factor de la Hansa—. Aquí, entre nosotros, si no fuera porque yo, por puro altruismo, le dejo caer un consejo a éste, u otro a aquél, cuando veo que las cosas van a torcerse, este puerto sería un desastre, porque lo único que saben es cobrar, cobrar y cobrar, que si por entrar, que si por atracar, que si por amarrar; un día van a cobrar hasta por respirar. Aquí, si el comercio funciona es por la Hansa y por los genoveses, si no de qué.

El factor se llevó el vaso a los labios y lo vació. Lotario ya se había hecho a la idea de que era un bocazas y se preguntaba si sería de fiar. Posiblemente lo fuera, aunque era evidente que no guardaría ningún secreto mucho tiempo.

—¿Tú podrías, así en confianza, buscarme un pasaje en algún barco que zarpe para Ceuta? —le preguntó.

El factor apartó la jarra vacía y se inclinó confidencialmente.

—Vas detrás de los otros cuatro, ¿eh? —preguntó con una sonrisa cómplice y beoda.

—Pues verás. Ellos pertenecen a una compañía lombarda que le hace la competencia a la mía en el comercio de los dátiles y el aceite. Si no llego pronto a Ceuta, acapararán la cosecha del año y me dejarán a dos velas.

—¡Me cago en la leche! —exclamó el hanseático incorporándose—. ¡Estos latinos siempre con sus marrullerías y con sus tretas! Eso te lo arreglo yo, por si estamos a tiempo. Precisamente mañana zarpa un carguero de la compañía de un compadre mío que tocará puerto en Ceuta. Lujo no vas a tener, porque es un transporte de caballos que acompañaba a una flotilla de galeras de Eimerich de Bellochi, cedidas por el rey de Aragón al de Tremecén, pero si te avienes a dormir en el sollado de la marinería, con los pedos, el olor a pies y los ronquidos, no habrá mayor problema.

—Peores travesías he hecho —reconoció Lotario de Voss—. Lo malo es que, dado que los cuatro de marras tienen amistad con el prefecto del puerto, temo que lo hayan dejado apalabrado para retenerme. No es la primera vez que recurren a una treta semejante.

—Ya me lo imagino, pero por ese lado no vas a tener problema. Yo hablaré con mi compadre para que te embarque de matute.

Bebieron un par de jarras más. Lotario de Voss pagó la consumición y acompañó al alegre hanseático, completamente beodo, al patio de la compañía, donde vivía. Al día siguiente, temprano, fue a buscarlo como habían acordado. Lo encontró perfectamente sobrio y tan amistoso como de borracho.

La nave se llamaba
Ángel de Lubeck
, era panzuda y con ventanas, como el arca de Noé que pintan en los libros, una nave diseñada para transportar caballos. La ancha pasarela de madera conducía a un portón por el que unos hombres se afanaban en convencer a los cuadrúpedos para que embarcasen. Lotario de Voss pensó que puesto que los animales no podían estabularse a bordo durante mucho tiempo, seguramente la nave zarparía antes de que anocheciera.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó el hanseático.

—Está sobándola, como siempre, a la sombra de aquellas velas —repondió el estibador.

El capitán era bajo y fornido. Una cicatriz mal cosida le cruzaba la cara dándole aspecto de facineroso. Estaba desayunando pescado salado que mojaba en un cuenco de aceite de oliva. El factor de la Hansa se detuvo ante él.

—Klass, este amigo mío necesita pasaje para África.

El de la cicatriz enarcó una ceja y observó al pasajero.

—Nos han prohibido tomar pasaje —dijo desentendiéndose y volviendo al tasajo y al aceite.

—Lo pagaré bien —dijo Lotario de Voss—. Puedo perder un negocio si no comparezco inmediatamente en Ceuta.

El capitán señaló con el tasajo aceitoso la calle principal, en la que estaba el consulado de Aragón.

—Por los moros no hay problema, que yo me paso por los cojones las prohibiciones del caíd del puerto, pero es que además resulta que quien fleta la nave es el almirante Eimerich de Bellochi, de parte del rey de Aragón, y nos ha prohibido tomar pasaje. ¿Por qué no vais a mi compadre Antón Freisner, que saldrá mañana con una carga de cebollas, también para Ceuta? Está atracado junto al puerto pesquero.

Lotario de Voss hizo sus cálculos. Demasiada gente se estaba enterando de que un viajero teutón merodeaba por el puerto buscando pasaje para Ceuta. Si esperaba un día más, la noticia podría llegar a oídos del caíd.

—¿Y médico? —preguntó—. ¿Os ha prohibido el almirante que toméis un médico?

—¿Eres médico? —inquirió el capitán con una sonrisa socarrona—. ¿No quedamos en que eras mercader?

Lotario asintió.

—Soy médico, pero mi familia mercadea con dátiles y especias.

El marino mojó su tasajo en el aceite y lo removió pensativo. Dudaba entre la codicia de la ganancia y el miedo a Eimerich. Aunque, por otra parte, todos sus hombres eran de su pueblo, primos o parientes. Ninguno iba a irse de la lengua, qué demonios.

—Te remuneraré generosamente, por supuesto —añadió Lotario.

El capitán miró a uno y otro lado y bajó la voz:

—¿Tres doblas de oro?

Era cuatro veces el precio de un pasaje normal, pero un tercio de la cantidad sería para el factor de la Hansa que aportaba al pasajero. Lotario fingió pensárselo, pero finalmente asintió:

—Está bien. Tres doblas.

—Tendrás que ser discreto —advirtió el capitán—. Aunque seas el médico prefiero que nadie sepa nada. Y no pases por la aduana. Preséntate aquí después de la siesta y sube a bordo inmediatamente.

Así fue como Lotario de Voss cruzó a África sin pasar la aduana.

25

La travesía de Lucas y los templarios fue agradable, pero Huevazos la pasó echado sobre la borda vomitando y maldiciendo la hora en que había embarcado. El joven Lucas, por el contrario, estaba encantado y no se cansaba de contemplar los leves surtidores de espuma que la quilla levantaba al hendir las olas, la infinitud del agua espejeante al sol y rizada por la brisa. El descubrimiento del mar lo había entusiasmado, los bancos de peces que huían de la sombra de la nave como relámpagos, los delfines que saltaban a lo lejos y hasta la presentida vigilancia de los espantosos monstruos marinos que su tío el abad le mostraba cuando era pequeño en los libros iluminados del monasterio. A Lucas le hubiera gustado toparse con una ballena, como la que se tragó a Jonás, que había visto pintada en algunas iglesias, pero Vergino lo sacó de su error explicándole que las ballenas del mar, aunque enormes, son pacíficas, y la que se tragó a Jonás era el Leviatán, una bestia de tal magnitud que Dios no le permite navegar en aguas de cristianos y la reserva para ocasiones bíblicas y para el fin del mundo.

Pronto avistaron la costa africana, una línea parda y gris que se confundía con las nubes, Vergino nombró las montañas que se divisaban, todas pobladas de leones, puercoespines, simios, onzas y osos. En el regazo de la que llaman Alminán se cobijaba el puerto de Ceuta, la antigua ciudad defendida por un buen muro, blanca y aterrazada, con cúpulas redondas y airosas palmeras, la ciudad fértil rodeada de huertas regadas por buenas aguas donde se criaban excelentes frutos y hortalizas, en especial esas cebollas gordas y pilosas que se conocen por «cojón de Goliat».

Como la ciudad pertenecía al califa de Granada y disfrutaba de privilegios y exenciones, los falsos peregrinos no tuvieron que pasar aduana. Se fueron directamente a una buena fonda, que les habían recomendado en Almería, y al día siguiente, tras desayunar migas de caldera y leche con meloja, se unieron a una caravana que partía para Tetuán.

Pernoctaron en Lagmata, en una fonda de caravanas cuyos aposentos daban a una azotea con vistas al mar. Antes de retirarse a dormir, los viajeros salieron a tomar el fresco. Las olas fosforescentes brillaban bajo la luna. Desde el patio ascendía el penetrante olor de la dama de noche, casi más poderoso que los efluvios del estiércol.

—¿Cómo daremos con el camino de La Meca? —preguntó Lucas.

—Es fácil —respondió Vergino—. Basta seguir la costa a lo largo de África sin apartarse de la ruta que discurre por Fez y Cartago y acaba en Alejandría y en las pirámides de Egipto. Después tendremos que atravesar el desierto de Arabia. Muchos peregrinos musulmanes lo hacen, así que encontraremos abundantes postas, posadas, mercados y poblaciones. El camino de La Meca es también una ruta importante por la que circulan el oro, los esclavos y el marfil del país de los negros, del otro lado del desierto; la seda, el azafrán y los dátiles; el vidrio que produce la cristiandad, y la sal. La ruta es segura por las comarcas pobladas, pero a veces hay bandidos que asaltan a los viajeros en los descampados y ni siquiera respetan a los peregrinos.

Después de un agradable camino entre alegres palmerales y huertos arribaron a Tetuán, en el valle de Martil, al pie del monte Dersa, una aldeúcha con media docena de casas polvorientas y otras tantas chozas sitiadas por una confusión de barracones y jaimas. Una muchedumbre de canteros y albañiles, de carpinteros y acarreadores había acudido a la convocatoria del califa de Marruecos. Como los grandes reyes de la antigüedad, como Alejandro, como Darío, Abu Tabit se había propuesto transformar la mísera aldea en una ciudad, con zocos, baños y fuertes muros.

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