La chica sacudió la cabeza, pero estaba riendo.
—Nos has traído a un sitio encantador, Boyce —comentó.
El hombre no prestaba atención. Tenía otra cosa en la cabeza.
—¿Por qué no está pilotando este cacharro? —preguntó.
Me levanté y activé la esfera virtual.
—Bien —dije—. Ya va siendo hora de que hablemos de eso. En este momento el piloto automático conduce el aerotaxi y lo guía hacia ese cuadrante de ahí. Tenemos que determinar el destino concreto.
Dorrie Keefer estaba examinando la esfera. No era de verdad, claro. Se trataba de una imagen tridimensional suspendida en el aire que se podía traspasar con el dedo.
—Venus no es nada del otro mundo —comentó.
—Esas líneas que ven sólo son indicadores de campos electromagnéticos; no los verán si miran por la ventana. Venus no tiene océanos ni está dividido en continentes, por lo que no se puede trazar un mapa del planeta como se haría en la Tierra. ¿Ven ese punto brillante ahí? Somos nosotros. Ahora, miren.
Cubrí el indicador de frecuencias y los cuadrantes de colores con datos geológicos.
—Esos círculos borrosos son señales de mascón. ¿Saben qué es un mascón?
—Una concentración de masa. Un cúmulo de materia pesada —apuntó ella.
—Muy bien. Ahora vean lo que pasa si voy introduciendo la ubicación de los yacimientos Heechees conocidos.
Cuando apreté el mando, los yacimientos aparecieron en forma de trazos dorados, como gusanos que se arrastrasen por el planeta.
—Todos están en mascons —dijo Dorotha al instante.
Cochenour la miró con aprobación, al igual que yo.
—No todos —corregí—, pero casi todos. ¿Por qué? No lo sé. Nadie lo sabe. Los mascons están formados principalmente por rocas más densas y antiguas, basalto y todo eso, y quizá los Heechees se sentían más seguros rodeados de roca sólida.
Cuando me carteaba con el profesor Hegramet, en la época en que no llevaba un hígado moribundo en las entrañas y en que por tanto me hallaba en condiciones de interesarme por el conocimiento abstracto, le habíamos dado vueltas a la posibilidad de que las perforadoras Heechees sólo pudieran funcionar en roca densa o de una composición química concreta. Sin embargo, no tenía ninguna intención de comentar con ellos las ideas que me había dado el profesor Hegramet desde la Tierra.
Alteré ligeramente la posición de la esfera virtual haciendo girar un poco el disco.
—Miren aquí, donde estamos ahora. Esta formación es Alfa Regio. Ahí está la gran excavación de la que acabamos de salir. Pueden ver la forma del Huso. El mascón donde está situado el Huso se llama Serendip. Fue descubierto por un equipo hesperológico...
—¿Hesperológico?
—Por un equipo geológico que estudia Venus, es decir, un equipo hesperológico. Descubrieron la concentración de masa desde la órbita y después, al aterrizar, perforaron para extraer una muestra y dieron con el primer yacimiento Heechee. Esos otros yacimientos que ven en las latitudes más septentrionales pertenecen a este grupo de mascons conectados. Entre ellos hay intromisiones de roca menos densa, y avanzan directamente hasta conectarse, pero casi siempre están justo en los mascons.
—Se encuentran al norte —dijo Cochenour con aspereza—. Vamos en dirección sur. ¿Por qué?
Me pareció curioso que supiera interpretar la esfera virtual, pero no comenté nada.
—Los que están señalados no valen, ya han sido explorados —me limité a decir.
—Algunos parecen aún más grandes que el Huso.
—Son mucho más grandes, sí señor, pero no contienen nada que valga la pena, o como mínimo hay pocas oportunidades de que contengan algo en buen estado. Nadie se molestaría en explorarlos. Los fluidos del subsuelo los inundaron hace cien mil años, quizá más. Un montón de tipos se han quedado sin blanca intentando drenarlos para excavar, y todo para nada. Pueden preguntarme, yo fui uno de ellos.
—No sabía que en Venus hubiese agua líquida —objetó Cochenour.
—Yo no he hablado de agua, aunque en realidad sí había algo, o al menos una especie de lodo. Al parecer, el agua se forma fuera de las rocas y viaja hacia la superficie durante algunos miles de años antes de filtrarse al exterior, evaporarse, descomponerse en hidrógeno y oxígeno y perderse. Por si no lo sabían, hay algo de agua debajo del Huso. Gracias a ello han bebido y respirado mientras estaban allí.
—No respirábamos agua —me corrigió él.
—No, claro que no. Respirábamos el aire que fabricamos. No obstante, a veces los túneles aún conservan su propio aire, quiero decir, el aire original que dejaron los Heechees. Como es lógico, después de unos cientos de miles de años suelen convertirse en hornos y toda la materia orgánica se abrasa. Quizá por eso hayamos encontrado tan pocos restos animales, si se les puede llamar así... Se han incinerado. De modo que... a veces queda aire en los yacimientos, pero no sé de nadie que haya encontrado agua potable.
—Todo esto es muy interesante, Boyce —dijo Dorotha—, pero tengo calor y sed, y toda esta charla sobre el agua me está fastidiando. ¿Podemos cambiar de tema un momento?
Cochenour lanzó una risa que sonó a rugido.
—Una indirecta, Walthers, ¿no cree? Y supongo que también algo de gazmoñería, porque me parece que lo que en realidad tiene Dorrie es ganas de ir al lavabo.
A poco que la chica se hubiera ruborizado, me habría sentido algo turbado por ella, pero sin duda estaba acostumbrada a las maneras de Cochenour.
—Si vamos a vivir en este cacharro durante tres semanas —se limitó a decir—, me gustaría saber con qué contamos.
—Claro, señorita Keefer —dije.
—Dorotha. Dorrie, si te gusta más.
—Claro, Dorrie. Bueno, ya ves lo que tenemos. Hay cinco literas, divididas de modo que puedan dormir diez personas si se quiere, pero nosotros no queremos. Dos compartimientos de ducha. No parecen lo bastante grandes para enjabonarte, pero si te empeñas puedes conseguirlo. Dos lavabos químicos en esos cubículos. La cocina está allí, al menos el fogón y la despensa. Escoge la litera que quieras, Dorrie. Hay una pantalla de separación que puedes bajar cuando vayas a cambiarte y todo eso, o sencillamente cuando quieras perdernos de vista un rato.
—Venga, Dorrie, haz lo que tengas que hacer —dijo Cochenour—. Quiero que Walthers me enseñe a pilotar esta cafetera.
El viaje no había empezado del todo mal. Los había tenido peores. Algunos realmente traumáticos: grupos que subían a bordo borrachos y ya no paraban de beber, parejas que sólo dejaban de pelearse para dormir o cuando formaban un frente común contra mí. Aquel viaje no tenía mala pinta, ni siquiera obviando el hecho de que me iba a salvar la vida, o al menos eso es lo que yo esperaba.
No hace falta ser muy hábil para pilotar un aerotaxi, o al menos no para hacerlo avanzar en la dirección deseada. En la atmósfera de Venus hay impulso de sobra. No te inquietas por cosas como que los motores se paren y, en cualquier caso, el piloto automático casi siempre toma todas las decisiones por ti.
Cochenour aprendía rápido. Resultó que había pilotado cacharros volantes de todo tipo en la Tierra, y que en su juventud había manejado sumergibles monoplaza por las profundidades de las minas petrolíferas oceánicas. En cuanto se lo mencioné, comprendió que lo difícil de pilotar una nave en Venus es escoger el nivel de vuelo adecuado y prever cuándo tienes que cambiarlo. También advirtió que aquello no lo aprendería en un día. Ni siquiera en tres semanas.
—¡Qué demonios, Walthers! —dijo con cierta alegría—. Al menos podré hacerla funcionar si no tengo más remedio. En caso de que usted se quede atrapado en un túnel, o de que un marido celoso le pegue un tiro.
Le obsequié con la discreta sonrisa que merecía aquella pequeña gracia.
—También puedo cocinar —prosiguió—. A menos que a usted se le dé muy bien. No, ya me parecía. Bien, he pagado demasiado por este estómago como para llenarlo de bazofia, así que yo prepararé la comida. Ésa es una pequeña cualidad que Dorrie nunca ha conseguido adquirir. Igual que su abuela. Era la mujer más hermosa del mundo, pero estaba convencida de que le bastaba con ser guapa.
Dejé el comentario a un lado para meditarlo más tarde. Aquel joven atleta de noventa años era un saco de pequeñas sorpresas.
—Muy bien —dijo—. Ahora, mientras Dorrie gasta toda el agua de la ducha...
—No se preocupe. Se recicla.
—Da igual. Mientras se asea, termine su pequeña conferencia y explíqueme cuál es nuestro destino.
—Bien. —Moví un poco la esfera. Mientras hablábamos, el punto brillante que nos representaba había avanzado uniformemente hacia el sur—. ¿Ve ese macizo donde nuestra estela se cruza con esas líneas del cuadrante, a poca distancia de Lise Meitner?
—¿Quién es Lise Meitner?
—Alguien que le dio nombre a esa formación. Es todo lo que sé. ¿Ve hacia dónde señalo?
—Sí. Hacia esos cinco mascons grandes unidos entre sí. No se indica ningún yacimiento. ¿Es allí adonde vamos?
—En general, sí.
—¿En general?
—Bueno —repuse—, hay un detalle que no le he contado. Espero que no se me ponga sarcástico, porque entonces también yo tendré que ponerme sarcástico y decirle que debería haberse tomado la molestia de aprender más cosas sobre Venus antes de decidirse a explorarlo.
Me miró fijamente por unos instantes. Dorrie salió de la ducha en silencio, ataviada con una bata larga, el cabello envuelto en una toalla, y se quedó junto a él, observándome.
—Eso dependerá en gran medida de lo que se haya callado —respondió en tono no muy amable.
—Esa parte es el Área de Seguridad del Polo Sur —dije—. En ese lugar, los muchachos de Defensa tienen el campo de misiles y llevan a cabo la mayor parte del desarrollo armamentístico. Los civiles no tienen permitida la entrada.
Él miraba el mapa con el entrecejo fruncido.
—¡Pero sólo una pequeña parte del mascón queda fuera de los límites!
—Y a esa pequeña parte es a la que vamos —le dije.
Para tener más de noventa años, Boyce Cochenour estaba en plena forma. No me refiero sólo a que gozara de buena salud. Eso se consigue gracias al Certificado Médico Completo. Basta con reemplazar lo que se estropea o empieza a fallar. Pero el cerebro no se puede reemplazar, así que cuando ves a un viejo muy rico, normalmente te enfrentas a un hombre bronceado y musculoso que tiembla, duda y deja caer las cosas.
En ese aspecto, Cochenour había tenido mucha suerte.
Iba a ser un compañero duro de pelar en aquel viaje de tres semanas. Ya había insistido en que le enseñara a pilotar el aerotaxi, y había aprendido rápido. Cuando se me ocurrió emplear un rato del vuelo en hacer la comprobación, bastante prematura, de las mil horas del sistema de refrigeración, me ayudó a levantar las cubiertas, comprobar los niveles de refrigeración y limpiar los filtros. A continuación decidió preparar la comida.
Dorrie Keefer hizo de ayudante mientras yo cambiaba de sitio algunos instrumentos y sacaba las sondas autosónicas. Si hablábamos en un tono normal, teniendo en cuenta el nivel de ruido constante que hay en el interior de un aerotaxi, nuestras voces no llegarían hasta Cochenour, que estaba a un par de metros de nosotros, junto al hornillo. Mientras comprobábamos las sondas, pensé en sonsacarle información sobre Cochenour, pero al final decidí no hacerlo. Ya sabía lo principal, concretamente que con un poco de suerte me pagaría un hígado nuevo. No necesitaba saber qué opinión tenían el uno del otro.
Así que hablamos de las sondas. De cómo dispararían cargas sonoras a las rocas de Venus y cronometrarían los ecos de respuesta; de las posibilidades que teníamos de encontrar algo que valiese la pena. («Bueno, ¿cuáles son las probabilidades de ganar en la lotería? Si compras un solo número, pocas. ¡Pero siempre aparece un ganador!»); y de los motivos que me habían impulsado a venir a Venus. Mencioné el nombre de mi padre, pero ella nunca había oído hablar del vicegobernador de Tejas. Sin duda era demasiado joven. Además, había nacido y se había criado en el sur de Ohio, donde Cochenour había trabajado de joven y adonde había regresado ya multimillonario. Me dijo, sin que yo se lo sonsacara, que él había construido un nuevo centro de procesamiento allí, y que aquello le había supuesto muchos dolores de cabeza —problemas con los sindicatos, problemas con los bancos, problemas graves con el Gobierno—, por lo que había decidido pasar una buena temporada haciendo el vago. Eché un vistazo hacia donde él estaba removiendo la salsa.
—Es el holgazán más trabajador que he visto en mi vida —dije.
—Es adicto al trabajo, Audee. Supongo que se hizo rico gracias a eso.
La nave dio una sacudida y yo lo dejé todo y corrí a los mandos. Oí que Cochenour gritaba a mis espaldas, pero yo estaba ocupado buscando un nivel de tránsito mejor. Para cuando logré ascender mil metros y volver a poner el piloto automático, se estaba frotando la muñeca, maldiciendo.
—Lo siento —dije.
—No me importa que me haya escaldado la piel del brazo; siempre puedo comprar más —respondió malhumorado—, pero he estado a punto de derramar la salsa.
Comprobé la esfera virtual. El indicador luminoso de la nave había recorrido dos terceras partes del camino.
—¿La comida está a punto? —pregunté—. Llegaremos dentro de una hora.
Por primera vez, pareció sorprendido.
—¿Tan pronto? Creí que había dicho que este cacharro era subsónico.
—Sí. Está usted en Venus, señor Cochenour. A este nivel, la velocidad del sonido es mucho más rápida que en la Tierra.
Adoptó un ademán pensativo, pero se limitó a decir:
—Bueno, podemos comer cuando queramos.
Más tarde, cuando estábamos terminando, comentó:
—Quizá no sé tantas cosas de este planeta como debiera. Si quiere darnos una charla, le escucharemos.
—Ya conoce lo más importante —le dije—. Caramba, señor Cochenour, es usted un cocinero excelente. Aunque yo me encargué de las provisiones, ni siquiera sé lo que estoy comiendo.
—Si viene usted a mi oficina de Cincinnati —contestó—, puede preguntar por el señor Cochenour, pero mientras vivamos pegados a las axilas de los otros, no me importa que me llame Boyce. Y si le gusta el
fricandó
, ¿por qué no se lo come?
La respuesta era: porque me mataría. Pero no quería entrar en una conversación que pudiera derivar en los motivos por los que necesitaba aquellos honorarios con tanta urgencia.